Capítulo X: "Torna"

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Usé el tiempo sabiamente y descansé aquella misma mañana de Torna. Una brisa fresca me recibió al despertar, el frío no era tan fuerte como los últimos días y aquello se agradecía. En la ventana de los aposentos que se me confirieron era posible ver una luna de tamaño completo, siendo opacada por las pequeñas nubes y el albor del sol.

—Liam, despierta— dijo la atronadora voz de Roaj al llegar frente a mi puerta. El anciano no reparó en nuestra huida la noche anterior y aquello fue un alivio.

Me levanté de la cama y me dirigí con parsimonia hacia la puerta.

—El agua de menta está abajo— me informó de pasada, tras esto pude escuchar sus pasos, también aletargados, alejándose.

Me apresuré en estirarme antes de usar el licor medicinal. Mis huesos crujieron por la extensión de mis pequeños músculos. El enjuague bucal no poseía aditivos como miel o sidra de manzana para endulzar su sabor y aquello hizo de una mañana normal un empezar horrendo. Recuerdo que en el cazo dónde habían sido machacadas las hojas aún se podía apreciar finos tallos y demás partes no molidas. Asqueroso.

Con literal mal sabor de boca me dirigí a los campos a ayudar en la extracción de aquella grandiosa plaga.

Decidí mostrar el torso aquella mañana. Preferiría morirme de frío por no corromper la blancura de mi camiseta. Aunque en ciertos puntos el sudor ya había a comenzado a expandir su reino, puntos como mis axilas y gran parte de mi espalda.

Tras el intento de la erradicación del vegetal amarillento, Roaj decidió enseñarnos en vez de obligarnos a correr sin descanso.

Los ojos carmín del señor conferían a su voz un poder y misterio incalculable atrayendo a sus pupilos, nosotros, a tratar de comprender lo que nos decía.

Él se encontraba tranquilamente sentado en la arenosa planicie del campo. La arena y gravilla últimamente era más frecuente que la hierba común. A pesar de lo punzante que podía llegar a ser, Roaj denotaba calma y quietud. Observaba al frente con las piernas cruzadas, flexibilidad de un joven en el cuerpo de un viejo decrépito. Los cortes ya no eran más que cicatrices pálidas en su rostro. Sus arrugas no eran más que un recordatorio de las décadas que llevaba viviendo.

—La magia no es poder— declaró justo al comienzo de la lección—. La magia es vida. En este mismo momento, el aire que respiráis, los brotes de hierba que marchitan, el llanto de un lactante al nacer. Eso es magia.

Reo, Sierra y yo observábamos a nuestro mentor mientras explicaba. Aquella introducción tan imaginable llenó de imaginación mi mente. Estaba excitado por aprender algo nuevo.

Roaj en ese mismo momento recogió una piedra del suelo. Del tamaño de su mano y lo puso frente a él, mostrándolo.

—La concentración es base y todo mago, incluso el más inepto, sabe que para ejecutar un hechizo cualquiera se requiere niveles altos de atención.

Roaj posó su mano sobre la piedra y ésta comenzó a resquebrajarse como si fuera pergamino antiguo.

—La magia reside en nosotros— hizo una pequeña pausa para adherir poder a sus palabras—. Nosotros somos magia.

Su pelo de pigmentos semejantes al acero puro no cobró vida. Sus ojos rubí no oscurecieron ni brillaron sobrenaturalmente. Ni su cara ni su voz se deformaron. Todo seguía igual.

El montón de arena, formado por la roca desmenuzada, era gradualmente llevado por una corriente de viento y nuestro cabello, agitado por el mismo.

—¿La magia es la naturaleza?— me permití preguntar antes de que continuara hablando.

—La magia es todo aquello que ves y aquello que no— respondió el anciano sin mostrar un ápice de curiosidad por mi pregunta.

—¿Un mago sería capaz de cambiar la naturaleza a su alrededor?

—No, semejante obra sería llevada a cabo por seres de la propia de la naturaleza: mandrágoras. Estos seres legendarios serían capaces de transformar todos los reinos, mares y emperios en un sólo desierto.

—¿Qué es una mandrágora?— cuestionó Reo. A decir verdad jamás había oído aquel nombre.

—Mitad vegetal, mitad bestia. Un ser de la envergadura de un árbol del norte y de un poder infinito. Millones de leyendas sobre éste mítico ser, pocas voces en mi vida afirmaron haber visto una. Todas y cada una de ellas, embriagadas de fuertes licores.

Asombro fue un sentimiento común entre nosotros los pupilos.

—Pero este no es el camino por el que quería guiar la conversación. La magia, como cualquier oficio está separada en dos partes. La magia elemental y la magia no elemental.

Aquel mediodía conseguí resolver varias de mis dudas en cuanto a la magia y a cada dato que aprendía y comprendía, más convencido estaba de que poco quedaba para que fuera mago.

En la tarde, como todas las tardes, las tareas domésticas se rifaban entre hermanos y para mi suerte o desdicha yo ya formaba parte del conjunto. Mi deber era ayudar a Brew en su limpieza. Por ejemplo, mientras él barría el suelo, me encargaba de mantener impoluto todo aquello que estuviera una palma sobre el suelo. Y así fue aquella tarde. Mientras con ímpetu y un cubo casi agujereado frotaba la mesa casera que se encontraba en el espacioso comedor.

Brew, con arte en su movimiento, deleitaba mis oídos con una canción cualquiera. Su voz era grave en cuanto comenzaba a entonar pero era una melodía tranquilizante su voz, algo que a mí mismo me gustaría poseer. De las mesas y demás muebles pasé a pieles con las que, con un cepillo de púas, frotaría frenéticamente para evitar cualquier mancha reciente.

Al monólogo de Brew se unieron Irvin y Román con sus voces atronadoras y malsonantes. El sonido se estropeó pero en vez de arruinar el ambiente, éste se convirtió en uno más jovial y ameno. Hijo y padre venían de trabajar del campo maldito y no podía ser más oportuno el momento en el que se unieron al cantar del tercer miembro de la familia.

Tras dejar inmaculado la tapicería de la vivienda, di brillo a los cubiertos con un trapo empapado en savia dorada. Recogí y pelé las cortezas de las eripancráceas extraídas, ordené la cocina y las muchas verduras en mal estado que ahí habían, hice tantas tareas que al terminar fui derecho a la cama.

Una o dos horas después de mi pequeña siesta, Irvin acudió a mi habitación a salvar mi mente de la irritación que el hambre me causaba:

—Ya es hora de cenar, despierta.

Llevaba tiempo estando latente pero tumbado, los rugidos de mi tripa me alarmaron mientras dormía, causando mi segundo despertar del día.

Me conduje junto a Irvin a través del entramado de pasillos hasta llegar a un salón iluminado gracias a las cortezas de eripancráceas. El olor era mínimo, la madera tenía su brillo propio al ser quemado, casi como una luna reflejando la luz de un sol gigante.

Sobre la mesa, los presentes disfrutaban de una carne de dudosa procedencia y ciertas verduras ya en mal estado. Pero gracias a las proezas de Hera en la cocina, el olor era atrayente y su sabor– tal y como pude comprobar instantes después– era perfecto.

El sonido de los brillantes cubiertos inundaba y pocos se atrevieron a irrumpirlo. La comida era comida a pesar de cómo realmente sentaba.

Tras acabar de comer, todos los comensales, excepto Brew y yo, fueron a limpiar todo lo anteriormente usado. Como sólo se comía una vez al día, nunca sobraba ni tan siquiera una miga de pan.

Casi saciado pero sin hambre, decidí salir afuera a tomar aire. A apreciar la luz de luna llena en aquella noche de Torna. A descansar de la pobreza que nos rodeaba.

Crónicas del Ladron de Almas: Univérsita #GoldenAwards2017 #LightsAw2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora