Capítulo VIII: El Islote Mágico

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Tras unos minutos, los osados exploradores emergieron de la cristalina laguna y observaron anonadados el espectáculo que les ofrecía la fulgurante caverna. De la bóveda rocosa caían, cual lágrimas etéreas, estalactitas azules y purpúreas, formando arcos mágicos que recorrían la cúpula de un extremo al otro. Las piedras preciosas incrustadas en las paredes se distribuían al azar, como constelaciones de estrellas dispersas en aquel universo subterráneo.

En el centro, se elevaba majestuoso un inmenso islote, semejante a un iceberg que ha sido levantado de las profundidades del océano. Pequeños terrones se desprendían del mismo, al tiempo que unos hilos de agua recorrían su geografía hasta desembocar en la laguna. Las cascadas cambiaban de color al ritmo de unas extrañas pulsaciones emitidas por la caverna misma; al principio tenían tonalidades rosadas, luego blanquecinas, para rotar a los ocres y terminar en tonos verdosos. Kénzon e Irellia se apresuraron a cerrar sus bocas ante el maravilloso espectáculo y buscaron el camino para llegar al terreno flotante. Nadando, se toparon con unos escalones que, extrañamente, estaban suspendidos en el aire y desde el agua llegaban hasta la orilla del islote. Al tiempo que ascendían, Kénzon suspendió el encantamiento de la burbuja que mantenía a Cleo a salvo del agua, y la atajó a tiempo en el aire antes de que se diera un inesperado chapuzón. La gata gruñó consternada y buscó refugio en los brazos de Irellia. La joven estaba ensimismada escurriendo los pliegues de su toga pero recibió con una sonrisa a la ofuscada felina.

—Debemos seguir hasta alcanzar la orilla. Presumo que nos encontraremos con alguna que otra sorpresa por lo que es mejor estar atentos —advirtió el elfo.

Irellia simplemente asintió un poco atemorizada, deseando en el fondo poder tomar nota cuanto antes de todo lo que estaba siendo testigo en esos momentos.

Los escalones estaban separados unos de otros y tras cada pisada, a medida que iban ganando altura, Irellia comenzó a sentirse mareada, pues entre dichos espacios podía divisar las cristalinas aguas debajo y quería evitar otra zambullida ya que su cuerpo temblaba involuntariamente de frío.

—Esto es simplemente maravilloso, aún me cuesta creer que ustedes no tuvieran la más remota idea de toda la infraestructura que yace bajo la capital —el elfo volvió su figura ágilmente hacia Irellia mientras seguía avanzando y allí se dio cuenta que la joven estaba paralizada unos escalones detrás y los escalofríos recorrían su frágil anatomía sin piedad.

Ella se abrazaba con firmeza a su mascota, la gata intentaba darle algo de calor, pero no lo lograba. Kénzon retrocedió, extendió su mano y le urgió a que avanzara con confianza.

—Solo unos cuantos escalones más. Cuando lleguemos al borde del islote podremos buscar un rincón donde descansar, comer y reponernos. Prometo que mi abrazo será tan cálido como para evaporar las gélidas gotas de agua que estorban tu hermosa figura, sin embargo no aseguro poder separarme de ti una vez te recuperes.

—Si- si- siempre tie- tie- nes algo que de-decir que sea ama –ammmable —tartamudeó Irellia y sus mejillas se tornaron rosadas como los pétalos de una flor.

—Si supieras lo que mis ojos ven cuando te miran entenderías mejor a mi corazón y su irrefrenable necesidad de congraciarse contigo.

La joven tomó la mano del elfo y juntos llegaron a destino. Una vez que pusieron pie sobre el terreno, nuevamente quedaron estupefactos ante lo que observaban a través de sus pupilas bien abiertas. Ante ellos, se presentaban una seguidilla de columnas altísimas, una al lado de la otra, que se unían entre sí por medio de arcos formados por frondosas y floridas enredaderas. Rodeaban todo el islote y, tras pasar bajo ellas, un exuberante jardín les daba la bienvenida. A simple viste parecía que reinaba un caos de colores, vegetación, rocas y pequeñas construcciones como bancos, hamacas y glorietas, pero, desde una altura estratégica, todo formaba una bella figura, como un tapiz que solo puede apreciarse desde lejos. Diminutos senderos serpenteaban entre la espesa vegetación, los arbustos parecían haber sido podados con diversas figuras, aunque ahora algunas ramas crecidas y otras secas desvirtuaban el propósito original. Unos farolillos colgaban de las ramas más bajas de los árboles de corteza dorada, al tiempo que hilillos de agua diáfana arrullaba a los recién llegados. Los dos exploradores buscaron un rincón bajo una glorieta formada por las ramas de un hermoso árbol de hojas anaranjadas, entrelazadas con una enredadera trepadora de flores amarillas, semejantes a trompetas. El interior estaba alfombrado por un grueso colchón de hojas secas. Se establecieron allí para recuperar fuerzas. Comieron algunos dátiles y frutas para finalmente terminar las últimas gotas de agua del odre que llevaban consigo.

—¿Podremos beber del agua de estos arroyos? —se preguntó en voz alta la rubia.

—No me arriesgaría, por las dudas —dijo Kénzon torciendo el gesto—. Pueden estar encantadas o envenenadas. ¡Imagínate si bebieras de ellas y te convirtieras en un pérfido gnomo! No podría mirarte a los ojos por más adoración que te profesara, mi joven doncella.

Irellia pareció espantada ante la idea de convertirse en lo que fuera que se refería Kénzon con "gnomo" y se alejó presurosa para volver a sentarse al lado de su acompañante.

Pasaron unos minutos hablando de Nílindor, el elfo le contaba con evidente pasión sobre sus aventuras y desventuras, amigos, sueños y ambiciones. Irellia lo escuchaba atenta, perdida en los esmerilados ojos del elfo. El joven la abrazó y atrajo contra su pecho, ella se dejó rodear por sus brazos dócilmente, sin saber por qué no podía negarse a tal accionar. Si su padre se enterara, seguramente la confinaría a limpiar las escaleras de las bibliotecas durante años.

—¿Te sientes mejor?

—Sí, mejor de lo que jamás me he sentido en mucho tiempo. Bueno, excepto aquella vez en que pasé de manera sobresaliente un examen con los maestros de la Academia —Irellia soltó una sonrisa pícara ante la cara de decepción del elfo. Sin embargo, éste tomó ventaja del momento y acercó sus labios a los de la joven. El tiempo pareció detenerse por unos instantes, los corazones de ambos jóvenes palpitaron desbocados, sus miradas se encontraron como dos estrellas fugaces que deambular por todo el universo colisionan y se funden en una sola luz. A lo lejos el lamento...

Unos quejidos hicieron que ambos despertaran del idílico momento. Con desgana, Kénzon desvió su mirada y buscó el origen de aquel llanto estremecedor. Aparentemente provenía del centro del jardín, bajaba como una suave brisa desde la parte más elevada del islote. La espesa flora no dejaba vislumbrar el lugar exacto, pero ambos decidieron reanudar el camino. Al tiempo que avanzaban pudieron observar de cerca los farolillos que colgaban de las ramas doradas. Grande fue la sorpresa cuando se dieron cuenta lo que contenían en su interior: a las verdaderas dueñas del jardín.

—No puedo creerlo —admitió en un susurro Kénzon— Son hadas.

—¿¡Hadas!? —exclamó Irellia dejando a su gata en el suelo para que explorara los alrededores.

La muchacha se puso en punta de pie para estudiar al diminuto ser que dormía profundamente dentro del farol. Desde su interior, brillaba una pálida luz rojiza y la silueta delgada y alargada, a pesar de no ser más grande que la palma de la mano de la joven, se destacaba fácilmente. Unas alas transparentes nacían de la espalda del hada que permanecía abrazada a sus rodillas y su rostro de niña dormida estaba vuelto hacia los curiosos espectadores.

—Oh, son tan tiernas... —dijo Irellia en un suspiro melancólico.

—Sí, bueno, cuando quieren. No debes confiarte demasiado de ellas.

Nuevamente sintieron aquel canto lastimero en el aire y continuaron por un sendero demarcado con lajas plateadas hasta que llegaron a un pequeño lago interno que era alimentado por hebras de agua clara que caían formando diversas cascadas. Rocas escalonadas formaban una plataforma natural donde se asentaba un descomunal árbol, cuyas raíces largas y gruesas colgaban despreocupadas, mientras que su copaba se elevaba en forma de abanico hasta casi tocar el techo de la caverna. Sus hojas eran algo asombrosas; transparentes con forma de gotas y despedían tonos azulados. La copa del extraño árbol se mecía al compás del lamento.

—Lo encontramos— dijo Kénzon—. El árbol de las lágrimas.


Kénzon e Irellia                 By Daniela Suarez & Leonor ÑañezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora