Era muy fácil unirse a ellos, pero hablarles resultó, como siempre lo había sido, algo que estaba por encima de mis fuerzas y que, dentro de casa, presentaba dificultades insuperables. Esta situación se prolongó un mes, con nuevos agravantes y especiales características, sobre todo con las cada vez más agudizadas pequeñas ironías por parte de mis alumnos. No eran cosas de -estoy tan segura como lo estaba entonces- mi infernal imaginación; era completamente evidente que se daban cuenta de mi malestar y que desde hacía tiempo esta extraña relación creaba, en cierto sentido, la atmósfera donde nos movíamos. No quiero decir que me sacaran la lengua ni que hicieran vulgaridades de ninguna clase, pues no eran esos sus peligros; quiero decir, por el contrario, que fue creciendo entre nosotros lo innombrable e intocable, y que tanta contención no hubiera podido mantenerse sin un acuerdo tácito. En algunos momentos era como si siempre estuviéramos viendo cosas que debíamos atajar, saliendo apresuradamente de vías que sabíamos sin salida, cerrando con pequeños portazos las puertas que habíamos abierto, con golpes que nos hacían mirarnos, pues como ocurre con todo los golpes eran mayores de lo que hubiéramos deseado. Todos los caminos conducen a Roma y hubo veces en que debería habernos sorprendido que todos los temas de estudio o de conversación orillaran el terreno prohibido.
El terreno prohibido eran la cuestión del retorno de los muertos en general y, en especial de todo lo que pudiera sobrevivir en el recuerdo de los amigos que habían perdido los pequeños. Hubo días en que podría haber jurado que, con un leve codazo invisible, uno había dicho al otro: «Se cree que esta vez lo hará, pero no lo hará.» «Hacerlo», habría consistido en tolerar, por ejemplo, y de una vez, alguna referencia directa a la señora que los había preparado para mortificarme. Sentían un delicioso e insaciable interés por todas las anécdotas de mi vida, con las que los había obsequiado una y otra vez; disponían de todo cuanto me había ocurrido, tenían la relación de mis más pequeñas aventuras, con todos sus detalles, y de las aventuras del perro y del gato de mi casa, y de las aventuras de mis hermanos y hermanas, así como de muchas particularidades sobre el excéntrico carácter de mi padre, de los muebles y de la disposición de nuestra casa y de las conversaciones de las viejas de nuestro pueblo. Entre unas y otras, había suficientes cosas para charlar, si se iba muy de prisa y se sabía instintivamente dónde detenerse. Con la habilidad que les era propia, tiraban de las cuerdas de mi imaginación y de mi memoria; y cuando pensaba más tarde en tales ocasiones, ninguna otra cosa quizá me despertaba tanto la sospecha de estar siendo observada. En cualquier caso, únicamente hablábamos cómodamente si hablábamos sobre mi vida, mi pasado y mis amigos; una situación que a veces los llevaba, sin venir a cuento en absoluto, a entrometerse en los recuerdos de mi vida social. Me invitaban -sin que tuviera relación con nada- a repetir la famosa frase de un Juan Lanas o a confirmar detalles antes mencionados sobre la inteligencia del caballo de la parroquia. Con el sesgo que habían ido tomando las cosas, mi malestar, como antes lo he llamado, creció ante incidentes como éstos, por una parte, y por otra muy distintos. El hecho de que los días transcurrieran sin nuevos encuentros debería haber contribuido, aparentemente, a tranquilizarme los nervios. Desde el ligero sobresalto, aquella noche en la planta alta, sufrido ante la presencia de la mujer al pie de la escalera, nada había visto dentro ni fuera de la casa que mejor hubiera sido no ver. Había muchos recodos donde esperaba tropezar con Quint y muchas situaciones en que, por su siniestra naturaleza, hubieran debido favorecer las apariciones de la señorita Jessel. El verano había terminado, el verano había desaparecido; el otoño había caído sobre Bly y había apagado la mitad de nuestras luces. Con su cielo gris y sus guirnaldas marchitas, sus espacios desnudos y las hojas muertas desparramadas, el lugar era como un teatro después de la representación, con los programas arrugados esparcidos por el suelo. Había determinadas condiciones meteorológicas, de sonido y quietud, indecibles sensaciones similares a momentos litúrgicos, que me devolvían, con suficiente intensidad para captarla, la atmósfera de aquella tarde de junio al aire libre en que había visto por primera vez a Quint, visión que había tenido, además, después de verlo por la ventana, en el instante en que lo había buscado en vano por el círculo de la maleza. Reconocía las señales, los presagios; reconocía la hora, el lugar. Pero seguían estando solitarios y vacíos, y yo continuaba sin ser importunada, si de no importunada puede calificarse a una joven cuya sensibilidad no había decrecido, sino que se había agudizado del modo más extraordinario. En la conversación con la señora Grose sobre aquella horrible escena de Flora junto al lago había dicho, y la dejé perpleja, que desde aquel momento me preocupaba mucho más perder mi poder que retenerlo. Entonces había expresado lo que estaba de forma tan viva en mis pensamientos: la verdad de que, tanto si los niños los veían realmente como si no -puesto que eso no estaba terminantemente probado-, prefería con mucho mi propia exposición a modo de salvaguarda. Estaba dispuesta a conocer lo peor que se pudiera saber. Lo que yo no había vislumbrado entonces era que mis ojos podían quedar sellados mientras los de ellos estaban completamente abiertos. Pues bien, al parecer mis ojos estaban de momento sellados: una pérdida por la que parecía blasfemo no dar gracias a Dios. Había, ay, una dificultad en medio de todo aquello: hubiera dado gracias con toda mi alma de no estar firmemente convencida del secreto de mis alumnos. ¿Cómo podría repetir hoy los extraños pasos de mi obsesión? Había ocasiones en nuestra convivencia, en que hubiera estado dispuesta a jurar que, literalmente en mi presencia, pero con mi percepción disminuida, los niños recibían visitantes que conocían y que recibían de buena gana. Entonces, de no haber estado acobardada por la posibilidad de que el daño de evitarlo fuera mayor que el daño evitado, mi exaltación hubiera estallado. «¡Están aquí, están aquí! ¡Sois unos miserables -hubiese gritado-, y ahora no podéis negarlo!» Los pequeños miserables lo negaban con todo el peso adicional de su sociabilidad y de su ternura, precisamente cuando, en sus cristalinas profundidades, como el resplandor del pez en el arroyo, atisbaba su burlona superioridad.
En verdad, el sobresalto se había grabado en mi interior más profundamente aún de lo que imaginara aquella noche cuando, buscando por la ventana a Quint o a la señorita Jessel bajo las estrellas, había encontrado al muchacho por cuyo reposo yo velaba y que inmediatamente sacó a relucir su encantadora sonrisa, volviéndose hacia mí, para quien había representado la terrorífica aparición de Quint en las almenas situadas sobre mi cabeza. Si el problema hubiera sido el miedo, mi descubrimiento de aquella ocasión me habría asustado más que todo lo demás, y fue del estado nervioso en que me sumió de donde extraje mis auténticas conclusiones. Me acosaban tanto que, en algunos momentos, me encerraba para ensayar en voz alta -lo que al tiempo era un alivio fantástico y una renovada desesperación- la forma de abordar el asunto. Lo afrontaba de una u otra forma mientras divagaba en mi cuarto, pero siempre me desmoronaba al pronunciar sus monstruosos nombres. Al desvanecerse en mis labios, me decía que podía colaborar a representar algo infame si, al pronunciarlos, violaba una instintiva delicadeza tan extraña como probablemente nunca haya existido en un aula. Cuando me decía: «¡Ellos han logrado permanecer callados y tú, que los tienes a tu cargo, has caído en la bajeza de hablar!», me sentía enrojecer y me cubría el rostro con las manos. Después de estas escenas secretas, hablaba más que nunca, con suma volubilidad, hasta que sucedía uno de nuestros prodigiosos y palpables silencios -no sé decirlo de otra forma-, un raro y vertiginoso salto o zambullida -¡busco la palabra!- en la quietud, en la detención de toda vida, lo cual nada tenía que ver con el mayor o menor ruido que pudiéramos hacer en aquellos momentos y que era capaz de percibir en medio de una carcajada profunda, de un rápido recitado o de un rasgueo malo y fuerte del piano. Entonces sabía que los otros, los extraños, estaban presentes. Aunque no eran ángeles, «pasaban», como se dice, haciéndome temblar mientras permanecían, con miedo de que dirigiesen a sus jóvenes víctimas un mensaje más infernal o una imagen más vívida de lo que habían considerado suficiente para mí. Lo que más imposible me resultaba de quitarme de la cabeza era la cruel idea de que, por mucho que yo hubiera visto, Miles y Flora veían más: cosas horribles e inimaginables que surgían del seno horrible de sus anteriores relaciones. Naturalmente, cuando acaecían, semejantes cosas producían un escalofrío que negábamos sentir a voces; y con las repeticiones, los tres estábamos tan entrenados que, cada vez, de forma casi automática, señalábamos el final del incidente con los mismísimos movimientos. Era sorprendente que los niños, aun así, me besaran inveteradamente con una especie de brutal incoherencia y nunca omitieran -uno ni otro- la preciosa pregunta que nos había ayudado a salvar muchos peligros: «¿Cuándo cree usted que vendrá? ¿Cree que debemos escribirle?» Sabíamos por experiencia que no había nada como este interrogatorio para deshacernos del embarazo. Se referían, por supuesto, a su tío de Harley Street; y vivíamos en tal irrealidad que en cualquier momento hubiera podido llegar a incorporarse a nuestro círculo.
Era imposible haber desalentado el entusiasmo menos de lo que él lo había hecho, pero si no hubiéramos contado con aquel recurso para apoyarnos, nos habríamos privado mutuamente de parte de nuestros mejores espectáculos. Nunca les escribía, lo cual tal vez parezca egoísta, pero formaba parte de su aduladora confianza en mí; pues una de las formas de rendir un hombre homenaje a una mujer consiste en consagrarla a las sagradas leyes de su bienestar; y yo sostenía que estaba cumpliendo con el espíritu de la promesa dada de no recurrir a él cuando daba a entender a mis alumnos que sus cartas sólo eran encantadores ejercicios de estilo. Eran demasiado bellas para ser echadas al correo; me las quedaba yo; todavía las tengo todas a estas alturas. De hecho, era una regla que sólo aumentaba el efecto satírico de mi suposición de que en cualquier momento podía estar entre nosotros. Era exactamente como si mis alumnos supieran que eso me enojaba más que casi ninguna otra cosa. Además, cuando miro hacia atrás, me parece que lo más extraordinario de todo es el simple hecho de que, a pesar de mi tensión y de su triunfo, nunca me hicieran perder la paciencia. ¡En verdad debían ser adorables, me digo ahora, para no odiarlos en aquellos días! No obstante, ¿me habría traicionado la desesperación si el alivio se hubiera demorado demasiado? Poco importa, pues llegó el alivio. Lo llamo alivio, aunque sólo fue el alivio que procura una bofetada a la histeria o el estallido de la tormenta en un día sofocante. Por lo menos fue un cambio y llegó como una exhalación.
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HENRY JAMES OTRA VUELTA DE TUERCA (The Turn of the Screw, 1898)
ClassicsOtra vuelta de tuerca es una historia inquietante, atrapa desde la primera página, con giros constantes durante la narración en los que el lector tendrá la duda sobre los hechos contados¿Son reales las apariciones fantasmales o todo es todo fruto de...