Capitulo 19

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Fuimos directamente al lago, como lo llamaban en Bly, y me atrevo a decir que lo llamaban, aunque creo que bien podía ser, en realidad, una extensión de agua menos llamativa de lo que resultaba a mis ojos inexpertos.
Poco familiarizada estaba con extensiones de agua, y el estanque de Bly, en las pocas ocasiones en que, con la protección de mis alumnos, había consentido en recorrer su superficie en el bote de poco calado fondeado allí para nuestro uso, me había impresionado tanto por su amplitud como por su agitación. El embarcadero habitual estaba a media milla de la casa, pero yo tenía la íntima convicción de que, dondequiera que estuviese Flora, no sería cerca de la casa. Había escapado para una pequeña aventura, y desde el día de la verdadera gran aventura que compartimos junto al estanque, me había fijado durante nuestros paseos en los sitios más de su agrado. Esta era la razón de que ahora hubiera marcado un rumbo tan preciso a los pasos de la señora Grose, un rumbo al que, cuando se percató, opuso una resistencia que de nuevo demostraba su gran ofuscación.

-¿Se dirige hacia el agua, señorita? ¿Cree usted que se ha caído?

-Puede ser, aunque creo que la profundidad no es muy grande. Pero creo más probable que esté en el sitio desde donde, el otro día, vimos juntas lo que ya le conté a usted.

-¿Cuando simulaba no ver nada?

-¡Con ese asombroso autodominio! Siempre he estado segura de que le gustaría volver sola. Y hoy su hermano le ha proporcionado la oportunidad.

La señora Grose seguía donde se había detenido.

-¿Cree usted que verdaderamente hablan de ellos?

Le respondí con tono confidencial:

-Dicen cosas que, si las oyéramos, sencillamente nos espantarían.

-¿Y si ella está allí?

-Sí, ¿qué?

-¿Entonces está la señorita Jessel?

-Sin la menor duda. Ya lo verá.

-¡Oh, gracias! -gritó mi amiga, plantándose tan firme que, teniéndolo en cuenta, continué sin ella.

Sin embargo, cuando llegué al estanque estaba detrás de mí y muy cerca, y comprendí que, fueran cuales fuesen sus aprensiones sobre lo que podía ocurrirme, el contar con mi compañía le parecía una garantía contra el peligro. Exhaló un suspiro de alivio cuando finalmente llegamos a dominar la mayor parte del agua sin divisar a la niña. No había rastro de Flora cerca de la orilla donde había tenido aquella sobrecogedora experiencia, ni tampoco en la ribera opuesta oculta, salvo una zona de unas treinta yardas, por un espeso matorral que descendía hasta el agua. El estanque, de forma oblonga, era tan estrecho en comparación con la longitud que, no viendo los extremos, podía tomarse por un río de poco caudal. Miramos la extensión vacía y luego advertí una sugerencia en los ojos de mi amiga. Comprendí lo que quería decir y repliqué con un movimiento de cabeza denegatorio.

-¡No, no, espere! Se ha llevado el bote.

Mi compañera se quedó mirando el embarcadero vacío y luego, de nuevo, la otra orilla del lago.

-El que no la veamos es la mejor de las pruebas. Lo ha utilizado para ir adonde sea y luego lo ha escondido.

-¿Ella sola, esa niña?

-No está sola, ni en estos momentos es una niña: es una mujer vieja.

Escudriñé toda la ribera visible mientras la señora Grose, impresionada por los extraños hechos que yo le presentaba, volvió de nuevo a someterse a mi voluntad; luego sugerí que el bote podía estar perfectamente en la pequeña ensenada formada por una de las entradas del estanque, una irregularidad enmascarada, desde este lado, por un saliente de la orilla y un grupo de árboles que nacían muy cerca del agua.

-Pero si el bote está allí, ¿dónde puede estar ella? -preguntó nerviosamente mi colega.

-Eso es exactamente lo que tenemos que averiguar. -Y eché a andar.

-¿Vamos a dar toda la vuelta?

-Sin duda, por lejos que esté. Nos llevará unos diez minutos, pero está lo bastante lejos como para que la niña haya preferido no andar. Ella ha ido en línea recta.

-¡Por Dios! -volvió a gritar mi amiga; la ilación de mi lógica siempre era demasiado para ella.

Ahora la llevaba pegada a los talones y cuando habíamos recorrido la mitad del camino -una operación tortuosa y cansada, sobre un camino muy accidentado y cortado por la frondosidad vegetal- me detuve para permitirle respirar. La sostuve del brazo, agradecida, asegurándole que podía serme de mucha ayuda; y eso nos hizo arrancar de nuevo, de modo que en pocos minutos alcanzamos un punto desde donde descubrimos al bote en el sitio previsto. Estaba tan escondido como era posible y amarrado a una de las estacas de la valla que, allí, descendía hasta la orilla y había servido de ayuda para desembarcar. Tan pronto vi el par de remos cortos y gruesos, perfectamente recogidos, reconocí que, para ser obra de una niña, era una hazaña prodigiosa; pero para entonces ya había visto demasiadas maravillas y había perdido el aliento en presencia de hechos mucho más asombrosos. La valla tenía una puerta, por la que pasamos, y que nos condujo, tras un insignificante intervalo, a
un terreno más despejado. Entonces ambas exclamamos al unísono:
-¡Allí está!

A poca distancia, teníamos a Flora ante nosotras, sentada en la hierba y sonriendo como si su hazaña hubiera terminado. Sin embargo, lo siguiente que hizo fue agacharse y arrancar un manojo grande y feo de helechos marchitos, como si aquello fuera el motivo por el que estaba allí. Inmediatamente estuve segura de que acababa de salir del matorral. Nos esperó, sin dar un solo paso, y me llamó la atención la extraña solemnidad con que nos acercamos a ella. Sonreía y sonreía, pero todo sucedía en medio de un ominoso silencio. La señora Grose fue la primera en romper el hechizo: se dejó caer de rodillas y, atrayendo a la niña contra su pecho, ciñó en un largo abrazo el cuerpecito suave y dócil. Mientras duró aquella muda efusión, no pude sino observarlas, lo que hice con mayor atención cuando la cara de Flora me miró por encima del hombro de nuestra compañera. Ahora la cosa era seria; la vacilación había desaparecido; envidié en ese momento, dolorosamente, la sencillez de la relación que la señora Grose podía establecer. Pero durante todo ese rato no ocurrió nada nuevo entre nosotras, salvo que Flora había vuelto a dejar caer al suelo el marchito helecho. Lo que ella y yo nos dijimos virtualmente fue que ahora los pretextos eran inútiles. Cuando al fin la señora Grose se levantó, retuvo la mano de la niña, de modo que seguía teniendo a las dos delante, y la especial reticencia de nuestra comunión quedó aún más marcada en la mirada que me lanzó.

-¡Que me cuelguen -decía- si hablo!

Fue Flora quien, mirándome de arriba abajo con cándido asombro, habló la primera. Estaba sorprendida de que fuéramos con la cabeza descubierta.

-Pero ¿y sus sombreros?

-¿Dónde está el tuyo, querida? -repliqué al instante.

Había reconocido su alegría y pareció tomarse lo dicho como una respuesta suficiente.

-¿Y dónde está Miles? -prosiguió.
Su aplomo tenía algo que casi acabó conmigo: sus cuatro palabras, relampagueando como una hoja desenvainada, fueron la última gota que desbordó la copa rebosante que mis manos habían sostenido en alto durante semanas y semanas, y que ahora, incluso antes de hablar, sentía derramarse como un diluvio.

-Te lo contaré si tú me lo cuentas a mí -me oí decir; luego percibí el temblor que me interrumpía.

-Pero ¿qué quiere que le diga?

La expresión de la señora Grose me impresionó, pero ya era demasiado tarde, por lo que descubrí todo el asunto con la mayor suavidad.

-Pequeña, ¿dónde está la señorita Jessel?


HENRY JAMES 
  
 OTRA VUELTA DE TUERCA 
  
 (The Turn of the Screw, 1898)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora