Parte 4

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Durante el curso, Gabriela solía venir a menudo a comer a casa.Sus padres tampoco estaban al mediodía y, como era incapaz siquierade hacerse un huevo frito, prefería almorzar conmigo. A mí siempreme ha encantado cocinar y a ella le entusiasmaban mis platos, sobretodo la lasaña, aunque tampoco le ponía pegas a las albóndigas, lascostillas y la pasta.A pesar de su delgadez, comía como una fiera. Siempre estabapicando algo: patatas fritas, galletas, algún snack de chocolate... Y noengordaba. Hubiera dado diez años de mi vida por tener esa suerte.Su otra afición era fumar y mi madre odiaba el olor a tabaco.Tenía prohibido terminantemente hacerlo en casa. Tal vez esaaversión venía porque mi padre estaba enganchado a la nicotina yquería borrar cualquier rastro de él en su vida.Así que, dado que Gabriela fumaba igual que comía, como si lavida le fuera en ello, siempre preparábamos algo en la cocina y losubíamos a la terraza de mi cuarto.—Cada día cocinas mejor —dijo Gabriela pasándose la manopor la tripa. Se había zampado dos tazas de gazpacho y sietealbóndigas, así que no era de extrañar que tuviera la sensación deestar a punto de estallar.—Gracias. Pero si explotas, que conste que no es culpa mía.—Apártate un poco, no vaya a ser...Sonrió mientras se quitaba la camiseta y se acomodaba en latumbona para aprovechar los últimos rayos del sol. El verano seestaba alargando más de lo habitual, ya que estábamos a 20 deseptiembre y el calor seguía apretando fuerte.—Laura está preocupada —dijo sin mirarme. Tenía los ojoscerrados para evitar que la luz la deslumbrara.—¿Por qué? —yo también me había repantingado junto a ella enotra tumbona.—Por Álvaro. Dice que le nota raro.—No me ha dicho nada... ¿Tú crees que se habrá dado cuenta?A lo mejor él le ha comentado lo que pasó... —aventuré angustiada.—Seguro, es lo más lógico, «Laura, cariño, ¿sabes que me heintentado enrollar con Álex?» —soltó con un tono burlón—. No, no tepreocupes. Me lo habría dicho.—¿Y por qué no me lo ha contado a mí? Siempre ha tenido másconfianza conmigo que contigo, ¿no? ¿A qué viene que ahora no me cuente nada?—Porque también está preocupada por ti. Dice que te sientelejos y no sabe si es que ha hecho algo que te haya molestado.Gabriela guardó silencio después. Supongo que intuía lapunzada que había sentido al oír aquello. Yo era la traidora y Laura,sin embargo, la que se preguntaba si habría hecho algo mal.—No te angusties —continuó—. Es normal que no te sienta tancerca como siempre. Al fin y al cabo, desde que volviste de lasvacaciones has mantenido cierta distancia, ¿no? Pero ahora que lehas dejado claro al idiota ese que no vas a tener nada con él,conseguirás relajarte y las cosas volverán a su cauce.Sí, había intentado dejárselo claro, pero no estaba segura dehaberlo conseguido. No podía quitarme de la cabeza las imágenes ysensaciones que había vivido los días que pasamos en el pueblo deLaura.Al principio, todo había marchado bien. Álvaro ya estaba allí conalgunos amigos de la facultad y no me prestaba mucha atención. Metrataba como a un colega más. Pero Charlie, uno de sus compañeros(el más interesante en opinión de Gabriela, que ya había clasificado atodos), comenzó a tirarme los trastos. Lo hacía de forma sutil: siemprese las apañaba para que yo terminara subiendo y bajando al pueblo ensu coche, me invitaba a alguna copa que otra, bromeaba mientrasbailábamos... A mí no me molestaba. Al contrario, le consideraba unchico encantador y muy divertido. De hecho, de no haber tenido esaespecie de candado que parecía encarcelar mi corazón, tal vez mehabría lanzado con él.A Álvaro no pareció gustarle aquello y sacó la artillería pesada.En cuanto Laura no estaba cerca, me dedicaba sus mejores sonrisas yaprovechaba cualquier mínima oportunidad para acariciarme la mejilla,tomarme de la mano o arrimar su cuerpo al mío. Creo que él sabía elpoder que ejercía sobre mí y lo estaba explotando al máximo, puessentía cómo toda la fortaleza que había ido construyendo paraprotegerme de él se iba derritiendo sin que pudiera hacer nada porevitarlo. Por suerte, Gabriela siempre estaba cerca y al tanto, y merecolocaba las ideas cada vez que el caos comenzaba a apoderarsede mi mente.Aún me removía pensar en la noche que consiguió que nosquedáramos solos en las eras con la excusa de que lo acompañara abuscar más bebida. No había luna, así que la oscuridad apenasquedaba diluida por las escasas luces que llegaban del pueblo.—Álex —me dijo—. No aguanto más esta situación. Tenemosque hacer algo...Recordaba cómo mi estómago se había encogido de tal modoque pensé que iba a romperse en dos pedazos.—¿Q-qué quieres decir? —tartamudeé. Otra vez estaba perdida.Sentía como si Álvaro estuviera extendiendo una hilera de barrotes anuestro alrededor que se iba estrechando, haciendo que cada vezestuviéramos más y más cerca. Sus brillantes ojos color avellanaatraparon los míos.—Me paso el día pensando en ti. A todas horas. Incluso cuandoestoy con Laura pienso en ti. No puedo más. Me equivoqué y no losoporto.Pasó una mano por mi espalda y me apretó contra él. Estaba tannerviosa que creo que incluso temblaba. Ahora, desde la distancia,creo que fue una temeridad. Cualquiera podría habernos visto, aunquea él parecía darle igual. A lo lejos, Laura bailaba con Gabriela y se reíafeliz. No podía traicionar así a mi amiga. No podía y, sin embargo, memoría por besarle.—No podemos hacerle esto a Laura —logré reunir las fuerzassuficientes y le aparté un poco de mí—. Al menos, yo no puedo.—Pero ella no tiene por qué enterarse —se pegó a mí de nuevo.Me llevó un par de segundos procesar lo que acababa de oír.—¿Me estás diciendo que lo único que pretendes es enrollarteconmigo y seguir con tu vida como si no hubiera pasado nada? —pormuy enamorada que estuviese, no podía aceptar ciertas cosas.—Bueno... no exactamente —dudó al percibir mi enfado—.Luego se lo diríamos, claro, pero después... No queremos hacerledaño, ¿no?Tenía ganas de propinarle un puñetazo en el estómago o decruzarle la cara, como en las pelis antiguas. No podía creerme queGabriela tuviera razón y que Álvaro, mi Álvaro educado y encantador,fuera como todos los demás tíos.—Álex —continuó con voz suave. Se había apartado hasta dejarcierta distancia entre nosotros, pero aún tenía cogida mi mano—, a míno me gusta esto. Llevo mucho tiempo con Laura y la quiero, pero esen ti en quien pienso a todas horas —su voz ahora era ronca y susojos expresaban cierta desesperación—. Ojalá no fuera así, Álex, perono puedo evitarlo.Aquello empezaba a parecerse a la declaración de amor quellevaba tanto tiempo esperando. Y estaba derribando ladrillo a ladrillo la débil coraza que había logrado levantar. Debería habermemantenido en mi sitio, pero respondí:—Pues díselo. Cuéntaselo a Laura y ya está. Sabes que, si fueraal revés, ella haría las cosas bien.—Pero yo no puedo esperar —dijo con ojos suplicantes—. ¿Quémás da? Se lo diremos después. No hay ninguna diferencia. El dañova a ser el mismo, ¿no? Te juro que no puedo pasar ni un minuto mássin que estemos juntos.—No. Lo siento pero no —una pena que mi voz no sonara todolo firme que me hubiera gustado—. Hay que hacer las cosas bien.Háblalo con ella y luego me cuentas... Además, por ahí vienen todos.Deben de andar buscándonos.Seguramente no nos habrían visto en la oscuridad, pero fuesuficiente para convencerle y que se apartara de mí.—Sabes tan bien como yo que tarde o temprano va a pasar,Álex. Es solo cuestión de tiempo que estemos juntos...La seguridad de su mirada hizo que me preguntara si de verdadconocía a la persona que estaba enfrente. Pero ese mismo ímpetuhabía despertado también mi orgullo. Estaba muy equivocado sipensaba que le iba a resultar tan fácil. Bueno, en realidad, eraconsciente de que no tenía los recursos necesarios para ponérselodemasiado complicado, aunque él no tenía por qué saberlo. Los díasque pasamos allí me había costado más mantenerme firme, pero,como desde que habíamos vuelto a Villanueva no le había vuelto aver, me sentía otra vez mucho más fuerte.—Beep, beep, llamando a Alexia, llamando a Alexia. ¿Hayalguien? —dijo Gabriela mientras me golpeaba con suavidad en lafrente.—Perdona. Se me ha ido la cabeza.—¡Pssss, calla! —susurró mientras se llevaba un dedo a laboca—. Tu vecino está en la terraza.Me volví disimuladamente para verlo, aunque él no nos miraba.La altura de la pared que separaba las dos viviendas solo dejaba verla parte superior de su torso. Tenía la camiseta y el pelo mojados, porlo que debía venir de la piscina, pues, a pesar de que la temporadahabía finalizado oficialmente, seguía abierta por el intenso calor.—¡Está buenísimo! —exclamó Gabriela tapándose la boca en unintento de ahogar la voz—. ¡Dime que no!Tenía que reconocer que no estaba mal: espalda ancha, brazosfuertes... Parecía el cuerpo de un nadador, quizá un poco delgado. AGabriela le faltó tiempo para arrimar la silla al muro, subirse y llamarle:—¡Hey, compi! —dijo con su mejor sonrisa y su voz másseductora.Él se acercó. Ahora que llevaba el cabello hacia atrás, pude versu rostro al completo y descubrí que, junto al ojo derecho, tenía otracicatriz que se alargaba unos siete centímetros desde la ceja hastabastante más abajo de su oreja. Tanto esa como la que le atravesabala boca desde la nariz hasta la barbilla parecían caminos blancos quesurcaban su oscura piel. No resultaban desagradables, pero síconferían a su rostro un aspecto poco amigable.—¿Por qué no te vienes y te tomas algo con nosotras? —lepropuso Gabriela—. Así podremos ir conociéndonos. ¿Qué dices?Pareció dudar, pero al final accedió.—Dame un segundo que coloque unas cosas y ahora voy —respondió con esa voz amable que en nada concordaba con suaspecto.Gabriela bajó de la silla con una sonrisa triunfal y me ignoróvilmente al ver mi cara de desaprobación.—Voy al baño. Me dejas tu desodorante y tu perfume, ¿verdad?—susurró mientras se olía las axilas.—¡Claro! —sonreí. No dejaba de sorprenderme el desparpajo demi amiga.Entre tanto, él se dirigió hacia el interior de su terraza. Aunqueno podía verlo, llegaba hasta mí el sonido que producía al abrir y arrastrar cajas. De pronto, comenzó a silbar otra vez aquellainquietante canción, la misma que entonaba el primer día que le vi, eigualmente volvió a sobrecogerme. Sabía que conocía aquellamelodía, pero por mucho que buscaba en mis recuerdos noencontraba nada. Debía de estar en la parte oscura de mi cerebro.Intenté adentrarme en aquella zona nebulosa, aunque era inútil. Nohabía forma. No tenía la llave adecuada para esa cerradura.Y, entonces, ocurrió algo extraño y desconcertante. En mi mentese coló un pensamiento que no era mío. No encuentro otra forma deexplicarlo. Era el llanto de un niño. Me asomé a la terrazadesconcertada, aunque sabía de antemano que allí no había nadie.Estaba en mi cabeza. Podía escucharlo perfectamente, como sihubiera estado a mi lado. No parecía un bebé, sino un crío algo másmayor, que sollozaba e hipaba con desconsuelo. También pudeescuchar la voz de un adulto. No sabría decir si era de hombre o demujer, de alguien joven o mayor, pero la oí con total nitidez. No tepreocupes, decía, todo va a salir bien.Salí del trance cuando él dejó de silbar. Al mismo tiempo,Gabriela volvió a aparecer por la puerta.—Gabriela, ¿tú conoces de algo esa canción?—¿Qué canción?—La que estaba silbando el vecino.—No la he oído, estaba en el baño. ¿Por qué? ¿Te gusta?—No. Es solo que me suena y no sé de qué —intenté mostrarindiferencia. No tenía ninguna intención de confesarle que me estabavolviendo loca.—¿Cómo estoy? —preguntó expectante. Se había pintado laraya y los labios, y se había puesto una buena dosis de mi colonia.—¡Genial! —dije con una sonrisa forzada.Creo que lo que sentía era pánico. Sabía que hay enfermedadesmentales terribles cuyas víctimas escuchan voces que parecen reales.Eso me había pasado a mí. Esa voz no podía haber salido de ningunaparte más que de mi propia imaginación y, sin embargo, se diría queviniera de fuera. Pero estaba sola cuando la había oído: Gabrielaestaba en el baño y el vecino en su terraza silbando aquella canción.Yo no tomaba drogas, nunca las había probado, así que la únicaexplicación que alcanzaba a encontrar era que algo no funcionababien en mi cabeza.—Échate a un lado para que pueda pasar —dijo el vecino, y,cuando Gabriela se hubo retirado un poco, saltó ágilmente a mi terraza.—¿Qué canción es esa que estabas silbando? —le pregunté.—¿Cuándo?—Justo antes de que saltaras, cuando movías las cajas.—Pues... no lo sé. ¿Por qué no me la tarareas?—Paso. Es igual —era lo que me faltaba, tener que cantar.—Siéntate —Gabriela asumió el papel de anfitriona—. ¿Quéquieres tomar? Una Coca-Cola, una cerveza, un copazo, a mí... —lasdos últimas palabras las pronunció en un tono casi inaudible.—No bebo. Una Coca-Cola me va bien.—¿No bebes? —preguntó Gabriela con extrañeza. Desde luego,por su aspecto, nadie lo diría.Cerré los ojos simulando tomar el sol para no tener queparticipar en la conversación. Gabriela le estaba invitando a ElEscondite. Él dijo que tenía planes y que no sabía si podría pasarse.Aunque aparentaba sentirse cómodo, creo que estaba algo forzado.No dejaba de moverse en la tumbona, como si no encontrara lapostura. Mientras, Gabriela hablaba y hablaba y él se limitaba aresponder con monosílabos. Se notaba que mi amiga le caía bien,porque no dejaba de reír. Tenía una sonrisa amplia y franca, de esasque iluminan la cara. Parecía otra persona. Junto a sus ojosentornados se formaban arruguitas y en sus mejillas surgían dospequeños hoyuelos. No tenía tanta pinta de matón de película cuandosonreía.Parecía que aquella improvisada reunión iba para largo, puesGabriela cada vez estaba más animada. Ahora examinaba de cerca eltatuaje del brazo de Oliver. Si no hubiera estado tan desconcertadapor lo que me había ocurrido, le habría tirado una lata a la cabeza paraque no fuera tan descarada.—Tengo que... hacer una cosa —me disculpé—. Ahora vengo.Sin que él la viera, Gabriela me hizo gestos de agradecimiento.Imagino que pensaba que mi intención era dejarles solos, pero lo quequería era poder pensar sin interrupciones. Entré en el baño y me miréen el espejo. Mi cara estaba como siempre, aunque podía leerse elmiedo en mis ojos. El caso es que yo me encontraba bien, no estabamareada ni me dolía nada. Para constatar que realmente no habíaningún problema, decidí realizar las pruebas a las que nossometíamos para determinar si estábamos borrachas:1. Levantar la pierna derecha, apoyar el codo en la rodilla y llevar el pulgar hasta la nariz: superado.2. Realizar la misma operación con la pierna y el brazoizquierdos: superado.3. Mi equilibrio parecía estar bien. Todo parecía estar bien. Pero,entonces, ¿qué narices me estaba pasando?

Pero A Tu Lado - Amy LabDonde viven las historias. Descúbrelo ahora