17 de Septiembre

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Calle Ficticia, 1 

Bath 

17 de septiembre

Querido señor Harris:

Por una vez no me estoy clavando los azulejos en las piernas porque he cogido mi almohada antes de salir de puntillas de casa. La he puesto encima de la caja y me ha quedado bastante cómodo, aunque hay un poco de humedad. He debido de sudar en sueños, por lo auténtico que resultaba todo con la lluvia y los árboles y la mano desapareciendo. Apuesto a que usted está ya curtido en todo eso, así que tampoco hace falta que le venga yo a contar el miedo que daba. Probablemente usted tendrá pesadillas todo el rato, como por ejemplo cuando el guardia apaga la luz, apuesto a que usted se transporta de golpe al momento en que su mujer le contó la verdad. 

Tiene gracia pensar que su mujer no tuvo la culpa de que le condenaran a usted con la pena de muerte. Yo eso al principio no lo entendí. No se ofenda ni nada, pero lo de apuñalar a la mujer con la que uno lleva diez años casado suena muchísimo peor que lo de pegarle un tiro a la primera vecina a la que se le ocurre aparecer por allí con tartaletas de confitura porque es Navidad. Pero luego el artículo, que para su información lo encontré en Google, decía algo de un crimen pasional. Que cuando atacó a su esposa, usted no tenía la cabeza en su sitio. Que estaba ciego de rabia y se le calentaron tanto los cascos, tanto que apuesto a que no veía más que lo ligeros que los tenía su mujer, cosa que también encaja, porque así es como llaman a las mujeres que se han liado con otro. Ligeras de cascos.

Para los jueces estadounidenses, dejarse llevar por la rabia no es tan malo como matar a sangre fría. A la mañana siguiente, al ver que no le abría la puerta, su vecina se metió como una tromba en su casa. Si me pregunta, para mí eso es tener muy poca educación, pero supongo que su vecina aprendería la lección cuando una bala le voló la tapa de los sesos. Cargarse a un testigo potencial ya era mucha frialdad. De acuerdo con el jurado, usted sabía perfectamente lo que estaba haciendo en el momento de apretar el gatillo y cuando le dio de comer aquellas tartaletas a su perro. Se pasó usted tres días huyendo, pero el sentimiento de culpa fue más fuerte y se entregó.

A veces pienso que más me valdría a mí hacer eso mismo. Cada vez me resulta más difícil disimular ahora que he vuelto a empezar el instituto. Y ahora que también la madre de él está husmeando todo. Ahí estaba yo en clase de Lengua con mi teléfono en la mano, y, antes de que me lo diga, ya sé que habría sido mejor no estar echándole miraditas, pero estaba controlando la hora, esperando a que llegara la de comer para poder escaparme con Lauren. Nos hemos acostumbrado a ese plan de coger unos sándwiches y escondernos de los ojos curiosos en la sala de música, en este cuarto lleno de instrumentos de metal. Ella se sienta en la funda de una trompeta y yo me apoyo en la pared con los pies encima de un trombón y tampoco es que hablemos mucho, solo nos quejamos de que el pepino del sándwich está revenido y los tomates, duros, o de que el pollo está correoso.

Quedaban cinco minutos de clase de Lengua cuando el tiempo desapareció y un nombre lo reemplazó en la pantalla.

SANDRA SANDRA SANDRA

Mi teléfono se puso a moverse ruidosamente sobre el pupitre, dio un par de sacudidas y luego empezó a derrapar hacia el estuche.

SANDRA SANDRA SANDRA

—¿Todo bien, Zoe?

Pegué un brinco. Era la señora Macklin, volviéndose desde la pizarra. No fui capaz ni de asentir. Un chico con pecas se echó a reír.

—¡Cállate, Adam! —le gritó Lauren desde la otra punta de la clase, porque estábamos sentados por orden alfabético y no creo, señor Harris, que sea irse demasiado de la lengua decirle que el apellido de Lauren empieza por W y el mío por J. El chico cerró la boca, pero seguía con la sonrisa puesta. Había más gente sonriendo, dándose codazos y señalando hacia mí.

—¿Qué te pasa, Zoe? —me preguntó la señora Macklin mirándome por encima de las gafas con esos amables ojos azules suyos llenos de preocupación.

—Estoy bien —logré decir.

SANDRA SANDRA SANDRA SANDR...

Dejó un mensaje. Cuando sonó el timbre desaparecí en los lavabos de chicas sin darle a Lauren tiempo de preguntarme qué me pasaba. Con el corazón martilleándome, me desmoroné sobre el retrete, las imágenes me daban vueltas en la cabeza: policía y cárceles y monos de color naranja y juzgados y titulares de los periódicos que clamaban «¡CULPABLE!». Seguro que Sandra había descubierto la verdad de lo del 1 de mayo. El pánico me empezó por las puntas de los dedos y fue trepándome por los brazos hasta el pecho y de ahí directo al cuero cabelludo, empujándome las raíces del pelo.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó alguien dando un golpe en la puerta del retrete.

—Sí —grité, agarrando con manos temblorosas mi teléfono.

—Pues date prisa —dijo la chica, y yo asentí con la cabeza a pesar de que ella no me estaba viendo, y le di a la tecla para escuchar el mensaje, no fuera a ser que cambiase de opinión.

Hubo una pausa. Muy larga. Cerré los ojos. Por fin se oyó la voz de Sandra, apagada y ronca y llena de esas vacilaciones que hacían que las frases sonasen entrecortadas. Me pedía que fuera alguna vez a visitarla. Abrí un ojo. A ella le parecía que nos iba a venir muy bien a las dos. Abrí el otro. Me dijo que no pasaba un solo día sin que se preguntara qué tal me estaba yendo, y justo antes de colgar dijo que para ella sería muy importante que me dejara caer por allí de vez en cuando.

—En realidad nadie más... lo entiende, ¿a que no? La gente es que..., bueno, no tiene ni la menor idea. Ni que decir tiene que no le devolví la llamada; borré el mensaje y metí el teléfono en mi bolso lo más al fondo que pude, enterrándolo bajo los milenios de mi libro de Historia. Cuando me encontré con Lauren en la sala de música, ella me tendió un sándwich y se quedó mirándome, pero no me preguntó por qué no era capaz de comérmelo, solo comentó que el pollo estaba aún más correoso que de costumbre.

Se despide, 

Zoe


Nubes de KétchupDonde viven las historias. Descúbrelo ahora