Capítulo 14

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Un domingo por la mañana, yendo hacia la iglesia, llevaba al pequeño Miles a mi lado y su hermana, delante de nosotros y al lado de la señora Grose, a la vista. Era un día fresco y claro, el primero de esta clase desde hacía cierto tiempo; la noche había dejado un poco de escarcha y la atmósfera otoñal, brillante y cortante, hacía casi alegres las campanadas de la iglesia. Fue una curiosa casualidad que en aquel concreto momento me sorprendiera, de forma muy especial y satisfactoria, la obediencia de mis pupilos. ¿Por qué no se quejaban nunca de mi perpetua e inexorable compañía? Una u otra cosa me trajo a las mientes que llevaba al muchacho pegado a mis faldas y que, tal como nuestros acompañantes iban delante, estaba en condiciones de atajar cualquier peligro de rebelión. Era una especie de carcelero, con un ojo puesto en las posibles sorpresas y fugas. Pero todo esto -me refiero a su magnífica entrega- formaba precisamente parte del especial orden de unos hechos más insondables. Vestido de domingo por el sastre de su tío, hombre de mano hábil y con gusto para las chaquetas bonitas y para la pose de los pequeños aristócratas, Miles llevaba tan estampados en él todos los derechos propios de su sexo y condición que, si de repente hubiese reclamado su libertad, yo no hubiera tenido nada que decir. Curiosamente, estaba reflexionando sobre cómo reaccionaría ante semejante coyuntura, cuando la revolución estalló de modo inequívoco. Lo llamo revolución porque ahora comprendo cómo con la palabra que dijo, se levantó el telón del último acto de mi pavoroso drama y se precipitó la catástrofe.

-Escuche, querida -dijo con tono encantador-, ¿sabe usted cuándo voy a volver por fin al colegio?

Transcritas aquí, las palabras suenan bastante inofensivas, dado que fueron pronunciadas en el tono dulzón, alto y casual que empleaba con todos sus interlocutores, pero sobre todo con su eterna institutriz, como si estuviera obsequiándola con rosas. Siempre contenían algo que se debía «captar», o bien que yo capté entonces
hasta tal punto que me detuve en seco como si algún árbol del parque estuviera caído sobre el sendero.
Inmediatamente sucedió algo nuevo entre nosotros y él se daba cabal cuenta de que yo lo reconocía, si bien no por eso tuvo necesidad de mostrarse ni una pizca más cándido y encantador que de costumbre. Me daba cuenta de que él consideraba como ventaja el hecho de que, en un principio, yo no hubiese encontrado nada qué contestar. Fui tan lenta en dar con algo que él tuvo sobrado tiempo, al cabo de un instante, para continuar su sonrisa sugerente, pero indeterminada.

-Usted sabe, querida, que para un chico estar siempre con una dama...  El «querida» lo tenía constantemente en la boca cuando me hablaba y nada expresaba de modo tan exacto el sentimiento que yo deseaba inspirar a mis alumnos que su cariñosa familiaridad. Así de fácil y respetuoso era.

¡Pero, ay, cómo me hubiera gustado en aquel momento recoger mis propias expresiones! Recuerdo que, para ganar tiempo, intenté reír y me pareció ver en la hermosa faz que él me mostraba cuán fea y rara estaría yo.

-¿Y siempre con la misma dama? -respondí.

Ni retrocedió ni pestañeó. Virtualmente todo había terminado entre nosotros.

-¡Ah, por supuesto que es una dama airosa y «perfecta»! Pero, después de todo, yo soy un chico, ¿no me entiende?... que, en fin, está creciendo.

Me demoré con él un instante tan agradable como nunca lo había tenido.

-Sí, creces. -Pero, ¡ay!, me sentía desfallecer.

Conservo de aquel día la desalentadora idea de que él parecía saberlo y jugar conmigo.

-Y usted no puede decir que yo no me haya portado perfectamente bien, ¿verdad que no?

Le eché la mano por el hombro, aunque sabía que hubiera sido mejor seguir andando, porque aún no era capaz de andar.

-No, no puedo decir eso, Miles.

HENRY JAMES 
  
 OTRA VUELTA DE TUERCA 
  
 (The Turn of the Screw, 1898)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora