Capítulo IX: "Hojas que caen"

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En mi inconsciencia pude apreciar el mismo paisaje que me había rodeado desde el día que llegué. Cuando desperté, un fuerte dolor en la cabeza me alertó sobre mi alrededor. Aquel pétreo y amargo sabor a sangre inundaba mi boca.

Me encontraba cómodamente sentado en la hierba, entre árboles de poca altura, matorrales y demás vidas inertes. Selena delataba con su brillo mi posición y así, los cuerpos de Sierra y Reo. Ellos estaban tumbados rodeando una flama que suspendida en el aire, calentaba y alumbraba su alrededor. No había rastro de eripancráceas, era un campo vacío. Lleno de nada. Lleno de todo aquello que no habíamos visto.

Incluso ya ni conocía desde que punto de vista veía todo, mis sentidos habian sustituido mi cuerpo y lo habían cambiado por una perspectiva más aletargada y con menos energía. Todo se movía lentamente. Mis ojos observaban con pavor y cautela mi alrededor. Los cuerpos dormidos de mis amigos se movían rápido pero sin patrón, causando caos en el sosiego de las tinieblas.

Tomé fuerzas de mi propio ser y me levanté con decisión.

"Sientate, abre tus ojos y mírame"

Una voz en mi mente hizo que me girara rápido. Movimiento mudo tras movimiento mudo. No podía escuchar siquiera mi respiración. Drenado de energía, hice un paso al frente. Me forcé en buscar, en observar, en ver aquello que tanto se me exigía ver. Enfoqué de nuevo y esta vez pude observar en su totalidad el lugar donde nos encontrábamos. Mi cuerpo, volviendo a sí mismo, salió del letargo. Tomé una bocanada de aire. Parecía que llevaba años sin respirar.

Había árboles en gran cantidad, sus hojas caían debido a la estación en la que nos encontrábamos. La corteza de la mayoría de los árboles estaba pelada. A modo de asiento, Reo y Sierra se encontraban incómodamente tumbados e inconscientes sobre dos troncos contiguos. La flama de la que antes una energía tan mística fluía, se había esfumado dejando tras ella un fuego de leña común. Las virutas visibles crepitaban hacia el cielo, las invisibles calentaban mi alrededor.

La leve onda calorífica enternecía el momento, el rojo vivo era común en la pequeña hoguera y el olor a chamuscado, usual. Aún así se apreciaba tener tan tranquila representación de una noche calmada. Sentía no haber tenido una en años.

Un repentino silbido constante me envolvió en unas imágenes del pasado. Observé con gran aprecio la tetera que reposaba sobre la leña común. Me recordaba a las muchas veces que subíamos las montañas con exceso de té. Él, mi padre, amaba sufrir al principio de los trayectos, tras todo trabajo que me hacía completar siempre se excusaba de esta manera:

«¿Y qué importa si naciste con los caminos fáciles? Liam, de no haber cargado este no hubiéramos disfrutado su sabor o textura. Como calma nuestra sed tras un poco de trabajo. Y las vistas que los hombres de montaña tienen cuando ven el mar»

Sus palabras sonaban estúpidas en ese momento. Al igual que el silbido de la tetera que él siempre guardaba junto al resto de la mercancía. Ahora me daba cuenta de que él no hacía más que enseñarme, que valía más el fruto de sudor y sangre que aquel puesto en una bandeja de oro.

Crónicas del Ladron de Almas: Univérsita #GoldenAwards2017 #LightsAw2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora