Primera parte

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No es que sea el título más original del mundo pero esto no es ficción, sino la vida real, cosa que a mí me pilla un poco de nuevas. Normalmente escribo literatura fantástica y por si quiere saberlo, el mejor cuento que he escrito en mi vida es «Pelasio el Simpasio», y trata de un bicho peludo y azul que vive en una lata de judías con tomate en el fondo de la despensa de una familia. Lleva años ahí, pero un día a un niño que se llama Mod (su nombre de verdad es Dom, pero a él le gusta darles la vuelta a las cosas) le apetece una tostada con judías, así que abre la lata y la vuelca y Pelasio cae con un chof en una fuente para microondas.
Que conste, señor Harris, que no tengo ni idea de cuánto tiempo lleva usted escribiendo poemas, pero yo llevo queriendo ser escritora desde que me leí un libro de los Cinco la primera vez que tuve que hacer un comentario para el colegio. Cuatro estrellas y media sobre cinco le puse, porque el argumento estaba bien y al final encontraban el tesoro, pero ese personaje que se llamaba Jorge y que era poco menos que un imbécil travestido no paraba de hablar con su perro, así que le quité media estrella porque resultaba poco realista.
Ahora se ven un montón de estrellas por la ventana y todas ellas redondas y brillantes. Igual es que los alienígenas le están poniendo a la Tierra un montón de estrellas de puntuación, cosa que solo serviría para demostrar lo mucho que saben. Fuera está todo muy quieto, como si el mundo estuviera conteniendo el aliento mientras espera a que yo empiece con mi historia, y probablemente usted estará igual, así que aquí voy con ella.
Todo empezó hace un año con una llamada de teléfono inesperada. El pasado agosto tardé una semana entera en armarme de valor para preguntarle a mi madre si podía ir a una fiesta el sábado por la noche. Era una fiesta en una casa, pero no en cualquier casa, sino en la de Max Morgan, y todo el mundo estaba invitado a celebrar el fin del verano porque un par de días más tarde teníamos que volver al insti. Por desgracia había menos de un uno por ciento de probabilidades de que mi madre me dijera que sí, porque en esa época nunca me dejaba hacer nada, ni siquiera ir de compras con Lauren, porque le preocupaba que alguien me raptara y también que no hiciese los deberes.
En nuestra casa no había forma de escaquearse porque mi madre dejó su trabajo de abogada cuando Dot era pequeña. Era una niña enfermiza, siempre estaba entrando y saliendo del hospital, así que supongo que ocuparse de ella era ya un trabajo a jornada completa. Mi madre estaba en casa cuando yo me despertaba para preguntarme qué clases tenía ese día, y estaba cuando yo llegaba a casa para supervisar el trabajo que me hubieran mandado para esa tarde. El resto del tiempo se dedicaba a sus tareas. Con el tamaño que tiene, es difícil mantener la casa como los chorros, aunque no fueran del oro, pero mi madre se las apañaba ciñéndose a un horario estricto. Hasta mientras veía el telediario estaba doblando la colada y emparejando calcetines, y cuando se suponía que estaba en la bañera relajándose se ponía a pasarles un trapo a los grifos para dejarlos relucientes. También cocinaba mucho, y siempre con los mejores ingredientes. Los huevos tenían que ser camperos y las verduras tenían que ser ecológicas y la vaca tenía que haber vivido en el jardín del Edén o en algún lugar sin polución y sin químicos para que la carne no estuviera contaminada de nada que pudiera ponernos enfermos.
Espero que no le importe, señor Harris, pero busqué a su madre en Google (aunque no hubo suerte) para averiguar si era estricta, si le hacía esforzarse en el colegio y ser educado con los mayores y no meterse en problemas y comerse todas las verduras. Espero que no. Sería una lástima pensar que se ha pasado sus años de adolescente masticando brécol, ahora que está encerrado en una celda sin mucha libertad que digamos. Espero que haya hecho algunas locuras, como atreverse a echar a correr desnudo por el jardín de un vecino, que fue lo que pasó en la fiesta del catorce cumpleaños de Lauren después de que yo me fuera a casa más temprano. Cuando me lo contó Lauren en el instituto, puse mi cara habitual de «no me impresiona» para hacerle ver que yo era demasiado madura para esas cosas. Pero cuando la profesora de Historia nos dijo que paráramos de cuchichear y mirásemos la hoja que nos había dado, yo no veía a los judíos, sino solo un montón de tetas que rebotaban a la luz de la luna.
Yo estaba harta de perdérmelo todo. Harta de escuchar sus historias. Y me daba envidia, auténtica envidia, no tener yo también alguna que contar. Así que cuando me invitaron a la fiesta de Max, decidí preguntárselo a mi madre de manera que le fuese imposible decirme que no.
El sábado por la mañana me quedé tumbada en la cama tratando de encontrar la forma de plantear la cuestión antes de que empezara mi turno en la biblioteca, en la que ordeno los estantes por tres libras y media la hora. Fue entonces cuando empezó a sonar el teléfono. Por la voz de mi padre me di cuenta de que era algo serio, así que me levanté de la cama y bajé las escaleras en camisón, exactamente el mismo que llevo ahora, que para su información tiene flores rojas y negras y los puños de encaje. Al cabo de un instante, mi padre se metía en su BMW sin desayunar siquiera y mi madre corría tras él por el camino del jardín con el delantal puesto y unos guantes de fregar amarillos.
«Tampoco hace falta que salgas corriendo», dijo, y ahora, señor Harris, estamos empezando a hablar de conversaciones de verdad. Creo que se las voy a escribir bien para que le resulte más fácil leerlas. Claro que tampoco me acuerdo de todo lo que dijo cada uno, así que lo pongo un poco con mis propias palabras y saltándome algunas partes aburridas, como por ejemplo todo lo que tenga que ver con el tiempo que hacía.
-¿Qué pasa? -pregunté yo, parada en el porche probablemente con cara de preocupación. -Tómate por lo menos una rebanada de pan tostado, Simon. Mi padre sacudió la cabeza.
-Tenemos que irnos ya. No sabemos cuánto tiempo le queda. -¿Irnos? -preguntó mi madre. -Tú vienes también, ¿no? -Déjame que lo piense un minuto... -¡Puede que a él no le quede un minuto! Hay que darse prisa. -Si tú crees que debes ir, no te lo voy a impedir, pero yo me quedo aquí. Ya sabes lo que pienso de...-¿Qué pasa? -volví a preguntar. Más alto esta vez. Probablemente con más cara de preocupación.
Ellos ni se dieron cuenta.
Mi padre se frotó las sienes, haciendo círculos con los dedos entre los mechones de pelo gris. -¿Qué le voy a decir después de todo este tiempo? Mi madre torció el gesto.
-No tengo ni idea.
-¿De qué estáis hablando? -les pregunté.
-¿Tú crees que por lo menos me dejará entrar en su cuarto? -seguía mi padre.
-Por la pinta que tiene la cosa, no estará en situación de enterarse de si estás ahí o no -dijo mi madre.-¿Quién? -pregunté poniendo los pies en el camino.
-¡Las zapatillas! -me gritó mi madre.
Retrocedí hasta el porche y me limpié los pies en el felpudo. -¿Me va a contar alguien qué está pasando? Hubo una pausa. Una pausa larga. -Es el abuelo -dijo mi padre. -Le ha dado una embolia -dijo mi madre. -Ah -dije yo.
Tampoco es que fuera la reacción más solidaria del mundo, pero diré en mi descargo que hacía años que no veía al abuelo. Me acuerdo de la envidia que me dio la galleta que recibió mi padre durante la comunión cuando a nosotras mi madre no nos dejó acercarnos al altar en la iglesia del abuelo. Y me acuerdo de que estuve jugando con el libro de los cánticos, intentando pillarle a Soph los dedos con él y tarareando la música de Tiburón mientras el abuelo fruncía el ceño. Él tenía un jardín muy grande con girasoles gigantescos y una vez me construí una guarida en su garaje y él me regaló una botella de un refresco de limón sin gas para que se lo sirviera a mis muñecas. Pero luego un día hubo una pelea y ya nunca volvimos a visitarlo, y no estoy segura de lo que ocurrió, pero sí sé que nos fuimos de su casa sin haber ni comido. Como me rugía el estómago nos permitieron por una vez comer en el McDonald's y mi madre estaba demasiado alterada para impedirme que me pidiera un Big Mac y una extragrande de patatas fritas.
-¿De verdad te piensas quedar? -dijo mi padre. Mi madre se ajustó los guantes en las manos. -¿Quién va a cuidar a las niñas si no? -¡Yo! -dije de repente, porque se me acababa de ocurrir un plan-. Puedo hacerlo yo. Mi madre frunció el ceño. -Yo no estoy tan segura. -Tiene edad de sobra -dijo mi padre. -Pero y ¿si ocurre algún imprevisto? Mi padre levantó su teléfono. -Tengo esto.
-No sé... -Mi madre se mordió las mejillas por dentro y se quedó mirándome-. Y ¿qué pasa con tu trabajo de la biblioteca? Me encogí de hombros. -Los llamo sin más y les explico que hay una emergencia familiar. -Ya está -dijo mi padre-. Resuelto.
Un pájaro vino volando y se posó sobre el capó del coche. Un zorzal común. Nos quedamos mirándolo un instante, porque tenía un gusano en el pico, y luego mi padre miró a mi madre y mi madre miró a mi padre y el pájaro se marchó revoloteando mientras yo cruzaba los dedos a escondidas -Mira, en realidad creo que es mejor que me quede con las niñas -murmuró mi madre, sin mucha convicción-. Soph tiene que practicar sus escalas de piano, y no me importaría ayudar a Dot con sus...
-¡No las pongas como excusa, Jane! -dijo mi padre dándose un puñetazo en la pierna-. Es evidente que no quieres venir. Por lo menos ten las narices de admitirlo.
-¡Muy bien! Pero es por las dos partes, Simon. Tú y yo sabemos que tu padre prefiere que yo no vaya.-¡No estará en situación de enterarse de si estás ahí o no! -replicó mi padre mirando fijamente a
mi madre a los ojos. Era una táctica inteligente esa de repetirle sus propias palabras, y ella lo sabía. Con un suspiro de derrota, se volvió hacia la casa, quitándose los guantes.
-Como tú quieras, pero te advierto que no pienso ni acercarme a su cuarto -dijo antes de desaparecer por la puerta principal.
Mi padre apretó los dientes y comprobó su reloj. Yo me acerqué al coche, con los dedos todavía cruzados a la espalda.
-Entonces ¿tú crees que tardaréis en volver del hospital? Mi padre se rascó la nunca y suspiró. -Probablemente.
Sonreí con la más servicial de mis sonrisas.
-Bueno, pues no os preocupéis por nosotras. Estaremos bien. -Gracias, cariño
-Y si no volvéis a tiempo, no voy a la fiesta y ya está. Da lo mismo. O sea, Lauren se llevará una decepción, pero ya se le pasará -lo dije así mismo, tan como quien no quiere la cosa que mi padre podría pensar que ya me había puesto de acuerdo con mi madre. Tocó el claxon para meterle prisa. -¿A qué hora empieza esa fiesta?
-A las ocho -respondí, en un tono un poco más alto de lo normal.
-Para entonces ya habremos vuelto... o por lo menos eso espero. Te llevo en coche si quieres. -Genial -dije yo intentando aguantarme la sonrisa mientras corría a meterme en casa.
Por la tarde, mi madre llamó por teléfono para ponernos al tanto de que el abuelo estaba estable. Con voz amortiguada de hospital me dijo que nuestro padre lo estaba llevando muy bien y que podía sacar el solomillo del congelador para la cena, y yo sonreí porque precisamente el churrasco es lo que más me gusta. Todo estaba saliendo a la perfección, así que me preparé una bebida de naranja y limón con cubitos de hielo que tintineaban contra el cristal. Me pasé el resto del día en el jardín, escribiendo «Pelasio el Simpasio» al sol y rellenando el comedero de pájaros que había colgado de una rama de un árbol, cerca de la puerta de atrás. Los pájaros pasaban zumbando a su alrededor (una urraca a la que yo solía saludar, un pinzón que aterrizaba en el suelo, una golondrina que bajaba en picado hasta los arriates) y me pasé siglos contemplándolos, absurdamente feliz, porque los pájaros son lo mío y no es por presumir pero prácticamente podría decirse que me conozco todas las especies de Inglaterra.
En el jardín había cientos de dientes de león y he hecho un dibujo de uno por si acaso las malas hierbas son distintas o no hay malas hierbas de ningún tipo en el sitio donde usted vive. Me imagino Texas bastante seco, puede que hasta sea un desierto con espejismos, y apuesto a que usted ve toda esa arena dorada por su ventana y, señor Harris, tiene que ser una tortura a menos que a usted no le guste la playa.

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Arranqué un diente de león bien gordo y lo hice girar con los dedos mientras me dejaba caer sobre la hierba y apoyaba los pies encima de una maceta. El sol en el cielo tenía exactamente el mismo color que la flor de mi mano y estaban unidos los dos por un cálido rayo de luz amarilla. Entre ellos había un vínculo resplandeciente y ya, bueno, probablemente no fuera más que el sol que estaba empezando a quemarme los nudillos, pero por un instante me sentí como si el universo y yo estuviéramos conectados en un gigantesco dibujo de esos de unir los puntos. Todo tenía un sentido y todo resultaba lógico, como si de verdad hubiera alguien dibujando punto por punto mi vida. Alguien que no fuera mi hermana pequeña. -¿Te gusta?
Dot estaba de pie a mi lado con un vestido rosa y un libro de pasatiempos debajo del brazo, haciendo signos con las manos, porque es sorda. Nació así, por si se lo está usted preguntando. Entrecerré los ojos al ver el dibujo. No había unido los puntos por su orden, así que la mariposa que se suponía que tenía que remontarse hacia el cielo estaba más bien a punto de estrellarse contra los árboles. Me coloqué el diente de león detrás de la oreja. -Me encanta.
-¿Te gusta más que el chocolate? -Más aún -le dije por signos. -¿Más que... el helado?
Hice como si me lo estuviera pensando. -Bueno, según de qué sea el helado. Dot se dejó caer sobre sus rodillas regordetas. -¿De fresa?
-No se puede ni comparar. -¿De plátano? Negué con la cabeza. -Tampoco.
Dot soltó una risita y se acercó más.
-Pero ¿de verdad te gusta más que el de plátano? Le di un beso en la nariz.
-Más que cualquier sabor del mundo.
Dot tiró el libro de pasatiempos sobre la hierba y se tendió a mi lado, con la brisa soplándole en el largo pelo.
-Tienes un diente de león detrás de la oreja. -Ya lo sé. -¿Por qué? -Son mis flores preferidas -mentí. -¿Más que los narcisos?
-Más que todas las flores del universo entero -dije por signos, acortando las preguntas porque la puerta principal se había abierto y se oían pasos en el recibidor.
Me incorporé para sentarme, escuchando. Dot parecía desconcertada. -Mamá y papá -le expliqué.
Dot se puso de pie de un salto, pero algo en las voces de mis padres me hizo cogerle la mano y no dejarla correr a la cocina. Estaban discutiendo, se oía por la ventana abierta. Antes de que tuvieran ocasión de darse cuenta de que los estábamos oyendo, me agazapé detrás de un arbusto, con Dot a rastras. Ella se reía, pensando que era algún juego, mientras yo apartaba las hojas. Mi madre estampó una taza contra la encimera de la cocina. -¡No me puedo creer que hayas aceptado! -Y ¿qué se supone que tenía que hacer? Ella cerró de un golpe la válvula de la tetera. -¡Hablarlo conmigo! ¡Consultármelo! -¿Cómo te lo iba a consultar si ni siquiera estabas en el cuarto? -Eso no es excusa.
-Es su abuelo, Jane. Tiene derecho a verlas.
-¡No me vengas con eso! Llevan años sin saber nada de él.
-Razón de más para que ahora se vean un poco, antes de que sea demasiado tarde.
Vi que mi madre ponía cara de «ya estamos otra vez» mientras yo trataba de retener a Dot, que se retorcía en el intento de liberarse. Le hice un gesto severo con las cejas para que se callara. En la cocina, nuestra madre sacó una cucharilla del cajón y lo cerró con un golpe de cadera.
-Hace años que habíamos tomado una decisión sobre esto. Años. No vamos a volver sobre ello solo porque tu padre esté un poco... -¡Le ha dado una embolia! Mi madre tiró la cucharilla dentro de la taza. -¡Eso no cambia absolutamente nada! ¡Absolutamente nada! ¿Tú de parte de quién estás? -No quiero estar de parte de nadie, Jane. Ya no. Somos una familia.
-Eso díselo a tu... -empezó mi madre, pero justo en ese instante Dot me mordió en el dedo y se soltó y no hubo absolutamente nada que yo pudiera hacer al respecto. Salió corriendo todo lo rápido que pudo. Hizo dos volteretas laterales en la hierba y se le vieron las bragas porque el vestido se le cayó hasta los hombros, luego dio un salto y acabó en el suelo. Como nuestros padres se habían asomado a la ventana, Dot cogió un diente de león. Era el único que estaba blanco. Pomposo. Lleno de esas cositas tenues que parecen hadas muertas. El sol desapareció detrás de una nube mientras Dot soplaba con todas us fuerzas y el diente de león se volatilizaba, y voy a parar de escribir, señor Harris, porque aparte de que estoy cansada se me ha dormido la pierna izquierda.

Se despide, 

Zoe


Nubes de KétchupDonde viven las historias. Descúbrelo ahora