Capitulo 4

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No es que yo no esperara más en esta ocasión, pues me quedé tan firmemente plantada al suelo como agitada estaba. ¿Había un secreto en Bly, un misterio de Udolpho o algún pariente loco e innombrable, confinado sin que nadie lo sospechara? No sabría decir cuánto duró aquello ni cuánto tiempo permanecí donde había recibido el golpe, confundida entre la curiosidad y el terror; sólo recuerdo que cuando regresé a la casa la oscuridad era casi total. Por supuesto, en el intervalo había sido presa de la agitación y debí caminar unas tres millas dando vueltas por el lugar. Pero más adelante sería hasta tal punto presa del sobrecogimiento que esta primera luz de alarma vino a ser, comparativamente, un simple escalofrío. En realidad, lo más singular del asunto -habiendo
sido singular todo- fue el papel que representé en el vestíbulo al darme cuenta de la presencia de la señora Grose. Este cuadro me vuelve a la cabeza, en medio del relato general, como la impresión que me causó a mi regreso el amplio espacio de paneles blancos, resplandeciente a la luz de la lámpara, con los retratos y la
alfombra roja, y la sorprendida y bondadosa mirada de mi amiga, quien me dijo que me había echado de menos. Al encontrarla comprendí, viendo su absoluta sinceridad, y sus nervios aliviados por mi presencia, que no sabía absolutamente nada en relación con el incidente que yo tenía listo para contarle. No había sospechado
antes que su agradable voz pudiera contenerme, y de alguna manera, en el trance de dudar si mencionarlo, aprecié la importancia de lo que había visto. En toda esta historia, casi nada me parece tan raro como el hecho de que los comienzos de mis miedos y el impulso instintivo de mantener al margen a mi compañera fueran, por así decirlo, una misma cosa. En consecuencia, en aquel momento, en medio del vestíbulo y con sus ojos sobre mí, por alguna razón que entonces no hubiera podido explicar, que percibí como una conmoción interior, me excusé vagamente por mi tardanza y, con la disculpa de la belleza de la noche, de la intensidad del rocío y de la humedad de los pies, me retiré lo antes posible a mi alcoba. Entonces comenzó otra cosa; durante algunos días la cosa fue bastante extraña. De vez en cuando había horas, o por lo menos momentos, incluso intercalados entre las tareas cotidianas, en que necesitaba encerrarme a pensar. No era tanto que me encontrase más nerviosa de lo que era capaz de soportar como que sentía un insoslayable miedo a llegar a estarlo; pues la verdad que ahora debía afrontar era, llana y lisamente, la verdad de que no conseguía saber nada del visitante, con quien había mantenido un contacto tan inexplicable y, sin embargo, tan íntimo en mi opinión.
Tardé poco en comprender que era posible sondear sin recurrir a
interrogatorios ni a comentarios que llamaran la atención y dieran lugar a complicaciones domésticas. La conmoción sufrida debió agudizarme todos los sentidos; al cabo de tres días, y sólo mediante una mayor atención, estaba convencida de no estar siendo perseguida por los criados ni ser objeto de ninguna clase de broma. Fuera lo que fuese aquello de lo que yo no sabía nada, nada sabían tampoco quienes me rodeaban. Sólo cabía sacar una conclusión razonable: alguien se había tomado una libertad bastante indecorosa. Para decirme eso necesité meterme repetidas veces en mi cuarto y encerrarme con llave. Todos habíamos sido objeto de una intrusión: algún viajero sin escrúpulos, con curiosidad por las casas antiguas, se había abierto paso sin ser visto y había disfrutado del panorama desde el mejor punto de vista, y luego había escapado de la misma forma que entró. La mirada prolongada y fija con que me había encarado formaba parte de su misma indiscreción. Lo
bueno, a fin de cuentas, era que podíamos estar seguros de nunca volver a verlo.
Esta conclusión no bastaba, he de admitirlo, para hacerme olvidar que lo que restaba importancia a todas las demás cosas era, fundamentalmente, el encanto de mi trabajo. Mi encantador trabajo era mi vida con Miles y Flora, y de ninguna otra forma podía apreciarlo tanto como al percibir que ahí era donde ahogaba mis penas. El atractivo de los pequeños a mi cargo era un constante placer y me llevaba a extrañarme de la vacuidad de mis primeros miedos, el disgusto que al principio me causaba el prosaismo de mi oficio. Al parecer, no había tal gris prosaísmo ni prolongada machaconería. ¿Cómo no iba a ser encantador un trabajo que se presentaba lleno de cotidiana belleza? Tenía toda la fábula de la guardería y toda la poesía del aula. Desde luego, con esto no quiero decir que sólo estudiáramos cuentos y versos; quiero decir que no sé cómo expresar de otro modo el tipo de interés que me inspiraban mis compañeros. Cómo podría describirlo sino diciendo que, en vez de acostumbrarme a ellos -y eso es maravilloso para una institutriz: ¡yo lo llamo la hermandad de los testigos!-, hacía constantes descubrimientos nuevos. Había una dirección donde sin duda se detenían estos descubrimientos: una profunda oscuridad seguía recubriendo la conducta del muchacho en el colegio. Pronto tuve oportunidad, ya lo he dicho, de contemplar ese misterio sin angustia. Quizás sería más cierto decir que, sin una palabra, él mismo lo puso en claro. Había hecho que toda la acusación fuese absurda. Mi conclusión floreció al contacto con el sonrojo de su inocencia: sencillamente, era demasiado puro y limpio para el mundillo sucio y tenebroso del colegio. Reflexioné perspicazmente que la constatación de tales diferencias, de tal superioridad, siempre da lugar, inevitablemente, a la venganza de la mayoría, de la que pueden formar parte los directores sórdidos y estúpidos. Ambos niños eran de una delicadeza -era su única falta, sin por eso resultar Miles blandengue- que los hacía, ¿cómo podría decirlo?, casi impersonales y, desde luego, absolutamente imposible castigarles. Eran como los querubines de la historia que, pasara lo que pasase, moralmente no tenían de qué arrepentirse. Recuerdo que, sobre todo con Miles, tenía la sensación de que no tuviera pasado, por así decirlo. Poco pasado esperamos de los niños pequeños, pero este precioso niño extraordinariamente sensible y, sin embargo, extraordinariamente feliz, más de lo que yo hubiera visto en ninguna criatura de su edad, me sorprendía renaciendo nuevo todos los días. Jamás había sufrido ni durante un segundo. Consideré que esto era una prueba en contra de que jamás hubiera sido castigado. De haber sido perverso, habría sido «cogido», y yo lo habría cogido de rebote, habría encontrado un rastro. No encontraba nada y, en consecuencia, tenía que ser un ángel. Nunca hablaba del colegio, nunca mencionaba a los compañeros ni a los profesores, y yo por mi parte estaba demasiado predispuesta contra ellos para nombrarlos. Desde luego, estaba encantada y lo más curioso de todo es que, incluso entonces, me daba perfectamente cuenta de estarlo. Pero eso no me preocupaba; era un antídoto contra el dolor y yo tenía más de un dolor. Por aquellos días iba recibiendo cartas de mi casa donde las cosas no iban bien. Pero estando con mis niños, ¿qué podía importarme en el mundo? Tal era la pregunta que solía
formularme en mis momentáneos retiros. Estaba deslumbrada por su gracia.
Hubo un domingo -para proseguir-, que llovió con tal fuerza y tantas horas que no pudimos dar el paseo hasta la iglesia, y en consecuencia, al caer la tarde, acordé con la señora Grose que, si mejoraba el tiempo, asistiríamos juntas al últisno servicio. Por suerte, la lluvia cesó y me preparé para el paseo que, cruzando el
parque y por el buen camino de la aldea, sería cuestión de unos veinte minutos. Al bajar las escaleras para reunirme con mi colega en el vestíbulo, me acordé de un par de guantes necesitados de unas puntadas y que había cosido -dándoles una publicidad tal vez poco edificante- mientras acompañaba a los niños en la hora del té, que los domingos, por excepción, se servía en el templo frío y limpio, de caoba y de bronce, que era el comedor de los «mayores». Los guantes se habían quedado allí y volví para recogerlos. El día estaba bastante gris, pero aún quedaba luz y eso me permitió, al franquear el umbral, no sólo reconocer los objetos buscados sobre una silla próxima al gran ventanal, en aquellos momentos cerrado, sino percibir a una persona al otro lado de la ventana que miraba atentamente. Bastó dar un paso dentro de la sala; mi visión fue inmediata; allí estaba. La persona que me miraba atentamente era la misma persona que se me había aparecido antes. Así pues, se
presentaba de nuevo, no quiero decir que con mayor claridad, porque eso era imposible, pero sí con una mayor proximidad que significaba un paso adelante en nuestra relación y que, al verlo, hizo que se me cortara la respiración y que me quedara helada. Era el mismo, la misma persona, y esta vez lo veía, igual que lo había
visto antes, de cintura para arriba, pues el ventanal no descendía hasta el nivel de la terraza donde estaba, aun estando el comedor en la planta baja. Tenía la cara pegada al cristal y, sin embargo, curiosamente, el efecto de esta mejor perspectiva consistía en permitir apreciar lo nítida que había sido la visión anterior. Sólo permaneció unos cuantos segundos, los bastantes para convencerme de que él también me veía y reconocía; pero fue como
si pasara años mirándolo y lo conociera desde siempre. No obstante, esta vez ocurrió algo que no había sucedido antes; la mirada fija en mi cara, atravesando el cristal y el comedor, era tan profunda y dura como la otra vez, pero se apartó un momento, durante el cual pude observarlo, recorriendo diversos objetos. En seguida se sumó al sobresalto la certeza de que no había venido por mí. Había venido por otra persona.
En medio del terror, el destello de esta idea me produjo el más extravagante efecto, dando lugar, mientras permanecía de pie y quieta, a una repentina vibración del sentido del deber y del valor. Digo valor, porque no cabe duda de que fui muy lejos. Crucé de un salto el umbral del comedor, pasé el de la casa, alcancé en un
momento la avenida y, atravesando la terraza en una carrera tan rápida como pude, doblé la esquina y alcancé un punto de vista perfecto. Pero entonces me encontré a la vista de nada: mi visitante se había desvanecido. Me detuve, casi me caí, con el alivio; pero fui repasando todo el escenario, dejándole tiempo para reaparecer. Digo tiempo, pero ¿cuánto tiempo fue? Hoy no puedo precisar la duración de estas cosas. Este sentido de la medida debió perdérseme, las cosas no pudieron durar lo que realmente me parecía que duraban.
La terraza y todo el lugar, el prado y el jardín situados más allá, y todo lo que podía ver del parque, todo estaba vacío y era de una
inmensa vaciedad. Había maleza y grandes árboles, pero recuerdo que tuve la clara certeza de que nada de eso lo escondía. Estaba o no estaba; si no lo veía, no estaba. Me aferré a esta idea; luego, instintivamente, en lugar de volver al lugar de donde había salido, me acerqué a la ventana. Tenía la confusa sensación de que debía
situarme donde él había estado. Eso hice; acerqué la cara al panel y miré, como él había mirado, hacia el interior. En aquel momento, como para demostrarme cuál había sido exactamente su ángulo de visión, al igual que yo había hecho para él, la señora Grose entró procedente del vestíbulo. De este modo logré una perfecta repetición de lo ocurrido. Ella me vio como yo había visto a mi visitante; en seguida se sobresaltó, como yo me había sobresaltado; le causé un poco la misma conmoción que yo había sufrido. Se puso blanca y eso me hizo preguntarme si habría yo empalidecido mucho. En resumen, se quedó con la mirada fija y retrocedió, exactamente como yo lo había hecho, y entonces comprendí que habría salido y que estaba dando la vuelta para buscarme y que en seguida estaría conmigo. Permanecí donde estaba, y, mientras aguardaba, pensé en más de una cosa. Pero sólo una merece mencionarse. Me pregunté por qué se habría asustado.


HENRY JAMES 
  
 OTRA VUELTA DE TUERCA 
  
 (The Turn of the Screw, 1898)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora