Capítulo IX: Los Guardianes del Árbol

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Sin más demora, Kénzon le dejó a cargo a Irellia sus pertenencias y comenzó a escalar la estructura rocosa para alcanzar el árbol mágico. Estaba seguro que una de sus hojas de agua era el ingrediente que le faltaba a su pócima. No podía razonarlo, pero su corazón le indicaba que debía arriesgarse a probar suerte. Conseguiría mucho más de lo esperado en aquella misión. Ágilmente, el elfo coordinó sus pies y manos para trepar, su andar era tan ligero que no parecía requerirle esfuerzo alguno. La joven quedó admirada por la destreza física de aquel muchacho de contextura más bien delgada.

Kénzon pasó por debajo de un hilo de agua y, sujetándose a un saliente rocoso, con un fuerte envión logró asirse de una de las gruesas raíces que caían al vacío. El tronco del árbol era tan vasto que se necesitaban varias personas para poder rodearlo por completo. Cuando llegó a la base, respiró hondo, flexionó sus miembros, bajó la mirada en busca de Irellia para corroborar que ella estuviera bien y entonces continuó trepando, esta vez por el madero. Tras unos instantes, logró llegar a la unión entre dos nudosas ramas, se deslizó por ellas, caminando cuidadosamente como un equilibrista de feria sobre una delgada cuerda. Finalmente, estiró lo más que pudo su brazo derecho, mientras con el otro se sujetaba con fuerza a otra rama y, cuando sus dedos acariciaron una de las hojas de lágrimas, sintió que las voces contenidas dentro se elevaban en su canto de manera alarmante, como queriendo advertirle del sacrilegio que estaba por cometer. Kénzon desistió por un momento de su empresa y se tapó los oídos. Una vez las voces cesaron, retomó con empeño su objetivo. Esta vez, se prometió, no cejaría tan fácilmente.

Debajo, Irellia sostenía a su gata y se paseaba nerviosa de un lado a otro. Una inverosímil brisa acarició sus sonrojadas mejillas y agitó sus cabellos ondulados. Algo no estaba bien pero su mente no podía razonar correctamente. Su corazón palpitaba observando el escalar del elfo y fue allí, al divisar cómo la figura del muchacho se estiraba para tomar una de las hojas, que escuchó un terrible lamento. El mismo era tan terrorífico que le erizó la piel y la obligó a sujetar con temor a Cleo. Aquellas voces parecían provenir del árbol mismo, o más específicamente de las hojas en forma de lágrimas que pendían de las finas ramas. ¿Cómo era posible? ¿Acaso serían más que lágrimas? ¿Contendrían, tal vez, almas en pena, encarceladas dentro de celdas cristalinas? Irellia sacudió su cabeza para despejar tan macabros pensamientos aunque no pudo descartarlos del todo. Enfocó sus claros ojos en el intrépido elfo y descubrió que al fin había logrado arrancar una de las tan codiciadas hojas.

En el preciso instante en que él emprendía el descenso, el tronco del árbol comenzó a resquebrajarse, temblar y cuartearse justo en su centro, formando un cinto alrededor de su extenso diámetro.

—¡Kénzon! ¡Baja ya! Algo está sucediendo...algo malo —gritó desesperada, al contemplar que se abrían unas compuertas en la madera, dejando entrever como unos ojos brillantes y rojizos, se despertaban desde el interior.

El elfo también se había percatado del estremecedor movimiento del árbol por lo que buscó prestamente bajar y ponerse a salvo. Sin embargo, al llegar a la altura de las compuertas recién abiertas en el centro del tronco, grande fue su sorpresa al quedar cara a cara con los decrépitos habitantes de su interior. Sin poder evitarlo, él perdió el equilibrio y cayó sobre las raíces rebotando hasta dar de lleno sobre el lago, cerca de Irellia.

—¡Corre! —llegó a exigirle el joven pero fue demasiado tarde. Desde el interior de los habitáculos en el árbol, descendieron enérgicos, cuatro guerreros enanos del linaje de los habitantes de las montañas Cristales Azules. Por el estado en descomposición de sus cuerpos y olor nauseabundo que despedían, el polvo en sus desgastadas y opacas armaduras, sumado al óxido de las armas que portaban, debían haber perecido hacía bastante tiempo atrás.

Kénzon e Irellia                 By Daniela Suarez & Leonor ÑañezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora