En las montañas

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Debajo de las Montañas Rocosas había un pueblecillo que en ése entonces no pasaba por un buen momento: una gran y desconocida pete acechaba a la gente, a quienes la muerte tocaba a su puerta cada vez más seguido.

En el período en que las cosas parecían mejorar, los expertos del lugar comunicaron que la fuente de dicha peste eran las mujeres, así que sin pensarlo dos veces, sin importar edades, separaron a todas las mujeres del pueblo de sus familias llevándolas a lugares aislados de la zona para ejecutarlas y acabar de una vez por todas con la enfermedad. Aquél grupo de expertos las mantenían atadas y mugrientas, tirándolas una a una desde un acantilado, y de todas ellas sólo una, Luna, logró escapar antes de que su grupo fuese el próximo en ser ejecutado. Corrió y corrió, no sabía a dónde se dirigía o con qué se encontraría, pero siguió; y sin darse cuenta llegó a la entrada de las Montañas Rocosas, lugar sagrado al que nadie debía entrar. Frente a sí había un camino de piedra que iba cuesta arriba, así que sin dudarlo empezó a caminar.

Cansada, lastimada y triste, avanzaba a paso lento, como sus piernas le permitían; y a medida que subía sentía que la observaban, aunque no pudiese ver a nadie. Se decía en el pueblo que en las Montañas Rocosas, la montaña mayor de las "Tres Hermanas", habitaban espíritus, aunque desconocían si buenos o malos; pero lo que podían garantizar era que todo aquel que entrase al territorio sagrado no volvía a salir nunca más. Muchos curiosos desaparecían del día a la noche sin dejar huellas o indicios de haber estado allí, como si la tierra misma se los hubiese tragado.

Ya había anochecido y aún no llegaba ningún lado; el camino no dejaba de subir y las fuerzas de Luna cada vez eran menores, tanto que varias veces caía inconsciente del cansancio. El presentimiento de que la observaban aumentaba a medida que oía movimientos de los arbustos de vez en cuando o creía ver algo blanco entre las plantas. Al despertar de una breve siesta se encontró rodeada de unos ojos anaranjados que la miraban curiosos desde la oscuridad; adormilada e indefensa sólo se quedó allí, devolviéndoles la mirada en silencio, hasta finalmente aquellos ojos se acercaron a ella. Se trataban de conejitos blancos y esponjosos, del tamaño de la palma de su mano, que se amontonaban entre sí para olfatear a su nueva huésped; el contacto de sus naricillas con su piel de alguna manera le devolvió sus fuerzas y ánimo, pudiéndose levantar otra vez para continuar su viaje, ahora con compañía peluda.

Fue recién al amanecer cuando Luna llegó a la cima de la montaña. Se sentó y observó, junto a sus pequeños acompañantes, el paisaje que tenían en frente. Cientos de montañas pequeñas se escondían detrás de las tres Montañas Rocosas, siendo tan pequeñas que las nubes sólo dejaban a la vista la cúspide de las mismas. Por primera vez en mucho tiempo, Luna sintió paz, pero a la vez sentía como la mochila de angustia que llevaba consigo desde hacía mucho desaparecía. Lloró, primero tímidamente, apenas sollozando, pero éste se convirtió en un llanto inconsolable. Había soportado tanto como pudo la miseria pero llegado a un punto todo pesa demasiado, hasta para el más fuerte de los hombres. Había visto cómo todo un pueblo moría de esa enfermedad, había sido separada de su familia, torturada y había atestiguado el exterminio de sus amigas y vecinas por una hipótesis que no había sido confirmada. Pero en concreto, el llanto se debía a una sola cosa: por fin, era libre. Lloró hasta que el sol terminó de salir. Los conejillos dormían acurrucados junto a ella cómodamente, de vez en cuando pegando uno que otro suspiro o patadita.

Desde allí sintió una ráfaga refrescante de viento que no se detuvo hasta secarle las lágrimas por completo, hasta le devolvió el color rosado a su rostro; ante el tacto parecía una caricia tierna, como si la consolase y purificase por completo su ser. Sentía como sus penas y malos pensamientos se esfumaban; se sentía como una mujer nueva, tranquila y energética.

Cuando el viento cesó se incorporó con intensiones de volver al pueblo y detener esa locura que invadía a los pueblerinos, y al hacerlo notó que los conejitos habían desaparecido pero en su lugar un rastro de flores naranjas se abrió paso desde donde ella se encontraba que iba cuesta abajo, en dirección a su hogar. Corrió a lo largo del camino a toda velocidad, notando también que su roa era blanca nuevamente y que sus heridas ya no dolían. Finalmente, llegó. Todo parecía normal; la gente se ocupaba de sus cosas tranquilamente, pero lo que le sorprendió fue ver gente que había muerto tiempo antes por la enfermedad. Y cuando llegó a su hogar, donde su esposo se encontraba leyendo un libro en un sillón, éste la recibió también normalmente, como si fuese un día más en su pacífica vida. Al contarle a su esposo lo ocurrido, preguntando qué había pasado con el desastre en que se encontraban antes, éste parecía extrañado. "No pasó nada importante, ¿no habrá sido simplemente un sueño lúcido?". Luna no entendía nada; repasó los eventos una y otra vez, recordó las marcas y heridas que tenía en los brazos y piernas, pero al revisárselas vio que no tenía nada, ni un rasguño.

Al ver que su esposa estaba tan desorientada, la convenció de que mejor comiera algo y se tranquilizara, que seguramente sólo se había quedado dormida en algún lado y tuvo un sueño muy intenso, dejándola intranquila. Luna no lo creía por completo, pero no descartaba tal posibilidad, todo había sido tan real... Además, no fue cosa de un día, fueron años de sufrimiento y miseria. ¿Podía reducirse todo eso a sólo una simple siesta?

Mientras sentada en el balcón observaba a sus vecinos ir y venir, se preguntaba si quizás se estuviese volviendo loca o simplemente tenía una gran imaginación; ya ni siquiera tenía pruebas físicas de lo ocurrido, su ropa estaba intacta así como su cuerpo; la enfermedad nunca había existido... Algo no encajaba. Luego de meditar mucho, se fue a la cama pensando en que, de todas formas, sueño o no; así estaban todos mejor.

Todo había acabado; parecían seguir con sus vidas normalmente, porque, después de todo, todo había vuelto a la normalidad, ¿no?

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La Coleccionista de Historias©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora