Capítulo VI: En las profundidades de Arcadia

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El golpeteo de los pies de Irellia y Kénzon, retumbaban en las profundidades de la tierra, mientras descendían en círculos por una larga escalera de piedra. Rodeados por retorcidas raíces de pinos cipreses y telas de arañas gigantescas, avanzaban esquivando resbaladizos trayectos cubiertos de verdín.

Los peldaños terminaban abruptamente frente a un largo pasillo en penumbras. Los fuegos de las antorchas apenas alumbraban aquel sórdido pasaje cubierto de tinieblas y pedruscos derrumbados.

El elfo miró de reojo a su compañera y la notó inquieta, acariciando la cabeza de Cleo, quien asomaba apenas del morral buscando un poco de oxígeno para sus pequeños pulmones.

—¡No temas! No hay nada de qué preocuparse —sonrió el muchacho, intentando animarla, pero antes de proseguir con su discurso de motivación, uno de sus pies tropezó con huesos humanos. El pelirrojo contuvo un grito, tragó saliva y se arrodilló frente al cadáver.

—¡ahora si tengo pánico! —susurró Irellia, inmóvil.

Kénzon desprendió una vieja espada herrumbrada de aquellos dedos cadavéricos, se colocó al frente de la marcha y siguió adelante, olfateando el aire.

Al doblar un recodo, peligrosas ráfagas de vientos provenientes del exterior los azotaron, algún fenómeno allí abajo intensificaba y alteraba la velocidad de las corrientes de aire. El osado guía entrelazó su brazo al de la chica, la envolvió bajo su capa, e intentó caminar por aquel sitio que los obligaba a retroceder.

Los exploradores lograron llegar hasta una enorme puerta y se abalanzaron inútilmente sobre ella. La misma se encontraba completamente cerrada, y los torbellinos de aire persistían empujándolos con violencia.

La felina saltó de su escondite en el morral de Irellia y se perdió detrás de unas rocas de obsidiana. Minutos más tarde, reapareció portando trozos desiguales de cuarzo y granito.

El animal arrojó de su boca los minerales, e impaciente comenzó a rasgar la enorme estructura.

La rubia, cómplice e inteligente, logró comprender lo que su amiga le contaba.

Sin perder tiempo deslizó el suave tacto de sus palmas sobre la piedra.

El estudiante de hechicería no entendió lo que buscaba, pero intentó ayudarla acercando la antorcha que amenazaba con apagarse de un momento a otro.

Acariciando el muro, Irellia encontró las dos ranuras donde encastraban a la perfección las piezas faltantes. La entrada se destrabó produciendo un sonido lastimero y en cuestión de segundos la doncella la movió, triunfante.

Grande fue su sorpresa al encontrar una puerta más pequeña, y otra más, y otra...

Un rugido retumbó a sus espaldas, bandadas de murciélagos alzaron vuelo, y gigantescos ojos dorados se encendieron en la negrura.

—¡Ahora si tengo pavor! Nada anda bien detrás, no es mi intención afligirte pero... ya viene... ya viene... ¡oh por los dioses de Nílindor! Está llegando, ¡Es horrendo!—gritó él muchacho histérico, alzando la vetusta espada.

Irellia abrió una puerta más, otra, y otra más pequeña. El juego no acababa y desesperaba al elfo, quien sudaba nervioso de pie frente al terror.

Una titánica sombra se deslizaba sigilosa, lamiéndose los afilados colmillos que emitían destellos blancuzcos y, a medida que se acercaba al ondeante resplandor, quien sostenía el mapa, pudo distinguir sus formas.

Kénzon e Irellia                 By Daniela Suarez & Leonor ÑañezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora