Un golpe seco y todo se sumió en una absoluta negrura. No tuvotiempo de reaccionar, aunque pudo ver ante sus ojos a la persona quese lo propinó. Había sido imprudente y arrogante, dos de losprincipales errores que hacen vulnerables a los valientes. Él nuncahabía pretendido serlo, pero, tras todo lo ocurrido en los últimos años,sentía que ya pocas cosas podrían hacerle más daño o acabar con él.Se equivocó.
No volví a pensar en él. Tampoco es que hubiera tenidodemasiado tiempo. Apenas había parado por casa, pues intentabaaprovechar al máximo los últimos días de vacaciones antes deempezar el que imaginaba iba a ser el curso más duro de mi vida, elúltimo año de instituto.Así es que, cuando lo vi de lejos entre el barullo de gente queatravesaba el vestíbulo en el primer día de clases, me llevó unmomento reconocerlo. Me sorprendió encontrarlo allí. Parecíademasiado mayor como para estudiar todavía Bachillerato, y eso quela ropa que llevaba aquel día le hacía más joven. A pesar de que aúnapretaba el calor, se había puesto una camisa de manga larga, queocultaba su inquietante tatuaje. No sería exacto decir que iba peinado,pero sí que la rebeldía que reinaba en su cabello en nuestro primerencuentro parecía estar algo más controlada. Andaba despacio por elpasillo, con el mismo característico contoneo, las manos en losbolsillos, los auriculares en los oídos y la mirada clavada en el suelo.Con esa ropa, sin el tatuaje a la vista y el pelo domado, parecía unbuen chico.«Tal vez le hayas prejuzgado por sus pintas —me dije a mímisma—. Si es nuevo, le vendrá bien conocer a alguien». Así que medirigí hacia él con la intención de hacerle algo más fácil su primer díaen un nuevo instituto. Entonces, levantó la vista y clavó susinquietantes ojos gris acero en mí. A pesar de que su mirada no era nimucho menos amable, sonreí y le saludé con la mano. Sin embargo,en lugar de responder con algún gesto de cordialidad, me ignoró comosi no me hubiera visto y giró noventa grados para enfilar el pasillo quellevaba a la cafetería.Me quedé tan desconcertada que no sabía si ir hasta él yreprocharle el desaire o hacerme la tonta y fingir que no había ocurridonada.—¿Qué haces aquí sola, Alexia? —me preguntó Laura al vermeparada en mitad del vestíbulo—. ¿Aún no sabes en qué clase te hatocado?No, no lo sabía. No había tenido tiempo de consultar los listadosque colgaban en los tablones. Me dirigí hacia ellos con la rabiaapretándome el estómago.—A Gabriela y a mí nos ha tocado juntas —dijo Laura—. ¡Ytenemos a la Miss de tutora!La Miss era una de las profesoras más jóvenes del instituto.Impartía Lengua. Le habían puesto ese mote porque, según laleyenda, cuando ella era alumna del instituto, se presentó a unconcurso de belleza y se llevó el premio de Miss Simpatía. Olivia, queese era su verdadero nombre, aunque destacaba por su belleza, secaracterizaba sobre todo por mostrar una extraordinaria ironía y acidezcuando alguien no se comportaba bien o no respondía correctamentea sus preguntas. Sin embargo, era de lo más enrollada con los buenosestudiantes, y tanto Laura como Gabriela lo eran.Como siempre, Laura había tenido suerte. A mí nunca me habríapodido tocar con ninguna de mis amigas, dado que ellas habíanelegido la opción de ciencias sociales mientras que yo iba por latecnológica. Tampoco es que la Miss me cayera demasiado bien, perosin duda era una de las mejores tutoras que te podían caer.—A nosotros nos ha tocado Izquierdo de tutor —dijo unavocecita detrás de mí. Era Tejeda, uno de los alumnos más brillantesdel instituto. Llevaba una media de sobresaliente y era un auténticoempollón. Solía hacer la pelota a los profesores y le costaba prestarsus apuntes. Al menos, eso era lo que contaban, porque no habíavuelto a coincidir con él desde tercero. Ya era mala suerte tener aIzquierdo de tutor como para encima tener a Tejeda en clase. Ahora,por su culpa, todos los profesores iban a poner el listón muy alto.—¡Izquierdo! —repetí con horror. Lo sabía. Sabía que me iba atocar uno de los chungos. El día había empezado fatal y tenía laangustiosa sensación de que era un presagio para el resto del curso.—No está tan mal —intentó consolarme Tejeda—. Es duro, peromuy buen profesor. Seguro que aprendemos mucho con él.—¡Seguro! —respondí con una mezcla de ironía y abatimiento.Cada una de las clases siguió el mismo patrón aquel día:presentación del profesor, reparto de fotocopias con el temario e inútilrecordatorio sobre las pruebas de acceso a la universidad a final decurso. Todos los de mi grupo estuvimos de acuerdo en que nos habíantocado los peores profesores. No había duda: iba a ser un añohorroroso.—¡Alexia! —era Gabriela, que se acercaba con Laura hacia mícuando me dirigía a la cafetería al finalizar la jornada—. ¿Sabes quetenemos a tu vecino en clase? ¡Me voy a alegrar la vista todo el año!Con ese me lo monto yo antes de que llegue el próximo puente...—Te van los portentos —respondí sarcástica—. Ya tiene unosañitos como para estar en el instituto, ¿no?—Es que parece más mayor, pero creo que tiene veinte.—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó sorprendida Laura.—Me he informado —respondió levantando las cejas consuficiencia—. Al parecer, es de aquí, de Villanueva, de toda la vida.—Pues nunca lo había visto hasta ahora —dijo Laura conextrañeza.—Es que creo que ha estado algún tiempo fuera —aclaróGabriela, que parecía contar con todos los detalles.Intenté seguir avanzando. Me daba igual la vida de ese tipo ytodo lo que tuviera que ver con él. A cada paso, sin embargo, metocaba detenerme a saludar a alguien. Aunque no estabaprecisamente de buen humor, hice el esfuerzo de mostrarme amablecon todos, incluso con gente cuya vida me importaba lo más mínimo.Era incapaz de exhibir la indiferencia que Gabriela y Lauramanifestaban hacia ciertas personas.Al entrar por fin en la cafetería, me topé de bruces con Kobalsky.Su verdadero nombre era, en realidad, Piotr Kravkrowvsky. Aurelio, elviejo profesor que nos daba Historia en tercero, tenía tantasdificultades para pronunciarlo que, finalmente, optó por llamarle Kobalsky. Y con ese nombre se había quedado desde entonces.Cuando se incorporó después de las Navidades de terceroprocedente de Polonia, no sabía ni una palabra de español. Sinembargo, le bastó un trimestre para hablar con bastante fluidez, y afinal de curso consiguió que solo le quedaran Lengua y Gimnasia.Ya con catorce años, Kobalsky debía de rondar el 1,90 deestatura y superaba holgadamente los 100 kilos de peso. Como era deesperar, con semejantes dimensiones y sus dificultades con ellenguaje, pasaba los recreos solo. Me parecía terrible, tal vez porqueno necesitaba grandes esfuerzos para ponerme en su lugar. Yotambién fui gorda. Es verdad que, desde pequeña, superaba en alturaa los niños de mi edad, pero también que les sacaba aún más ventajaen lo que respecta al peso. «Obesidad moderada», sentenció elpediatra en una de las revisiones. Imagino que el ilustre señor no eraconsciente de que la palabra «obesidad» es sinónimo de «me quieromorir» para una niña. Como es lógico, nunca fui de las más populares.Hasta que llegó Laura. Enseguida nos hicimos amigas. Gracias a ella,poco a poco fui subiendo de categoría entre los niños de mi clase,como si se me hubiera contagiado algo de su belleza.Así que me parecía terrible e injusto que Kobalsky no tuvieraamigos por culpa de su físico, un físico que le había tocado por nollevar los números ganadores en el sorteo genético, y comencé aacompañarle. De ese modo, pude constatar que tenía una inteligenciaprivilegiada para los idiomas, y también para la música. Su padre eraviolinista y le habían contratado en una orquesta de cámara, por lo queél llevaba aprendiendo a tocar desde que era un niño. Desdeentonces, y aunque poco después Kobalsky hizo piña con otra gente yya no pasábamos tanto tiempo juntos, manteníamos una relaciónespecial.—¡Alexia! —desbordaba alegría mientras me propinaba dosefusivos besos en sendas mejillas—. ¿Cómo estás? ¿Qué tal elverano?Se sonrojó al ver que Laura venía detrás de mí. Llevaba pilladopor ella desde que entró en el instituto, pero a lo más que se atrevíaera a saludarla tímidamente cuando se cruzaban por los pasillos.Laura ni se lo imaginaba. Como decía Gabriela, estaba siempre en laparra, así que nunca se daría cuenta a menos que Kobalsky sedeclarara utilizando carteles luminosos.—Ho-hola Laura —eso fue todo lo que acertó a decir. Ella selimitó a devolverle el saludo, sin apenas levantar la vista ni cambiar el gesto—. Estás guapísima, Alexia —añadió dirigiéndose de nuevo a mí.—¡Tú sí que estás increíble! Pero ¿cuánto has adelgazado?—¡23 kilos y medio! ¿Qué te parece?Me alejé un poco para poder verlo con perspectiva. Parecía otrapersona. Había pasado de ser un rubio obeso a convertirse en unrubio nada desdeñable.—¿Cómo lo has hecho? —me parecía increíble. A mí me habíacostado más de seis meses quitarme los kilos de más con los quehabía vuelto de Estados Unidos después de estudiar allí cuarto. Habíasido duro: régimen, mucho ejercicio... Incluso hoy día tenía que hacergimnasia con regularidad y no podía excederme lo más mínimo paramantener los michelines alejados y bajo control.—Me he pasado el verano comiendo lechuga y en el gimnasio —respondió mientras con sus gestos simulaba un tremendo esfuerzo—.Estaba harto de ser gordo. Ha sido duro, pero ha merecido la pena.—¡Desde luego! Estás genial.—Oye, están hablando de quedar esta noche en El Escondite.¿Os apuntáis? —señaló con la barbilla a Gabriela y a Laura, que ya sehabían hecho hueco en la barra. Era el pub donde solíamos quedar lagente del instituto.—No sabía nada. Ahora hablo con ellas, a ver qué dicen.—¿Crees que Laura querrá venir? —sus ojos suplicaban.—Sigues pilladísimo, ¿no? —le entendía perfectamente. Sudesesperación por estar tan lejos de Laura era similar a la mía por nopoder tener a Álvaro—. No lo sé. Ya sabes que su padre no la dejasalir mucho.Sonrió mientras me revolvía el pelo cariñosamente.—Por cierto, no sé si conoces a mi colega Oliver. Es su primercurso aquí... Pero ¿dónde se ha metido? —preguntó con extrañezamientras movía la cabeza a todos lados buscándole.—Oye, me voy con estas —quería evitar cualquier oportunidadde encontrarme con mi maleducado vecino—. Si eso, nos vemos estanoche donde siempre, ¿vale?No le dejé tiempo para responder.
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Pero A Tu Lado - Amy Lab
RomanceÁlex es una estudiante de segundo de Bachillerato. Es divertida, inteligente y tiene muchos amigos. Pero su vida amorosa no está al mismo nivel. En realidad, ha sido bastante decepcionante hasta el momento, así que este año Alexia ha decidido centra...