capitulo 5

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Sonó el despertador y Sebastián se levantó de su cama. Como cada mañana desde hacía muchos años, tras ducharse y vestirse, cogió la correa de su perra y salió a hacer footing. Durante más de una hora corrió primero por Sigüenza y luego por los alrededores. Adoraba la paz que allí se respiraba. Madrid le gustaba pero era un lugar lleno de agobios y atascos. Por ello, años atrás, decidió regresar a vivir al pueblo en el que se había criado. Un lugar acogedor donde los vecinos aún se saludaban cuando se veían por la calle y donde podía tener el contacto que él necesitaba con su familia.
—Vamos Senda, venga, preciosa—animó a su perra.
Senda era un curioso cruce entre pastor alemán y pastor belga. La encontró cuando apenas tenía dos meses, una mañana que había salido a correr. Aún recordaba el momento. Un coche oscuro paró en el lateral de la carretera, abrió la puerta y soltó al animal. Después se marchó. Sebastián al ver aquello corrió hacia algo pequeño que se movía y justo lo agarró antes de que un camión lo atropellase. Ese día, la mirada de aquella perra enamoró a Sebastián, y juntos llevaban ya seis años. Como él siempre decía, Senda era su verdadera chica.
—Senda—llamó Sebastián al verla alejarse—.Ven aquí.
La siguió con la mirada, divertido. Aquella locuela corría tras varios conejos que había visto corretear por el campo. Sin parar su marcha silbó y, al escucharle, la perra paró en seco y corrió en su dirección. Una vez estuvo a su lado comenzó dar saltos como siempre hacía.
—¿Cuándo vas a madurar?—rio divertido acariciando a la perra
—Anda venga, regresemos a casa.
Sorteando las casas, Sebastián llegó hasta su pequeño hogar. Un chalet adosado en una zona residencial de Sigüenza. Abrió la puerta de su casa y Senda echo a correr hacia el patio trasero para beber agua de su cazo. Él subió directamente a la planta de arriba y se duchó. Una buena ducha tras el deporte era lo mejor para el cuerpo y la mente. Cuando acabó se puso un vaquero y un jersey negro de cuello vuelto. Aquel día libraba y pensaba ir a visitar a su padre y abuelo, que vivían en una de las céntricas casas del pueblo.
Puso un CD de Guns and Roses y cuando acabó, comenzó a sonar el que su hermana Almudena le había regalado por su cumpleaños días antes. La voz de Sergio Dalma inundó el silencio del salón. No era la música que más le gustaba escuchar—él pasaba de esas tonterías del amor—pero tarareando una de las canciones se encaminó hacia la cocina. Allí se sirvió un café y lo metió en el microondas. Mientras lo calentaba abrió la puerta de la terraza y Senda entró.
—Anda pasa, que hoy hace mucho frío.
La perra, más acostumbrada a estar en el interior de la casa que en el exterior, rápidamente se encaminó hacia su lugar preferido. El pasillo. Y tumbándose emitió un sonido de satisfacción. El teléfono sonó. Era Irene, su hermana mayor.
—Hola, mi niño ¿cómo estás? —saludó la dicharachera de su hermana.
—Bien ¿y tú?—respondió mientras sacaba su café del microondas.
—Agotada. Tus sobrinos me tienen en un sinvivir.
Sebastián sonrió. Su hermana tenía unos hijos maravillosos aunque ella se empeñaba en decir continuamente que le daban una guerra tremenda.
—Pues no va y dice tu querida sobrina Rocío que se quiere ir un año a Londres cuando acabe el curso. Pero esta niña se ha pensado, ¿que el dinero lo fabrico yo por las noches en el horno? Sonrió y se sentó dispuesto a escuchar durante un buen rato a su hermana. Le encantaban sus hermanas. Eran tres y todas mayores que él. Irene era la mayor. Estaba casada con Lolo y tenía tres hijos: Rocío de quince años, Javi de diez y Ruth de cinco; Almudena era la segunda, soltera y embarazada; y por último Eva, la loca de la familia. Trabajaba de becaria en una revista y su vida era un auténtico descontrol.
—¿Has hablado» con Eva María últimamente? —pregunto Irene.
—No. Llevo sin hablar con ella unos diez días.
—Oh... ¿entonces no sabes la última?
Sebastián sonrió e Irene continuó:
—Creo que la van a despedir y ha dicho que como le pase eso se marcha de corresponsal de guerra a Libia. Ay, Dios, muchacha nos va a matar a disgustos.
La carcajada que soltó Sebastián hizo peligrar su café. Su hermana Eva era un caso y siempre lo sería. Conociéndola, lo último que haría sería irse a un país en guerra, así que para quitarle importancia dijo:
—Se le pasará. Ya conoces a Eva.
—Papá y el abuelo están preocupados, muy preocupados. Ya tuvimos bastante cuando tú estuviste hace un año en Irak. Pero esta niña, parece una cría. ¿Cuándo va a madurar? ¿Acaso no se da cuenta de que con esas tonterías lo único que liare es angustiar la vida a quienes la quieren?
—Venga... venga, no seas exagerada Irene. Creo que te preocupas en exceso.
Irene, tras la muerte de su madre, hizo de madre, especialmente para Eva y para él. Su padre tenía que trabajar y alguien debía de ocuparse de que los pequeños comieran, estudiaran y fueran al colegio. Y esa fue Irene, con la ayuda de Goyo, su abuelo materno. El único abuelo vivo que aún les quedaba. Mientras tomaba el café y hablaba con su hermana por teléfono, sonó el portero automático de la casa.
—¿Quién llama a tu puerta?
—Pues no lo sé, curiosa, no tengo poderes —rio Sebastián caminando hacia la entrada.
—¿En serio?—se guaseó sabedora que para la familia, y en especial para su sobrino Javier, era un superhéroe.
M pitido de la puerta volvió a repetirse y Sebastián, a través del teléfono, respondió.
—¿Quién es?
—Soy Quique, el cartero. Traigo un sobre certificado para ti.
—Ahora mismo salgo —y antes de dejar el teléfono sobre la entrada dijo—: Irene, espera un segundo que voy a firmar una carta certificada.
Sebastián salió al exterior para recoger la carta acompañado por Senda.
—Hola, Quique—saludó al cartero de toda la vida.
El hombre, con una sonrisa de oreja a oreja, le entregó un sobre y un bolígrafo.
—¿Hoy no trabajas? —le preguntó.
—No. Hoy libro —respondió mientras firmaba.
Con el sobre en las manos Sebastián observó el logotipo del Castillo de Sigüenza. Se despidió del cartero, entró en su casa y cogió el teléfono donde esperaba su hermana.
—Ya he vuelto.
—¿Qué tenías que firmar?
—Un sobre que me ha llegado del Castillo de Sigüenza.
—¿Del castillo? —preguntó sorprendida—. ¿Será que va a haber alguna fiesta o algo así?
Sebastián sonrió y dejándolo sobre la mesa del comedor continuó hablando con su hermana un  rato más hasta que finalmente se despidió. Cuando caminaba hacia la cocina reparó en el sobre y lo abrió. Dentro había una pequeña nota en la que ponía:
Sé que es una locura pero ¿quieres cenar conmigo?
Te espero hoy a las nueve en la suite 4e
E.
Sorprendido, la releyó. ¡¿E?! ¿Quién sería esa E? Finalmente pensó que se trataría de alguna encerrona que Laura, la mujer de Carlos, le habría preparado. Seguro que se trataba de Paula, que trabajaba en el Parador, quien habría planeado aquello. Eso le hizo sonreír. Aquella explosiva mujer era tremendamente ardiente, suspiró y dejó la nota sobre la mesa. Tenía cosas que hacer, pero si a la hora indicada estaba libre, por supuesto que iría. Una hora después, cuando se preparaba para ir a casa de su padre sonó su móvil. Era el comisario jefe. Había ocurrido algo en Madrid y necesitaba que acudiera inmediatamente a la Base. Sin tiempo que perder, llamó a casa de su padre desde su Audi RS 5. No podía ir. Tenía que trabajar.
En el castillo de Sigüenza Eiza se esforzaba por aparentar tranquilidad, pero era imposible.
Todavía no sabía qué había ocurrido para que ella lo dejara todo y estuviera allí esperando hecha un flan a un hombre que no conocía, y con el que apenas había estado consciente veinticuatro horas.
—Son las ocho y media, queen mía —rio Tomi—. Creo que deberías vestirte ya, no vaya a ser que él esté tan impaciente por verte que aparezca antes de tiempo.
Horrorizada como pocas veces en su vida la joven miró a su primo con desesperación.
—¿Qué me pongo?
Tomi, más nervioso que ella por la situación, empezó a rebuscar en los dos maletones de Eiza. Por fin sacó una camisa negra de gasa y una falda roja entallada hasta los pies.
—Visto que solo tienes cuatro trapitos, esto irá bien. Estarás ¡divine! Eso sí, ponte el sujetador purple, ese que te realza los pechos. La camisa te sienta infinitamente mejor.
Al ver el conjunto, Noelia protestó.
—Por Dios, Tomi que no voy de cena a la embajada. Que voy a cenar aquí en la habitación.
—¿Y qué? ¿Acaso no quieres que te vea divine?
Ella asintió. Tenía razón. Así que cogió lo que le entregaba, hecha un manojo de nervios, ycomenzó a vestirse. Cuando acabó se miró en el espejo y decidió dejar suelta su bonita melena ondulada. Le daba un aire sofisticado. A las nueve menos cinco, Tomi se marchó a su habitación tras darle dos besos y desearle suerte con aquel encuentro. A las nueve en punto Eiza, retorciéndose las manos, no sabía si sentarse o mirar por la ventana. Parecía una quinceañera a punto de tener su primera cita. Diez minutos después su impaciencia le hizo encender un cigarrillo. Seguro que tardaría en llegar. Veinte minutos después comenzó a cuestionarse si ni tan siquiera vendría y una hora y media más tarde, molesta por el desplante, supo que no aparecería. A las once, tras dos horas de espera, se desmaquilló y se quitó la ropa, y cuando se echó en la cama suspiró enfadada. ¿Quién la mandaría a ella ir allí?
A la mañana siguiente, Tomi se despertó a las siete de la mañana. Pensó en ir a la habitación de su prima, pero finalmente decidió no molestar, no fuera que continuara con él en la habitación. A las once, sorprendido porque ella aún no hubiera dado señales de vida, se encaminó hacia la suite y cuando ella le abrió supo que algo no muy bueno había pasado.
—¿¡Que no vino el hombre de Harrelson?!
—No
—¿Te dejó plantada, honey?
—Si.
—¿Me lo estás diciendo en serio?
—Totalmente, y no vuelvas a preguntármelo.
Sin dar crédito a sus palabras y llevándose las manos a la cabeza susurró incrédulo:
—Oh. My God. Cuchi, ese hombre te ha dicho no.
A Eiza no le gustó como sonaba aquello. Ya fue bastante humillante el plantón como para quesu primo se lo recordara.
—Me estás enfadando Tomi. Me estás enfadando y mucho.
Aun incrédulo porque alguien dejara plantada a su prima, la gran estrella de Hollywood, añadió:
—Bueno, bueno, darling no pasa nada. Nadie se ha enterado de ello. Por lo tanto no te preocupes, nadie se reirá de ti.
—¿Cómo que nadie se ha enterado? Lo sabemos nosotros, te parece poco? Y ya puedes ir borrando esa sonrisita que tienes en la cara o yo....
—Tranquila honey, yo no me rio de ti, solo me sorprendo.
Sin embargo Eiza era consciente del plantón.
—Pero… pero ¿Quién se ha creído ese idiota para dejarme plantada? Maldita sea, estoy tan ofendida que apenas he podido descansar, y todo por su culpa. Su maldita culpa.
Al ver el enfado que tenía, intentó tranquilizarla sentándola en la cama. Eiza estaba acostumbrada a que todo el mundo bailara a su son, y que alguien se saliera de lo que ella consideraba normal no le gustó.
—¿Sabes lo que te digo?
—¿Qué? —preguntó Tomi.
—Que no me voy a quedar con las ganas de decirle al idiota ese cuatro cositas bien dichas. Ese no sabe quién soy yo.
—Ay Eiza... que tú tampoco sabes quién es él.
Sin escucharle ni darle tiempo a reaccionar, se encaminó hacia la puerta. Tomi la pilló del brazo y la paró.
—¿Dónde vas cuchi?
—A su casa.
—No... no... no. ¡Ni lo sueñes! No puedes hacer eso.
—¿Por qué no puedo hacerlo?
—Porque you are Anna Reyna, tienes un pronto muy malo y una diva como tú no debe hacer esas cosas. Si él no quiso acudir a su cita. Él se lo pierde.
—Pero...
—No hay peros que valgan. Ahora mismo te vas a dar una duchita relajante, te vas a poner el antifaz y te vas a sleep. Ay, queen mía, se nota que no has dormido tus eight horitas y tienes la piel tremendamente ajada.
Eiza salió disparada hacia al espejo, se miró y susurró escrutándose el rostro:
—¿Tanto se nota?
—Ajá. Por lo tanto, no se hable más. Son las once y media. Te dejaré dormir hasta las two o’clock. Después te despertaré, nos montaremos en el car, nos dirigiremos al airporty nos marcharemos para Los Ángeles happy y con glamour y, por supuesto, nos olvidaremos de este incidente tonto y absurdo. ¿Qué te parece la idea?
Mirando su propio reflejo en el espejo, Eiza suspiró y tras entender que era lo mejor, asintió. Cinco minutos después Tomi se marchó y ella se tumbó en la cama. Sin embargo, al cabo de un rato, harta de dar vueltas de un lado para otro, tiró el antifaz, a un lado y, levantándose, murmuró mientras cogía los vaqueros:
—Ah no.... de aquí no me marcho yo sin decirle a ese creído cuatro cosas.
Miró su reloj. Las doce menos cinco. Tenía tiempo para ir y volver antes de que Tomi acudiera a despertarla. Tras coger su móvil se puso la gorra para esconder su llamativo pelo rubio y poniéndose las gafas de sol para que nadie identificara su rostro, salió con cuidado del parador. Al llegar a recepción vio a Menchu y esta rápidamente salió de detrás del mostrador.
—Buenos; días, señorita Reyna.
—Eiza, llámame Eiza, por favor, Menchu.
La joven feliz porque recordara su nombre, ansiando hablar con ella sonrió y le preguntó cortésmente:
—¿Ha dormido bien?
—Sí. Maravillosamente —susurró y mirándola preguntó ensenándote un papel—¿Sabes cómo puedo llegar hasta esta dirección?
Sorprendida, la joven leyó la dirección. Caminó con ella hasta puerta del parador y cuando iba a responder se oyó tras ellas:
—Menchu, ¿cuántas veces tengo que decirte que no abandones la recepción?
Menchu se quedó petrificada, algo que Eiza no pasó por alto y, dándose la vuelta, la joven recepcionista respondió:
—Paula, te estaba indicando a la señorita como ir a...
—Para eso tienes los mapas que regalamos —espetó la morena de grandes pechos poniendo un mapa sobre el mostrador Así es como hay que atender a un huésped, no como in lo estás haciendo.
Pareces tonta, Menchu. ¿Cuándo vas a aprender?
Eiza se ofendió al escuchar aquello. Nunca le había gustado la gente que para demostrar su superioridad insultaba a los que estaban por debajo. Por ello, y sin poder remediarlo, se encaró con aquella, parapetada tras sus enormes gafas oscuras y su gorra.
—Disculpe señora, pero Menchu estaba siendo sumamente amable conmigo y no se merece que usted la trate así delante de mí.
La mujer la miró y respondió sin cambiar su gesto.
—Me alegra saber que Menchu ha aprendido al menos a ser cortés, pero todavía tiene mucho que aprender para trabajar en este parador.
En ese momento sonó el teléfono de recepción y dándose la vuelta la mujer atendió la llamada.
Dos segundos después colgó y con el mismo ímpetu que apareció, desapareció.
—¿Quién es esa mujer tan estúpida?
—Oh... señorita Reyna ella…
—Eiza... te he dicho que me llames por ese nombre, ¿vale Menchu?
La joven sonrió y respondió.
—Se llama Paula. Una mujer que llegó hace tres años aquí y de la que poco más se sabe.
—¿Cómo puede tratarte así? ¿Por qué se lo permites?
—Necesito el trabajo y ella es una de las encargadas. Vivo sola, hay mucha crisis y sinceramente, por mucho que me ofenda y me den ganas de arrastrarla por el parador, necesito este trabajo para vivir.
Conmovida por las palabras de la joven recepcionista Eiza asintió. En momentos así era cuando se daba cuenta que ella era una privilegiada en la vida. Menchu, para olvidar lo ocurrido, dijo señalando hacia la derecha de la fortaleza.
—Si baja por ese camino llegará hasta unas casas blancas. Una vez allí, tuerce a la derecha y continúa de frente hasta una rotonda. Uní vez pase la rotonda la segunda calle a la izquierda es la que busca.
—Casas blancas, derecha, rotonda y segunda a la izquierda —repitió Eiza— Gracias, Menchu. Y por favor, si ves a mi primo no le digas que me has visto ¿de acuerdo?. Ah, y tutéame, por favor.
La recepcionista asintió y, emocionada, vio como la actriz más guapa de Hollywood, ¡la que acababa de pedirle que la tuteara!, se alejaba en su coche. Agotado tras una noche movidita por su trabajo, Sebastián llegó a su casa. Había sido un operativo laborioso. Cuatro terroristas rumanos en busca y captura internacional habían sido interceptados en una casa del viejo Madrid y los geo habían entrado en acción para detenerles. El operativo había sido un éxito pero la tensión de las horas previas y el momento de entrar en acción le dejaban extenuado. Soltó las llaves en el recibidor y saludó a su perra Senda que rápidamente acudió a la puerta a recibirle.
—Hola, preciosa ¿me echaste de menos?
El animal, feliz por la llegada de su dueño, saltaba como un descosido a su alrededor, haciéndole reír.
—Vale... vale... para ya. Ahora vendrá Andrés a sacarte. Estoy agotado para pasear contigo.
Tras conseguir que la perra se calmara, se encaminó hacia la cocina. Una vez allí cogió un vaso y la leche y se sirvió café de la cafetera. Sacó unas magdalenas y se sentó en la mesa. Necesitaba comer algo. Después se ducharía y se acostaría. Cuando terminó, metió la taza en el lavavajillas y cuando salía de la cocina se quitó la camiseta, quedándose desnudo de cintura para arriba. De pronto sonó el timbre de la puerta. Seguro que era Andrés, el muchacho al que pagaba para que sacara a Senda los días que él no estaba. Siempre llamaba antes de entrar, por lo que Sebastián continuó su camino. Andrés tenía llave y entraría para coger a la perra. Pero no. No entró y el timbre volvió a llamar con más insistencia.
—¿Quién es?—preguntó Juan apoyado en la pared con el telefonillo en la mano.
Al escuchar su voz Eiza, inexplicablemente, se paralizo. !Era el! Miro a ambos lados de la calle y susurro:
—Soy Eiza.
Apoyado en la pared y con el telefonillo en la mano volvió a preguntar.
—Perdona pero no he oído bien. ¿Quién eres?
—Eiza...
—¿Quién?
—Anna Reyna —bramó enfurecida—. Abre ya la maldita puerta.
Ahora el sorprendido era él. ¿Anna Reyna? ¿Qué hacía aquella mujer en su casa? Apretó el botón de entrada y oyó cómo la puerta de fuera se abría y se cerraba mientras bajaba los escalones de cuatro en cuatro. Sin perder el tiempo abrió la puerta de la calle. Ella entró como un vendaval, mirándole parapetada tras sus enormes gafas negras y su gorra.
—Nunca pensé que pudieras ser tan desagradecido. Te estuve esperando hasta Dios sabe cuándo y casi no he dormido, cuando para mí dormir las horas necesarias es una obligación. ¿Por qué no viniste?
Sebastián se quedó boquiabierto. Efectivamente aquella mujer era quien decía, pero la sorpresa fue tal que apenas pudo articular palabra. ¿Qué hacía aquella mujer en su casa? ¿En Sigüenza?
Ella, a diferencia de él, no paraba de moverse y de hablar. Parecía que alguien le hubiera puesto pilas hasta que, finalmente, cuando sintió que este cerraba la puerta se calló.
—¿Se puede saber qué haces tú aquí?
Escuchar aquel tono grave de voz hizo que ella se paralizara y se sintiera pequeñita ante aquel gigante, pero clavando su mirada en su torso desnudo murmuró en un hilo de voz:
—No... no lo sé. Solo sé que ayer te envié una nota desde el Castillo invitándote a cenar y...
—¿Me la enviaste tú?—cortó él al recordar la invitación de la suite 4e.
—Pues claro, ¿quién creías que te invitaba?
Sorprendido como en su vida, y sin entender que hacia aquella actriz de Hollywood en el salón de su casa, respondió mofándose de ella:
—Sinceramente cualquiera de mis amigas, pero nunca la estrellita.
La visión de Juan desnudo de cintura para arriba y con los vaqueros caídos en la cintura y el primer botón desabrochado hizo que a ella se le resecara la garganta. Dios mío... qué sexy pensó incapaz de despegar su mirada de él. El tatuaje de su brazo derecho, unido al oscuro tono de su piel, la excitó. Los hombres con los que solía estar eran modelos o actores, todos hombres guapos y fuertes. Pero su cuerpo fibroso y poderoso, y la sensualidad que desprendía, nada tenían que ver con lo que ella conocía. Sin apenas moverse de su sitio, Sebastián se cruzó de brazos y con gesto indescifrable volvió a interrogar a la joven que no le quitaba ojo de encima.
—¿Me puedes decir qué haces en mi casa?
Tragando el nudo de emociones que se le habían agolpado en la garganta, Eiza se quitó las gafas para dejar al descubierto sus impresionantes ojos azules.
—Yo... bueno... el caso es que... es que...
—¿Es que qué?—exigió Sebastián.
Aturdida por lo que aquel hombre con solo su presencia le hacía sentir, finalmente murmuró consciente de lo ridícula que era la situación:
—Quería saber porque no me saludaste el otro día cuando nos vimos.
—¿Que nos vimos? ¿Cuándo?
Abriendo la boca para protestar, ella cambió el peso de una pierna a otra y respondió.
—En el Ritz, o acaso me vas a decir que tú no eras el poli vestido de negro que me dio agua y habló conmigo.
Sebastián no respondió. Una de las primeras normas de su trabajo era no revelar a gente ajena a su círculo su específica profesión.
—No sé de qué hablas.
—Por favor... —se mofó esta—, eso no te lo crees ni tú. Sé que eras tú y no puedes negármelo.
—Quizás te estás equivocando de persona —respondió admirando en vivo y en directo a la joven que un día conoció y que en la actualidad era una de las actrices mejor pagadas de Hollywood.
—No. No me equivoco. Sé lo que digo ¿Y sabes por qué lo sé?
Divertido por como ella le señalaba preguntó:
—¿Por qué lo sabes?
—Porque solo ha habido dos personas en mi vida que se refirieran a mí de una determinada manera. Una fue mi abuela, y la otra fuiste tú.
Maldita sea. Lo oyó pensó mientras disfrutaba de la visión que ella le ofrecía. Vestida así, con vaqueros y abrigo largo podría pasar por una joven cualquiera. Aunque cuando le mirabas el rostro todo cambiaba. Aquella cara, aquellos espectaculares ojos celestes y el pelo rubio que ocultaba bajo su gorra la hacían inconfundible. Había salido en demasiadas películas y series de televisión como para pasar desapercibida.
—Creo que tu subconsciente te traicionó.
Eiza fue a responder cuando sintió que algo le rozaba las piernas. Al bajar la mirada y ver el enorme perro, en lugar de asustarse, le tocó la cabeza y sonrió. Senda rápidamente movió el rabo feliz y se sentó a su lado. Sebastián, todavía como en una nube, las observó. Su exmujer y su perra mirándose con gesto de aprobación.
¿Qué narices está pasando aquí? pensó malhumorado y tras llamar a la perra y sacarla al patio dijo mirando a la muchacha que continuaba parada en la entrada:
—Necesito un café para despejarme. Si quieres uno sígueme.
Con la tensión a mil, la chica le siguió sin poder dejar de admirar aquella espalda ancha y morena y aquel perfecto trasero que bajo sus Levi´s desteñidos parecía de acero. Una vez llegaron a la cocina Eiza se sorprendió al verla impoluta. Era una cocina en blanco y azul, limpia y ordenada.
—¿Solo o con leche?—preguntó al verla mirar a su alrededor.
—Con leche desnatada,
Levantando una ceja Sebastián la miró y dijo con dureza.
—No tengo leche desnatada. Solo leche normal y corriente. ¿Te vale o no?
Molesta por su tono ella le miró y asintió.
—Por supuesto que me vale.
Tras servir los cafés, Sebastián apoyó la cadera en la encimera.
—¿Eiza o Anna?
—Eiza
—Muy bien, Eiza. ¿Cómo has conseguido mi dirección? Si mal no recuerdo la dirección que le di al abogado de tu papito hace años era la de mi padre.
Avergonzada por tener que contestar, intentó desviar la atención quitándose la gorra para liberar su pelo rubio.
—Uf... ¡qué calor!—dijo distraída.
Sin darle tregua y queriendo saber que era lo que ella sabía de él insistió:
—Te he preguntado algo y espero una respuesta.
—Tengo mis métodos—susurró dando un trago a su café.
Molesto por aquello, observó cómo sus ondas rubias caían sobre sus hombros de forma sedosa y sensual.
—¿Me has estado investigando?
—No.
—¿Entonces cómo sabes dónde vivo?
— Bueno... es que...
Sebastián acorralándola para que dijera la verdad insistió con cara de pocos amigos.
—Llevo razón en lo que digo, ¿verdad?
—No...bueno sí... bueno no... A ver, no es lo que parece —respondió ella mientras se cogía un mechón de pelo y lo retorcía con un dedo—. Yo solo quería saber por qué no me saludaste el otro día. Sé que eras tú y...
Se oyó de nuevo el pitido de la puerta.
Andrés pensó Sebastián. Y antes de que pudiera reaccionar, oyó su voz en el patio de la casa llamando a la perra.
—Senda, preciosa ¡vamos a pasear!
Eiza al escuchar aquella voz cercana miro alertada a ambos lados y susurro nerviosa:
—¿Quién es? ¿Quién habla?
—Es Andrés.
Dejándole boquiabierto se levantó y agachándose detrás de la puerta de la cocina murmuró:
—Por favor... no puede verme. Si alguien me ve y me reconoce, la prensa vendrá y...
Sebastián cogió la correa de Senda y abriendo la puerta corredera de la cocina saludó a aquel antes de que entrara en la casa.
—Hola Andrés.
El muchacho, un chico del pueblo con una minusvalía física al andar, sonrió al verle.
—Hola Sebastián. He visto el coche aparcado y no sabía si querías que la sacara hoy o no.
—Sí... sácala. Acabo de llegar de trabajar y estoy agotado.
Andrés, que adoraba a Sebastián, preguntó:
—¿Ha sido una noche dura?
—Sí. Aunque más dura está siendo la mañana, te lo puedo asegurar —murmuró mirando hacia el interior de la cocina.
El joven cogió la correa de la perra.
—¿Quieres que la traiga de nuevo aquí o la dejo en casa de tu padre?
Tras pensarlo durante unos segundos Sebastián respondió:
—Llévala donde mi padre. Dile que iré a recoger a Senda allí y que comeré con él y el abuelo.
—De acuerdo. ¡Vamos Senda!
La perra encantada de salir a la calle, se dejó sujetar por el joven. Dos minutos después, este salía del jardín y Sebastián entraba de nuevo en la cocina y cerraba la puerta.
—Ya puedes salir estrellita. Nadie va a verte—dijo mirando hacia la puerta.
Como si de una niña se tratara, Eiza asomó la cabeza y, al comprobar que estaban solos, se levantó y volvió a sentarse a la mesa. Después cogió su café y tras dar un trago preguntó:
—¿Tienes un cigarrillo?
—No. No fumo y tú tampoco deberías, no es bueno para la salud.
Aquel comentario hizo que ambos se relajaran. Sebastián aún estaba sorprendido por tener a la actriz Anna Reyna en su cocina. Aquello era surrealista. Si sus amigos, especialmente Carlos, se  enteraban de que ella había estado en su casa, se pondrían insoportables. Por ello, dijo con determinación:
—Creo que ha llegado el momento de que te vayas. Ha sido un placer volver a verte después de tantos años, pero adiós.
—¿Me estás echando de tu casa? —preguntó sorprendida.
—Sí.
Molesta por su falta de consideración y dado que no estaba acostumbrada a aquel trato le miró recelosa.
—¿Sabes que nadie me ha echado nunca de su casa?
—Alguna tenía que ser la primera y mira ¡he sido yo!—respondió él cruzándose de brazos.
—¿Cómo puedes ser tan imbécil?
—Contigo no es difícil —respondió dejándola boquiabierta. Es más, te agradecería que desaparecieras cuanto antes de mi entorno. No quiero tener nada que ver contigo, ni con tu fama. Mi vida es muy tranquila y adoro el anonimato.
—¿Crees que yo voy a perjudicarte? Pero si tú eres un don nadie y...
Sebastian con gesto serio la cortó y respondió con rotundidad.
—No. No me vas a perjudicar porque no tengo nada que ver contigo. Mira guapa, no sé, ni me interesa saber qué haces aquí. Pero lo que sí sé es que tenerte cerca lo único que puede traerme son problemas. Efectivamente soy el que tú crees, ¡Bingo!, pero lo que ocurrió entre tú y yo fue un error de juventud y nada más, algo que, hoy por hoy, no quiero que me arruine mi tranquila vida, ¿lo entiendes? Por lo tanto ponte la gorra, tus preciosas gafas de Gucci, sal de mi casa y espero que te vayas a tu maravilloso Hollywood donde tu papito seguro que te dará todos los caprichos que un don nadie como yo no va a darte. Aléjate de mí, de mi entorno y de mi vida, ¿me has entendido?
Nadie le había hablado con tanto desprecio en su vida. Nadie se atrevía a decirle a Anna Reyna lo que tenía o no tenía que hacer. Levantándose de su silla clavo sus azulados ojos en el hombre que la estaba tratando como a una delincuente y gruñó:
—Te recordaba más amable, siempre pensé que tú eras diferente.
—En tu caso pensar no es bueno—se mofó Sebastián.
Acercándose a él hasta absorber el olor de su piel siseó:
—¡Imbécil! Idiota. Eres un... un... ¡patán!
Con aire divertido, Sebastián miró hacia abajo y tuvo que contener las ganas de reír que le provocaba la situación.
—Gracias... no lo sabía—acertó a decir.
Enfadada al ver que él no se enojaba, sino que, parecía estar consiguiendo el efecto contrario, gritó:
—Te diría cosas peores pero no me gusta blasfemar, por lo tanto, mejor me callo o te juro que yo... que yo...
—Fuera de mi casa, canija —dijo arrastrando a propósito la última palabra.
Dándose la vuelta furiosa como nunca en su vida lo había estado agarró las gafas.
—Por supuesto que me voy de tu casa. Pero de ahí a que haga lo que tú me has dicho va un mundo.
Estoy de vacaciones y me quedaré aquí o donde me dé la gana el tiempo que quiera, y tranquilo, no voy a interferir en tu vida. Simplemente quiero descansar un tiempo y este lugar es tan maravilloso como otro cualquiera para ello. —Caminó con brío hacia la puerta, pero se dio la vuelta para volver junto a él y vociferó—: Recuerda, no nos conocemos de nada. No quiero tener nada que ver contigo y si me ves ¡ni me saludes!
—Tranquila, creo que podré soportarlo—asintió sonriendo apoyado en el quicio de la puerta.
Fuera de sus casillas, Eiza quiso patearle el culo. Se paró ante un espejo y mientras se colocaba la gorra ocultando su pelo en el interior vio a través del cristal la sonrisa De Sebastián y su gesto. Aquello la encendió, y aún más al comprobar que le estaba mirando el trasero.
—¿Quieres dejar de mirarme así?
—No. Estoy en mi casa y en mi casa miro, digo y hago lo que quiero.
—Pues como la última palabra siempre la digo yo ¡no me mires o tendrás problemas! —gritó ella.
Aquel comentario le hizo sonreír aún más y en tono joco so murmuró:
—Oh... que miedo me das.
Deseosa de cruzarle la cara, fue hasta él para golpearle. Levantó la mano pero paró en seco cuando le oyó susurrar sin moverse de su sitio.
—Atrévete.
Resoplando como un toro, Eiza se dio la vuelta, se dirigió hacia la puerta de la calle y la abrió.
—No des un portazo—le escuchó decir.
Pero, directamente, lo dio. Dio el portazo de su vida y suspiró satisfecha hasta que instantes después escuchó su risa, eso volvió a encenderla.
—¡Vete al demonio!—gritó malhumorada.

A grandes zancadas fue hasta su coche e intentando no perderse y siguiendo las instrucciones que veía por el camino llegó hasta el parador de Sigüenza donde entró como un vendaval en la habitación de su primo. El día, definitivamente, no había comenzado bien.

"MI VERDADERO AMOR"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora