Capitulo VII: "Ocasiones para recordar"

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El alba daba sus primeros rayos y el vaho proveniente de mi boca se deslizaba entre los cierzos de aquella mañana otoñal. Era una gélida mañana de Mimbre. En aquel cambio horario se podía apreciar una brillante luna menguante que en poco completaría su ciclo.

Las nubes, reacias a la refulgencia del sol naciente, se movían rápido en la bóveda celeste. El ulular de los vientos era suave pero largo, podía sentir en mis pies desnudos los envolventes brazos de la friolera brisa que tanto acallaba mi sentimiento de comodidad.

Mi piel de la cara, poco acostumbrada a esas temperaturas tan bajas se mostraba seca, y mis pelos, erizados como las púas de un cactus nuevo. Mis manos, enyagadas por los trabajos manuales, estaban ganando músculo al igual que mis brazos.

En aquel momento me encontraba ayudando a Román a arrancar las eripancráceas, un tipo de planta que crecía sobre las raíces de las mandrágoras, mejor dicho, los gigantes vegetales de color dorado que tanto se erguían en aquel campo maldito.

Con mis piernas bien flexionadas y apoyadas fuertemente contra el suelo, toda una brazada mía quedó enterrada bajo la tierra, que estaba firme y reseca, para después desarraigar del terreno el delgado caño amarillento con gran esfuerzo. Reo, para este tipo de trabajos, me había proporcionado unas ropas haraposas perfectas para ensuciarse pero completamente ineficaces contra las brisas frescas que se habían despertado con el cambio de estación.

Más de un escalofrío había recorrido mi cuerpo antes de que lo lanzara brutalmente contra el suelo de piedra dura y tierra seca. La escarcha cubría la punta del vegetal alto que acababa de arrojar y así con todas las réplicas que seguían arraigadas al campo.

Repetí mis movimientos por segunda vez para extraer el caño contiguo al que se encontraba yacente. Entre jadeos, mudos y cortos, decidí secarme la frente con la palma de la mano pues se encontraba con copioso sudor, igual que las raíces de mi pelo. Todas mis mañanas desde que vine empezaban así, con mucho frío y mucho trabajo pero con las esperanzas altas de poder aprender magia y poder enorgullecer a mi padre.

Como cada mañana, antes de que el día comenzara formalmente dedicaba tiempo a un pequeño ritual.

Con mi palma derecha, palpé el centro de mi pecho. Bajo la fina tela de mis ropajes, percibí el kuoc atado a mi cuello gracias a unas raíces de eripancráceas. Su delgadez y facilidad a la hora de extracción las volvían perfectas para crear el collar casero que en aquel momento sentía. Sin pensarlo dos veces, ignorando la advertencia de mi padre, comencé a tocar notas que desconocía y sentir como la música fluía en mí.

A decir verdad, poco yo estaba ignorando las palabras de mi padre, necesitaba recordar aquellos momentos en los que me encontraba bajo el regazo de mi padre, bajo su protección. Necesitaba recordar a mi difunta madre, que por desgracia siquiera recordaba su verdadero rostro. Necesitaba dejar de sentirme solo y por un momento, mientras tocaba al son del frío, de su brisa fresca, me sentí bien.

Al final nos quedamos en los campos bajo el falso juramento de que Roaj -quien desde que llegamos afirmaba que aquellas leyendas campesinas no eran más que cuentos de calderero- arreglaría y desharía la leyenda.

Rauda como los caudales de los ríos al norte de Argos, la semana pasó. Pero yo aún no conseguía familiarizarme con la vida campestre. La vida en el campo era más que aburrida, tediosa hasta el punto en el que dormir resultaba más divertido y hacer las faenas, entretenido. Poco a mí me extrañaba poco que todas las familias campesinas tuvieran más de cuatro hijos. Los padres necesitaban algo con lo que entretenerse y después de todo, los hijos precisaban interacción con sus iguales.

Crónicas del Ladron de Almas: Univérsita #GoldenAwards2017 #LightsAw2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora