Capítulo II El náufrago

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Desde lejos, un reducido contingente divisó el amasijo de ropas húmedas junto a trozos de madera, vasijas rotas e incluso lo que habrían sido jirones de tela, quizás parte de las velas de un pequeño navío, bailando al son de las olas de la costa, a corta distancia del Puerto de Gláros.

Uno de sus miembros aceleró el paso, guiado más por la curiosidad de encontrar restos que le fueran de utilidad para futuras investigaciones, que por la compasión de encontrar supervivientes; al fin y al cabo, el Océano de Neronte a menudo arrojaba sobre las playas de Arcadia a marinos imprudentes, borrachos osados o aventureros inexpertos que aún no sabían que el mundo acababa allí, donde comenzaba el reino de los monstruos marinos. Cato se arremangó su larga sotana para poder caminar mejor sobre la arena húmeda, y aunque estaba molesto por las partículas que se metían entre sus callosos pies y las sandalias de cuero, no dudó en avanzar lo más aprisa que le permitía su cansino cuerpo, ajeno al ejercicio. Cuando llegó al lugar, descubrió con sorpresa que lo que había confundido por simples trapos mojados no era otra cosa que un hombre moribundo.

Se encontraba boca abajo, cubierto por una gruesa capa que le llegaba casi hasta los pies, y la capucha caía sobre una abundante cabellera rojiza, ocultando gran parte de sus rasgos. Cato esperó a que sus dos ayudantes lo alcanzaran y dieran vuelta sobre su espalda al náufrago.

—Definitivamente estaba borracho cuando decidió zarpar —comentó despectivamente uno de los asistentes más jóvenes del erudito.

—Con o sin copas de más, la poderosa tormenta de anoche podría haber hecho tambalear al más bravo de los marinos, muchacho. No puedes juzgar tan prontamente las circunstancias que lo han arrojado sobre nuestras costas —le reprochó Cato. Se acuclilló prestamente, corroboró que aún respiraba e impartió instrucciones para que sus pupilos improvisaran una camilla con los tablones del barco que se encontraban esparcidos por la orilla.

A pesar de no presentar más que un corte poco profundo en la frente, el joven tiritaba notablemente debido a la prolongada exposición a la intemperie. Las frías aguas del Neronte le habían aterido los miembros, su postura parecía rígida. Su rostro, pálido como el velo espectral de una luna moribunda. Una vez que lo colocaron sobre la litera emprendieron la marcha hacia el pueblo que recibía el nombre del puerto, Gláros. En el camino, Cato advirtió que el desmayado, era ciertamente un hombre joven, posiblemente de buena familia por sus ropas, aunque un tanto extrañas, si es que el náufrago pertenecía a algún clan del reino de Gwenndelyn, cuya gente portaba con orgullo sus cabelleras de color del fuego. Cato suspiró exhausto ante el sol poniente que anunciaba el fin de una jornada poco fructífera; a pesar de sus esfuerzos aún no había logrado encontrar el pergamino con el mapa de los antiguos túneles que conectaban varias ciudades aledañas con la capital del Reino. Su monarca, Malxós, aseguraba que su abuelo le había contado de travesuras cuando niño, recorriendo a espaldas de sus tutores, cientos de kilómetros entre una ciudad y otra por vía subterránea. Pero, ¿dónde estaban las entradas y salidas de las mismas? ¿Sería verdad que el Rey Hylas los había trazado junto con su amigo de aventuras y escondido en aquel pueblo costero del que provenía el plebeyo?

Al parecer, el informante se había ganado su paga por nada. O les había mentido, o ellos no eran nada buenos buscando.

La posada donde se hospedaban era humilde pero cómoda. Sin embargo, el dueño no les proporcionó un lecho extra por lo que uno de ellos tuvo que dormir en el suelo.

El delirio del malherido los mantuvo despiertos gran parte de la noche mientras Cato trataba de adivinar por los balbuceos palabras que indicaran el origen del muchacho. Cuando envió a sus ayudantes por un caldo caliente y paños limpios, al quitarle la capa al joven, notó algo extraño entre los mechones rojizos que aún estaban húmedos. Una protuberancia sobresalía de ambas orejas, extendiendo el cartílago de las mismas hasta terminar en una punta finamente redondeada. ¡Nunca había visto nada semejante! Quizás el muchacho padecía de alguna deformidad poco común, o eran consecuencia de una enfermedad desconocida. No se quedaría con los interrogantes martillando su cabeza, le preguntaría cuando despertara. Por el momento, aguardaría a que recobrara el conocimiento. Solo esperaba que sus pupilos no lo importunaran con burlas o comentarios hirientes. Finalmente, decidió colocarle una de sus capas extra que llevaba de viaje y tapó su cabeza con la capucha; de esa manera ocultaría disimuladamente aquellas orejas tan peculiares. Enseguida, los dos muchachos regresaron con los recados y le procuraron los cuidados necesarios hasta que al día siguiente debieron partir de regreso a Phyros. Cato caviló durante el viaje donde alojaría al convaleciente, pero al arribar a la capital, desvió directamente hacia su residencia. Afrontaría los gastos, el esfuerzo del cuidado e incluso los interrogantes de su familia. Tenía el pálpito de que el joven podría pagarle con creces sus molestias. Al menos, esperaba que no fuera un atolondrado.


Kénzon e Irellia                 By Daniela Suarez & Leonor ÑañezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora