12 de Agosto

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Calle Ficticia, 1 

Bath 

12 de agosto

Querido señor Harris:
Supongo que si ha abierto usted esta carta, será porque está interesado en lo que tengo que decir. Se lo agradezco, pero tampoco le voy a dar demasiada importancia porque, seamos sinceros, se tiene que estar aburriendo en esa celda sin nada que hacer aparte de sus poemas, que por cierto son de verdad muy buenos, sobre todo el soneto sobre inyecciones letales. Los leí en su perfil y ese que habla del teatro me puso triste. Apuesto a que cuando Dorothy se metió por el camino de baldosas amarillas usted no tenía ni idea de que en cuarenta y ocho horas iba a cometer un asesinato. Tiene gracia que yo sea capaz de escribir eso casi sin pestañear. Sería distinto si yo no lo hubiera
hecho también. Antes no me habría acercado a usted ni de lejos, pero ahora estamos en el mismo barco. Exactamente el mismo. Usted mató a una persona de la que se suponía que estaba enamorado y yo maté a
una persona de la que se suponía que estaba enamorada, y los dos entendemos el dolor y el miedo la tristeza y el remordimiento y esos otros cien sentimientos que ni siquiera tienen nombre en toda la lengua inglesa. Todo el mundo piensa que estoy triste por su muerte, así que tampoco me hacen demasiadas preguntas
cuando me ven aparecer toda pálida y delgada, con bolsas debajo de los ojos y el pelo grasiento y hecho una plasta. Mi madre el otro día me obligó a ir a cortármelo. En la peluquería me quedé mirando a los otros clientes preguntándome cuántos de ellos tendrían un muerto en el armario, porque la monja dijo que nadie es perfecto y que todo el mundo tiene una parte buena y otra mala. Todo el mundo. Incluso gente que uno no se espera que tenga un lado oscuro, como por ejemplo Barack Obama o los presentadores de Blue Peter. Intento recordármelo a mí misma cuando el sentimiento de culpa se me agudiza tanto que no me deja dormir. Pero esta noche no me ha funcionado, así que aquí estoy de nuevo y con el mismo frío, pero esta vez he cogido la vieja chaqueta de mi padre para tapar la rendija de debajo de la puerta del cobertizo. No me acuerdo del nombre de la monja, pero tenía una de esas caras de pasa que todavía te las
puedes imaginar cuando eran uva porque en algún lugar por debajo de las arrugas hubo una vez algo bonito. Vino a mi instituto una semana antes de que se acabara el curso para darnos una charla sobre la
pena de muerte. Cuando hablaba, lo hacía con una voz callada con matices temblorosos, pero todo el mundo le prestaba absoluta atención. Hasta Adam. Normalmente echa la silla hacia atrás y se dedica a lanzarles tapas de bolígrafo a la cabeza a las chicas, pero aquel día pudimos quitarnos las capuchas
porque nadie estaba haciendo nada que no debiera, y nos quedamos todos mirando embobados a aquella señora mayor mientras nos hablaba de su trabajo por la abolición de la pena de muerte. Había hecho un montón de cosas. Peticiones y protestas y artículos en los periódicos y cartas para los criminales, que le habían respondido contándole todo tipo de cosas.
-¿Como sus crímenes y tal? -preguntó alguien.
La monja asintió.
-Algunas veces. Todo el mundo necesita que le escuchen.
Fue entonces cuando se me ocurrió la idea, allí mismo, en mitad de la clase de Enseñanza Religiosa, mientras la monja seguía soltando un montón de cosas de las que ni siquiera me acuerdo. Cuando llegué a casa, subí corriendo las escaleras hasta el estudio sin quitarme los zapatos, a pesar de que mi madre acababa de comprar unas alfombras de color beis. Encendí el ordenador, encontré una página web sobre el Corredor de la Muerte y marqué la casilla que decía «Sí, tengo más de dieciocho años». La mentira no hizo que se apagara el ordenador ni que saltara ninguna alarma. Me llevó directa a la base de datos de criminales que quieren escribirse con alguien y ahí estaba usted, señor Harris, el segundo empezando por la izquierda de la tercera fila de la cuarta página, como si estuviera esperando para oír mi historia.


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