IV: En busca de la voz, cuando Lizabeth va en busca del Fantasma.

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Esa noche Lizabeth durmió con las canciones que el Ángel de la música cantaba en su mente. Soñando con grandes lamentos y rostros enmascarados. 

Cuando abrió los ojos en la mañana gris, los ecos casi apagados de las canciones nocturnas resonaban en su mente. Cantándolas luego, para distraerse en sus ocupaciones.

De vez en cuando ella y Amelia participaban en coros o danza para alguna obra en progreso en la Ópera Roussemore, que se había convertido en la casa de Ópera más famosa además de la habitada por el fantasma.

Las hermanas constantemente recibían buenas críticas y apoyo de los bailarines o actores. En cada obra donde ellas participaban el publico terminaba encantado, haciendo de renombre su apellido y el recuerdo de Christine. Incluso su padre iba a verlas. Ambas tenían mucho parecido con su madre, en el aspecto de danza y canto, tenían el mismo espiritu de juventud y prometedor. Además de poseer encanto y talento con varios pretendientes tras de ellas.

A Lizabeth le gustaba pasar tiempo en la Ópera luego de los ensayos, cantar, leer libros a solas o pensar en la figura de su adorada madre. Mientras que Amelia bordaba, ensayaba las canciones de los libretos con conversaba con amigos.

A Liza, no se le había ocurrido preguntar nunca sobre el fantasma hasta que vio a Madame Giry (Que antiguamente trabajaba en la Ópera Garnier, a quién conocía desde pequeña por ser amiga de su padre e ir siempre de visita a la casa cuando su madre estaba con vida). De notorios años, complexión delgada, cabello rubio amarrado en un moño con destellos blanquecinos, vestida siempre de negro, de ojos azules y tiernos con un carácter maternal único aparentemente adquirido desde la niñez.

La chica se le acerco sigilosamente y tomándola por sorpresa, se le apareció dando un salto delante de ella.

-¡Madame Giry! -Saludo con una gran sonrisa

-¡Por Dios niña! -Exclamo la señora con una mano en el corazón -Casi matas del susto a esta pobre anciana

-Lo lamento ¿Esta usted ocupada? necesito hablarle

-Querida, justamente ahora estoy en mis obligaciones. Podemos hablar luego y tú tienes que terminar un ensayo -dijo dando media vuelta encaminándose a una habitación

Cuando los ensayos hubieron finalizado, la chica busco por entre la gente a Madame Giry y la encontró arreglando a una bailarina para la obra de la noche.

-¡Querida!, que bueno que te veo; termino con esta chica y comienzo contigo ¿Dónde se esconde tu hermana?

-No lo sé, tal vez esta con algunas coristas

-Puedes decirle luego que venga para arreglarla también

-Claro -Y saliendo de la habitación fue en busca de Amelia

Madame Giry, que nunca había dejado de trabajar para los teatros y su hija (Meg Giry) se había ido a trabajar a Australia y construyo una familia allí hace varios años.

La señora tenía un gran afecto hacia las dos chicas como si fueran de su propia sangre y la enorgullecía poder ayudarlas. Las arreglo con adornos y vestidos iguales, pero de colores diferentes.

Amelia usaba uno azul turquesa y corset con rosas bordadas en azul; Lizabeth uno en tonos rojos con rosas pálidas. Ninguna de las dos comprendía por qué a Madame Giry le gustaba vestirles del mismo modo. Lo único diferente eran los peinados, colores y maquillajes.

En la hora de la presentación.

Al abrirse el telón, el Vizconde de Chagny estaba sentado en el palco Nº 5 observando el transcurso de la obra acto por acto. Finalizando con cantos, sonrisas y baile por todo el escenario iluminado con colores. Sólo se escucharon los aplausos de la gente al cerrarse el telón.

Las chicas salieron brillantes, con los ojos encendidos, mejillas coloradas y respiración agitada. Lizabeth sentía un hormigueo en la espalda advirtiéndole su charla pendiente con Madame Giry. La encontró arreglando unos trajes con pequeños errores.

-Elizabeth, las dos estuvieron maravillosas tienen el don y la gracia de su madre, que en paz descanse -le dijo de inmediato al verla

-Muchas gracias. Sabe, vine para hablar con usted sobre...

-Espera un momento -la interrumpió la señora -Date la vuelta, déjame quitarte el atuendo

La chica se volteo, mientras Giry le soltaba el corset comenzó a hablarle sobre aquella figura de leyenda que se había formado en la Ópera Garnier. La mujer quedó helada al oírla hablar sobre él. Sus manos se habían vuelto temblorosas y un jedo de temor se asomaba por sus cristalinos ojos.

-¿Por qué querría una joven como tú saber sobre cosas como esas?

Lizabeth no quería que nadie supiera sobre lo que estaba tramando, creía que Madame Giry le podría contar a su padre y él le impediría ir a aquella construcción abandonada.

-Por nada... solamente por curiosidad -dijo con una sonrisa de inocencia en los labios

Madame Giry estuvo en silencio un momento hasta que contó lo que sabía.

-Él era un buen hombre, si seguías sus instrucciones... Sino, hacia que cosas horribles pasaran, no estoy muy segura si lo que comentan de que aun vive en la ópera es cierto pero es mejor que lo dejen en paz.

-Algunos dicen que es un alma torturada...¿Usted no sabe por qué?

-No mi niña, lo que dije es todo lo que sé -Se atrevió a afirmar la señora

-Muchas gracias -le dijo Lizabeth, habiéndose puesto su vestido color crema

-Un placer querida

La chica dejó a Madame Giry en la habitación y fue a encontrarse con su padre y hermana en las afueras del teatro. Este la recibió con un abrazo que desplegaba felicidad y orgullo.

Liza en el camino a casa no dejaba de pensar en las palabras de la señora Giry. Unas ganas terribles de ir a la ópera recorrían sus terminaciones nerviosas, no pudo esperar más y esa noche abandono su habitación oscura para ir finalmente a su encuentro.

Sentía que él la llamaba secretamente desde su escondite con cada canción, cada palabra, cada verso convertido en eco. Iría en busca de esa voz.  

Pero antes que todo.

Fue sigilosamente a la habitación de su padre quién dormía profundamente. Ella saco una vela de cera blanca y la encendió a su madre. Quien cuando sus ojos poseían el brillo de la vida y la amabilidad de la primavera dulce, fueron la madre e hija más unidas que hubieran existido. Amelia la amaba de igual manera, pero era más unida a su padre.

Lizabeth sabía que le debía mucho, pues ella le enseño a cantar y a bailar, siempre le contaba historias en la noche o cantaba sus canciones con una melodía de los ángeles. Luego ella las repetiría con el tiempo, cantando incluso en su funeral. En ese día de nieve blanca y un frió descomunal.

Provocando las lagrimas de todos los presentes vestidos de negro. Desde ese momento su padre quedó sin voz, les escribió en una carta a sus hijas esa misma noche diciendo que desde aquel instante, ellas serian sus voces. 







Ángel de la óperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora