Novena Parte

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—¡El ojo del anciano Lan! ¡Te creías que era eso!

—Cállate —le dije dándole con un globo, porque estábamos preparando las cosas para su fiesta.

Lauren no había decidido invitar a gente hasta esa misma mañana, cuando su madre le anunció que su novio había reservado un viaje sorpresa a Londres para pasar allí el fin de semana.

—Un plan subido de tono —me explicó por teléfono—. Se van para hacerlo en el Hilton.

Hinché un globo.

—¿Cuánta gente va a venir esta noche?

Lauren me cogió de la mano el globo, le hizo un nudo en la boquilla y lo lanzó al creciente montón.

—Ni idea. He invitado a todas las personas a las que conozco, así que espero que venga gente

suficiente. Mi hermano se lo ha dicho también a algunos amigos. —Me dio un codazo en las costillas—. Max ha dicho que iba a venir. —Y al ver que yo no respondía, dijo—: Estarás emocionada, ¿no?

—Sí. Sí, claro que sí —dije forzando una sonrisa, aunque estaba pensando en las docenas de mensajes que me había mandado él esas Navidades, aunque yo solo le había respondido a unos pocos. Los justos para no ser maleducada, aunque tenía que haber resultado evidente que estaba perdiendo el interés.

—¡Bien! Porque si tú no lo quieres, me lo quedo yo. En serio. El trimestre pasado oí a unas chicas hablando de ti en los lavabos y se ponían todas: «Dios, qué suerte tiene», y la Becky esa del cuello raro dijo que a ella le hacía tilín desde hace tres años, aunque lo lleva crudo, a menos que Max tenga algún tipo de fetichismo por los cisnes. —Esta vez sonreí de verdad—. Bueno, pues esto ya está —dijo Lauren cuando el último globo hubo volado hasta el montón—. Puedes ducharte tú primero. Ha llegado el momento de que te prepares para tu amorcito...

Y bueno, Stuart, probablemente te habrá extrañado que me dejaran ir a esa fiesta, pero es que mi madre no se había enterado de absolutamente nada. Me dejó quedarme a dormir en casa de Lauren porque le dije que íbamos a estar unas amigas, y por si te lo estás preguntando, no me sentí en absoluto culpable por mentirle después de todas aquellas broncas de Navidad.

—¿A dormir? Y ¿qué vais a hacer? —me preguntó mi madre.

—Pintarnos las uñas. Ver una película —le respondí.

—No te las pintes de un color muy fuerte —me dijo—. Que el instituto empieza dentro de un par de días. Y no veas cosas que no son para tu edad, mi amor. Nada de miedo ni cosas así. Tengo la peli esa del ogro, ¿la quieres?

Unas horas más tarde, Shrek yacía abandonada encima de la cama de Lauren y la casa estaba abarrotada, pero abarrotada como una de las maletas que suelo llevar en vacaciones con la cremallera a punto de reventar porque soy incapaz de viajar con poco equipaje. Me uní a la multitud de alrededor de la mesa de las bebidas en la cocina, metiendo a presión la mano por entre cinco cuerpos para coger un puñado de patatas fritas y una botella de vino. Tuve un pensamiento para mi madre al descorcharla, pero me serví una copa grande y te juro que quedaba fenomenal en mi mano, las uñas y el vino del mismísimo tono rojo rubí.

La música empezó a sonar a todo volumen y la gente se puso a bailar donde le pilló, en el pasillo o en el porche o en el cuarto de estar, moviéndose al ritmo de la retumbante percusión, la bebida salpicando de los vasos de plástico y también de tazas y hasta de una jarrita para la leche, porque Lauren se había quedado sin vasos. Las caderas se balanceaban y los hombros se sacudían y las cabezas se bamboleaban, todo el mundo en aquella casa moviéndose como un solo hombre, y por primera vez en mi vida yo estaba justo en el centro, deshaciéndome en u-huuuuus y con los brazos en alto en mitad de la cocina junto al tostador.

Nubes de KétchupDonde viven las historias. Descúbrelo ahora