Capitulo I: "Viajes sin vuelta atrás"

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El sol se marchaba del firmamento dejando tras de sí un fulgurante rosa ígneo que en la distancia se mezclaba con el azul oscuro que la noche poseía. En el horizonte, pude visionar un cruce entre el cielo de anochecer y el mar que navegábamos, una hermosa estela rosada era reflejada partida por las inquietas olas que poblaban las aguas del mar Eloíso. En la cubierta, la frescura que el piélago transmitía era palpable, de grosor y extensión desconocidas pero palpable al fin y al cabo. Las sales que la corriente marítima se llevaba acababa en cada una de las narices de los pocos que surcábamos el ponto en aquella embarcación.

El azul de las aguas se concentraba a medida que el día se adentraba en la noche. Una noche de verano en la que la luna llena se alzaba con orgullo y el viento que durante el día escaseaba apareció junto al brillante astro que dominaba la oscuridad nocturna.

Mi padre, al igual que los demás marineros, abandonó su puesto en uno de los cuatro remos gigantes justo cuando la primera vela sur se infló. Aquellas velas llevaban cierto tiempo izadas, a la espera de vientos que dieran descanso a los marineros que se ocupaban de los remos.

Mi padre dio un suspiro de alivio que después acompañó con una sonrisa repleta de cansancio. Me dio unas leves palmadas en la espalda para quedarse a mi lado observando la noche que se cernía ante nosotros.

-El capitán asegura que son días lo que quedan para atracar en el puerto. No más de tres noches para dejar este mar que tanto aborreces, chico-. Yo aproveché aquel momento para observarle, su anatonomía de gigante forzudo se había perdido con el paso del tiempo pero, era gracias a los resquicios de su pasado lo que le brindaba oportunidades como ésta. Viajar de reino a reino aunque la distancia entre ambos fuera titánica.

Hacía nueve años desde que hice un viaje parecido hacia el lugar del que en ese momento alejábamos de nuestra vida. Agros, el único reino que se encontraba alejado de los demás. El Continente era la única tierra conocida por el humano, dos imperios y siete diferentes reinos que abarcaban las tierras existentes. Excepto la Isla de Agros, isla completamente separada del Continente, habitada por gente de piel tostada y costumbres alocadas. Aquel islote situado en medio de la nada contenía a los más hermosos y mágicos seres que había visto en mi vida. En mi infancia, caballos voladores sólo tenían cabida en mis sueños pero fue a la edad de los siete años cuando vi uno por primera vez. La isla estaba sitiada por bastantes volcanes con amenaza de erupcionar, varios volcanes interiores que hacía ya mucho dejaron de funcionar. Tierras fértiles que daban abasto a cosechas personales, montañas desde las cuales las vistas eran gloriosas, gente un poco dura pero de buen corazón; amigos. Mi padre por segunda vez nos había embarcado sin meditación previa.

Poco después de conversar con mi padre, pensativo y con un gran mareo fui a vomitar en el mar. La luna ya se reflejaba en el mar, su color menta daba a las aguas un tono platino, perfecto ya que se parecía al color de mi vómito y nadie distinguiría la porquería que acababa de hacer con el esplendor de la naturaleza nocturna.

Mi padre en cambio decidió descansar el cuerpo y liberar sus extremidades de la fatiga acumulada. Con suerte, el capitán del navío le permitió traerse dos pequeñas mantas, mantas que él y yo compartimos tanto en noches de lluvia mansa como en noches de oscuridad absoluta.

-¡Capitán, capitán!-. Un hombre menudo pero de porte regio alzó la voz para dar con el encargado de llevar aquella embarcación al puerto de Kinrie. Se trataba de Kai, el segundo al mando, un viejo testarudo que gritaba en todo momento.

La madera del navío se encontraba difícilmente seca gracias a uno de los muchos fregados que los grumetes daban a la cubierta. La fregona consistía en un palo con un extremo lleno de trapos, los marineros frecuentaban a liquidar las cagadas de pájaro con avidez y también trataban de secar la cubierta para evitar que la humedad llegara a los víveres que se encontraban bajo cubierta. En días mansos, había uno o dos marineros que no dejaba la proa sin descanso, fregando hasta que el lugar quedara impoluto y seco.

Crónicas del Ladron de Almas: Univérsita #GoldenAwards2017 #LightsAw2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora