Capítulo I Abismos en el mar

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Después de su destierro los días pasaron y con ellos las noches, fueron tantas que el elfo de cabellos rojizos había perdido la cuenta. En búsqueda de secretos para terminar complejos estudios, sus pies lo condujeron a los lindes del país de las hadas y, semanas más tarde, al reino de los magos del este.

Ellos fueron quienes le dieron a Kénzon Inaldín aquella moneda. Según las leyendas, esa insignificante pieza de oro que sostenía en sus manos abriría en medio del mar un portal que lo conduciría hacia el continente perdido de Hêrion, en donde se encontraba el ingrediente tan anhelado que completaría el suero de la inmortalidad.

Si la utilizaba, quizás jamás podría regresar a Nílindor, si no lo hacía, por siempre se quedaría con la incertidumbre y sus experimentos frustrados.

Estaba sumido en sus pensamientos cuando sintió a su corazón palpitar, demostrándole que aún había vida en sus sueños, que debía perder el miedo y lanzarse a lo desconocido. 

La fe nunca lo abandonaba, él creía en la magia.

Decidido, viajó a los golfos de los Montes de Ceniza, y la bruma nocturna lo sorprendió en el camino. Moviéndose como fantasma, vagó por las sombras del muelle, intentando pasar desapercibido entre los marinos borrachos, quienes bebían y lanzaban risas socarronas al costado de sus embarcaciones.

En medio de la niebla Halló a Niall, un joven pirata infame y presuntuoso, que no dudó en cambiar su vieja nave por un pequeño costal de diamantes. Kénzon sacrificó todo lo que había ganado rondando por los pueblos practicando encantamientos, pero no le importó, quizás moriría, y en el sexto plano del infierno donde los dioses lo enviarían, no podría llevarse las piedras preciosas.

El bajel izó la vela, levó anclas y partió guiado por un capitán ebrio y una tripulación de cuatro proscritos que solamente deseaban escapar de aquellas costas...

***

La siniestra soledad del océano los encontró en medio de la niebla que se enroscaba en el mástil, los aparejos y en los brazos de los marineros, quienes unieron fuerzas para impulsar la nave.

Remaron toda la noche, la mañana y parte de la tarde. Remaron con sed, hambre y cansancio. El agua y el viento los acompañaron toda la primavera con gran templanza y, navegando por océanos etéreos perdieron la paciencia, la cordura junto con las provisiones.

Frustrado, Kénzon apretó en su puño la moneda y la arrojó por la borda. ¡Los magos lo habían engañado! no existía nada más que desiertos acuosos al norte de Nílindor.

Fue entonces cuando un gran vendaval se levantó, formando un torbellino en medio del mar. La tripulación tuvo miedo e intentó virar la embarcación, pero la tempestad creció tanto que su terrible furia amenazó con partir el navío. La neblina los abrazó y la lluvia no se hizo esperar, los viejos cascos endebles se abrieron por la popa, a un metro bajo el agua tras las violentas vibraciones. Kénzon le quitó la capa a uno de los hombres e intentó cubrir el agujero, pero lentamente se hundían. Sus compañeros, en un acto de desesperación arrojaron objetos insignificantes por la borda, pero a pesar de todo esfuerzo, el desmesurado oleaje los echó a las profundidades de los mares embravecidos.

Las corrientes los rodearon y las ondas liquidas pasaron sobre ellos. Kénzon braceó en dirección a los restos del navío, pero el mástil del mismo cayó partido en pedazos y sus restos, traspasaron la garganta de un marino que no logró esquivarlo. Las anclas se elevaron con la marea e inesperadamente, una de ellas, se incrustó en la carne de otro de sus compañeros.

El agua se tiñó de carmesí al tiempo que los huesos del capitán crujieron al chocar contra las rocas. El aprendiz de magia se aferró a una madera flotante y desde allí contempló como  una especie de algas marinas se enredaban y retorcían los cuerpos de sus dos compañeros restantes, hundiéndolos sin piedad.

Kénzon se estremeció, experimentó el pánico y se dio por muerto cuando una ola de colosal tamaño lo tragó...

***

Al recuperar la conciencia, el elfo escuchó a las gaviotas clamando en el cielo y, más allá, a las olas rompiéndose sonoras sobre las costas. Tosió, escupió agua y notó que todo en su cabeza giraba. Sus perceptivos oídos captaron extrañas voces dialogando en aquellas lenguas que por tantos años había estudiado en el Valle de Mindáwint. Incrédulo, se sacudió e intentó ponerse de pie, inútilmente, no tenía fuerzas y sus miembros estaban entumecidos. Febril  se arrastró hollando la blanca arena; pero el paisaje se difuminó a su alrededor, el cielo lo aplastó, y nada más oyó en aquella jornada confusa.  

Kénzon e Irellia                 By Daniela Suarez & Leonor ÑañezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora