Gandalf

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Hace mucho tiempo, mucho antes de los anillos, mucho antes de guerras épicas y de valientes caminantes...

Era una mañana nublada, unas amenazantes nubes grises advertían que tarde o temprano llovería. Aun así, Gandalf observaba tranquilamente a través de la ventana cómo pasaban los peregrinos, montados en sus burros, o incluso andando hacia alguna aventura, lo que él siempre había deseado. Sin embargo, le resultaría difícil debido a su clase social. Gandalf vivía en una pequeña casa de piedra a los pies de una inmensa montaña junto con sus pobres padres. En aquellos tiempos, la gente escaseaba de dinero, mas sobraba la hambruna.

Gandalf seguía observando detenidamente a peregrinos pasajeros cuando, de pronto, uno le llamó mucho la atención. Era un anciano que vestía una túnica malva e iba montado en un impresionante carruaje rojo tirado por dos robustos y bayos caballos. Lo más sorprendente, es que, este adinerado personaje, se detuvo delante de su casa.

El anciano miró a Gandalf a los ojos, sonrió para sí y se dirigió hacia él. Al ver esto, la madre de Gandalf le mandó a bucar agua al río y este obedeció. Saltó de la ventana de madera, cogió dos baldes del mismo material y salió de allí. Al abrir la puerta, se encontró con aquel anciano -que era mucho más alto de lo que Gandalf creía-.

- Hola jovencito -saludó el anciano entornado sus negros ojos como si lo conociera de toda la vida- ¿cómo te llamas?

Gandalf abrió la boca para responder, pero su padre llegó allí y le ordenó que fuera a por el agua de inmediato. Sin pensarlo dos veces, Gandalf salió corriendode allí sin mirar atrás.

El río más próximo se hallaba a una hora de allí. Corriendo entre sinuosos y estrechos senderos, Gandalf llegó a un arroyo. Allí se tumbó, exhausto por la carrera, contemplando el cielo.

- ¿A qué habrá venido ese hombre? -se preguntaba- Quizás solo esté buscando alojamiento- se decía.

Aunque sabía perfectamente que personas tan ricas commo aquel hombreno pasarían la noche en un antro como su casa, teniendo a menos de dos horas una enorme ciudad. Sin embargo, él prefería ver las cosas de modo positivo. Eso era por lo que la gente lo admiraba, a pesar de su timidez, siempre hacía feliz a las personas con su entusiasmo y benevolencia. Además, era paciente y justo.

Gandalfperdióo la noción del tiempo. Debía ser ya la hora de comer. Como, seguramente no le esperarían, decidió comer unos frutos silvestres antes de regresar, y se guardó unas moras en el bolsillo. Tras esto, cargó los baldes de agua y regresó a su casa a un paso lento.

Cuando llegó, ya estaba atardeciendo, el sol empezaba a descender por el oeste y, para su sorpresa, encontró a sus padres hablando con el misterioso anciano en la puerta. Su padre sostenía una faltriquera de cuero y su madre parecía algo desconsolada a la par que seria. Inmediatamente, Gandalf se dio cuenta de lo que sucedía, arrojó los baldes cargados de agua al suelo y miró a sus padres.

- ¡Qué descuidado que eres! -rugió su padre.

La madre, sin embargo, se dirigió hacia él y lo besó en la frente, algo bastante inusual en ella.

- Gandalf -dijo en un tono sombrío-, este hombre cuidará de ti a partir de ahora. Haz lo que te ordene.

- ¿Necesitas coger algo? -interrumpió su nuevo señor con voz alegre pero pausada- Debemos partir.

Gandalf no tenía nada que coger, sin embargo decidió penetrar en la que durante ocho largos años había sido su hogar. Sentía cierta nostalgia, mas no lloró. Esto puede parecer un acto insensible, pero no lo era. A decir verdad, lo único que apenaba a Gandalf de irse, era no volver aquella casita de piedra, pues sus padres no lo trataban como a un hijo, sino más bien como a un intruso. Por fin salió de la casa y se montó -con ayuda del hombre- en el carruaje.

No volvió a mirar atrás.

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