La batalla

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Gandalf continuó aprendiendo hechizos; hechizos sanadores, telepatía, magia capaz de resucitar muertos..., a parte de comunicarse con las águilas, claro. Así pasaron los años, así creció Gandalf que ya tenía diecisiete años.

Un buen día su maestro le entregó un báculo de unos dos metros. Estaba hecho de madera de roble y unas lianas de oro y plata lo rodeaban hasta juntarse en el extremo de la empuñadura.

Cuando Gandalf lo cogió, vio que pesaba bastante y preguntó:

- ¿Acaso no es de madera de roble? -preguntó mientras palpaba la cara madera-, pesa casi tanto como yo...

- El interior está hecho con el acero fundido de las cadenas que no pudieron retener a Larej-dijo Calnator con un hilo de voz. Gandalf recordó la cuarta estancia de la torre y asintió con tristeza-. En el momento preciso te salvará la vida.

- Entonces, ¿es un arma?

- No precisamente un arma, sino más bien el poder de la justicia... ¿Qué te pensabas? -añadió pasado un rato- ¿Creías que era para ayudarte a andar? No te creía tan viejo.

- Quizás a primeras, sí -se sinceró el joven con una inocente sonrisa.

Sendos compañeros y amigos rieron. Entre ellos parecía que el tiempo no hubiese pasado; Gandalf seguía tan optimista como siempre, eso sí, más serio y responsable. En cuanto a Calnator, le había cogido un cariño especial y paternal en todos y cada uno de los años vividos.

- Pero, ¿cómo se utiliza? -inquirió- ¿Arrojándolo a la cabeza de mi enemigo? -bromeó.

- No seas ignorante -respondió revolviéndole el pelo; cosa que Gandalf detestaba-, actúa por sí solo atendiendo a los sentimientos del poseedor. Por eso lo debe guardar la persona adecuada.

Gandalf no dudó de las palabras de Calnator, le dio las gracias y guardó el bastón a los pies de su cama.

Salió al encuentro del maestro, que subía las escaleras de caracol y le preguntó:

- Maestro, siempre he tenido curiosidad, ¿por cuánto dinero me compraste?

- Vaya creo que lo he olvidado... -aseguró mientras reía.

- Lo digo en serio, ¡necesito saberlo!

- Je je, al principio, tus cuidadores me impusieron cien monedas de oro a lo que respondí que era un pobre druida y todo el carruaje le pertenecía al rey quien a penas le pagaba. Me preguntaron si no me acompañaban unos soldados y yo les aseguré que los habían envenenado durante el camino. Después de eso no quisieron saber nada más sobre mí y te vendieron por diez monedas.

- ¿¡Diez monedas!? -exclamó Gandalf.

- Ey, pequeño, eso no significa que valgas eso, significa que soy un negociador nato.

El chico rio mientras decía:

- Eres de lo que no hay, Maestro...

Salieron de la consistente torre y una voz potente y grave gritó:

- ¡Aquí te escondías, escoria!

Diez túnicas negras aparecieron durante aquel tranquilo atardecer. Sorucso. En el centro de ellas un cinturón brillaba con los últimos rayos de la puesta de sol.

- Larej -musitó Calnator.

- Veo que me has sustituido por un pobre esclavo.

- Su nombre es Gandalf y sabe usar magia como tú nunca podrás hacerlo, con el corazón.

- Conmovedoras palabras, padre.

Calnator apretó los puños.

- Tú ya no eres mi hijo.

Calnator saltó, impulsándose de una almena hacia el gremio. Lo que sucedió a continuación fue algo confuso. Dos destellos salpicaron la montaña. Uno dorado y otro gris, y una explosión.

- ¡Maestro!

- Estoy bien.

Gandalf recordó entonces el bastón y corrió a cogerlo. Cuando descendía, más explosiones llegaron a sus oídos pero no se detuvo. Sin embargo cuando la tuvo en sus manos, una colosal explosión, hizo que perdiera el equilibrio y, a continuación, la torre se derrumbó. Gandalf se refugió bajo la mesa de piedra.

Poco después, salió con la ayuda de un conjuro. Lo que vieron sus ojos al salir de los escombros habría hecho que cualquier ser dotado de corazón rompiera a llorar.

Los nueve magos del gremio habían formado un círculo para contemplar el espectáculo. Larej mostraba un rostro deforme y una sádica sonrisa. El bueno de Calnator yacía abatido a los pies de la torre.

- ¡Maestro! -gritó Gandalf desesperado.

- He visto cucarachas más resistentes -aseguró Larej con esa asquerosa sonrisa y los demás se rieron.

- ¡Estúpido! -gritó el chico mientras dos lágrimas le recorrían el rostro- ¿¡Cómo te atreves a profanar este lugar, en el que antaño tú mismo destruiste la ciudad, con todos sus habitantes!? Y ¡aniquilaste a tu propia madre! -Gandalf respiraba con cierta dificultad- y ahora, ¿pretendes matar a tu padre? Eres escoria.

- Si fueras tan fuerte como yo... -comenzó el mago oscuro, pero Gandalf lo interrumpió de inmediato.

Gandalf agarró el bastón con sendas manos y lo clavó en la almena con la que se había impulsado su buen amigo lleno de ira. Una luz dorada procedente del mismo objeto lo cegó unos instantes, pero cuando volvió a abrir los ojos, observó que los nueve magos se habían disipado, como si nunca hubieran existido, dejando túnicas negras vacías sobre la tierra. Unas cadenas gruesas y negras como el carbón salieron del interior del báculo. Las cadenas agarraron a Larej de las muñecas y de los tobillos y el bastón lo engulló.

La luz dorada se extinguió, y Gandalf soltó el objeto mágico y volvió a respirar con normalidad.

- No hay nada como el poder -había dicho el mago antes de su final. Gandalf sintió un escalofrío de solo pensarlo.

Gandalf miró a Calnator desde las almenas y descendió las escaleras exteriores tan rápido como pudo.

- Maestro...

Gandalf se había arrodillado y le sostenía la cabeza con tristeza y amargura.

- Maestro -repitió cogiéndole la inerte mano- lo siento, todo esto no debería haber pasado... Por favor, resista.

- Tu magia ha mejorado mucho, pequeño, esta es tu primera batalla y la has ganado

- ¿¡De qué me sirve ganar, si no soy capaz de cumplir una promesa!?

- Gandalf -dijo entornando sus negros ojos como la primera vez que lo vio- eres de lo que no hay. Me has salvado y ahora puedo descansar en paz. Volveré a ver a Azre -murmuró sin fuerzas desviando la mirada al cielo.

- No me dejes, te lo suplico, eres mi única familia, has sido un padre para mí... ¡Me lo has dado todo!

- Tú también has sido un hijo... para mí...

Calnator cerró los ojos y Gandalf le soltó delicadamente la mano que antaño lo había cuidado.

- ¡NO! -aulló.

Gandalf se desplomó sobre el pecho de su maestro y lloró amargamente.

Aquel día fue el primero en mucho tiempo en el que el cielo manifestó su tristeza con una fría y potente lluvia.

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