Capitulo 12

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A la luz del atardecer, la especial impresión que yo había recibido no afectó de modo particular a la señora Grose, repito, aunque la reforcé mencionando otra observación que me hiciera el niño antes de separarnos.

-Todo radica en media docena de palabras -dije a la señora Grose, palabras que verdaderamente aclaran el asunto. ¡Piense en lo que podría hacer! Me lanzó eso para demostrarme lo bueno que es. El sabe perfectamente lo que «podría» hacer. Eso es lo que debió demostrar en el colegio.

-¡Por Dios, usted desvaría! -gritó mi amiga.

-¡No desvarío! Simplemente me explico. Los cuatro implicados se encuentran constantemente. Si usted hubiera estado con alguno de los niños cualquiera de estas última noches, lo comprendería con toda claridad. Cuanto más he vigilado y esperado, más he tenido la sensación de que no hace falta nada más para estar segura de el sistemático silencio de los niños. Nunca, ni por un desliz, han hecho ni siquiera alusión a sus antiguos amigos, lo mismo que Miles no ha aludido a su expulsión. Ay, sí, podemos sentarnos aquí y mirarlos, y ellos pueden exhibírsenos a sus anchas; pero aunque simulen estar perdidos en sus cuentos de hadas, están inmersos en la visión de los muertos que regresan. El no está leyendo para ella -afirmó-, sino que están hablando de ellos, ¡están hablando de cosas horrorosas! Me comporto como si estuviera loca y es un milagro que no lo esté. Lo que he visto la hubiera enloquecido a usted; pero a mí sólo me ha hecho más lúcida, sólo me ha hecho percatarme de otras cosas.
Mi lucidez debía parecer horrible, pero las encantadoras criaturas que eran sus víctimas, pasando una y otra vez con su armoniosa dulzura, proporcionaban un agarradero a mi colega; y yo percibía con cuánta fuerza se agarraba ella, cómo, sin dejarse agitar por el aliento de mi pasión, los protegía en silencio con sus ojos.

-¿De qué otras cosas se ha dado usted cuenta?

-Pues de muchas cosas que me han deleitado, que me han fascinado y que, no obstante, en el fondo, como ahora comprendo con suma extrañeza, me han engañado y compungido. Su belleza más que natural, su bondad absolutamente extraterrena. ¡Es un juego -proseguí-, una táctica y un fraude!

-¿Por parte de los encantadores niños?

-¿Aún siguen siendo encantadores? ¡Sí, por absurdo que pueda parecer! -El mismo hecho de ponerlo de manifiesto me ayudó a rastrearlo, a retroceder en los recuerdos y a atar los distintos cabos-. No han sido buenos... simplemente estaban ausentes. Ha sido fácil vivir con ellos, sencillamente debido a que los dos llevan su propia vida aparte. No son míos, no son nuestros. El niño es de él y la niña es de ella. ¡Los niños son de él y de ella!

-¿De Quint y de la mujer?

-Quint y de la mujer. Quieren dominarlos.

¡Ay, cómo los escrutó la señora Grose al oír estas palabras!

-Pero ¿para qué?

-Por el amor a todo lo malo que, en aquellos terroríficos días, les inculcó la pareja. Y para seguir inculcándoles el mal, para perseverar en su obra demoníaca. Para eso vuelven.

-¡Por Dios! -dijo mi amiga, perdiendo el aliento. Esta exclamación era habitual en ella, pero revelaba una verdadera aceptación de mi última tesis, de lo que en las malas épocas -¡pues las hubo peores que éstas! -debió ocurrir. No hubiera podido disponer de mejor justificación que el claro asentimiento de su experiencia respecto a la profundidad de la depravación que yo creía concebible en el caso de nuestro par de golfantes. Lo que dijo un momento después fue un evidente triunfo de la memoria:

-¡Eran unos golfos! Pero ¿qué pueden hacer ahora? -agregó.

-¿Hacer? -repetí tan fuerte que Miles y Flora, que pasaban a cierta distancia, se detuvieron un instante y nos miraron-. ¿No basta con lo que hacen? -inquirí en voz baja mientras los niños, que nos habían sonreído, hecho asentimientos y enviado besos con la mano, reanudaron sus juegos. Durante unos instantes estuvimos pendientes de ellos; luego respondí-. ¡Pueden destruirlos! -Ante lo cual mi compañera se revolvió, pero su pregunta fue silenciosa y tuvo como efecto el obligarme a ser más explícita-. Aún no saben bien cómo, pero lo persiguen con todas sus fuerzas. Sólo se dejan ver a distancia, como si dijéramos, en sitios extraños y elevados, en lo alto de las torres, en los tejados de la casa, al otro lado de las ventanas, en la otra orilla del estanque; pero hay un verdadero propósito por ambas partes de acortar distancias y superar los obstáculos; y el que lo consigan sólo es cuestión de tiempo. Tan sólo tienen que mantener sus peligrosas insinuaciones.

-¿Para que acudan los niños?

-¡Y perezcan en el intento! -La señora Grose se levantó lentamente y yo agregué llena de escrúpulos-: A menos que podamos impedirlo, claro está.

Delante de mí, de pie, en tanto yo seguía sentada, daba visiblemente vueltas a la idea.

-Su tío debería evitarlo. Debería llevárselos.

-¿Y quién va a decírselo a él?

La señora Grose había guardado las distancias, pero ahora se me echó encima.

-Usted, señorita.

-¿Escribiéndole que la casa está emponzoñada y sus sobrinitos locos?

-Pero ¿lo están, señorita?

-¿Quiere decir que puedo estarlo yo? Son unas encantadoras noticias para recibirlas de una institutriz cuya principal obligación es no molestarlo.

La señora Grose meditó, siguiendo de nuevo a los niños con la mirada.

-Sí, odia las complicaciones. Esa fue la razón de peso...

-¿De que aquellos demonios lo tuvieran tanto tiempo engañado? Sin duda, aunque su indiferencia debe haber sido terrible. Como yo no soy un demonio, en ningún caso debería engañarlo.

Por toda respuesta, al cabo de un instante mi compañera volvió a sentarse y me cogió la mano.

-Haga de todas formas que venga con usted.

La miré fijamente.

-¿Conmigo? -Sentí un repentino miedo de lo que ella pudiera hacer. ¿A él?

-Debe estar aquí. Debe ayudar.

Me levanté de prisa y creo que debí mostrarle la expresión más rara que nunca me había visto.

-¿Me imagina usted pidiéndole visita? No, con sus ojos puestos en mi cara evidentemente le resultaba imposible. En lugar de eso, vería -como una mujer ve en otra- lo que veía yo: su mofa, su diversión, su desprecio por la quiebra de mi resignación al quedarme sola y por el ingenioso mecanismo que había puesto en marcha para merecer su interés por mis escasos encantos. Ella no sabía -no lo sabía nadie- lo orgullosa que estaba yo de servirle y de cumplir nuestro pacto; sin embargo, supo apreciar, supongo, la advertencia que le hice:

-Si usted perdiera la cabeza hasta apelar en mi nombre...

Ella estaba verdaderamente asustada.

-¿Sí, señorita?

-En ese momento los dejaría, a usted y a él.

HENRY JAMES 
  
 OTRA VUELTA DE TUERCA 
  
 (The Turn of the Screw, 1898)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora