Parte 11

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  Al día siguiente, solo tuve la visita de mi padre. No estuvo muchorato, aunque conversamos más de lo habitual. Tras el accidente,quería acercarse a mí; o, al menos, eso es lo que creí entender de suerrático discurso, ya que siempre ha sido un hombre de pocaspalabras, con una seria dificultad para mostrar sus sentimientos.Después de intentar expresar torpemente lo importante que yo erapara él, quedamos en que, cuando estuviera recuperada, me iría unosdías a su casa.Entre sus líos de trabajo y los roces con mi madre, no le veíademasiado y la verdad es que le echaba de menos. Eduardo siemprese portaba muy bien conmigo y se esforzaba en caerme bien. Dehecho, me consentía mucho más que mi padre; pero, aunque unapersona pueda hacer las funciones de otra en un momento dado, loque está claro es que nunca puede ocupar su lugar. Bien pensado, esbueno saber que las personas somos únicas e insustituibles.Aproveché para ponerme al día con las asignaturas y estudiar unpoco, aunque no tenía muchas ganas. Por la noche, me enganchédurante un buen rato a Twitter siguiendo un hashtag bastantedivertido, hasta que el sueño me rindió.Por la mañana, me despertaron unos golpecitos en el cristal. EraOliver. Tardé en desperezarme y llegar a abrirle. ¿Cuándo lograríahacerme con las muletas?Le abrí sin poder reprimir un bostezo.—Creo que te he despertado...—Te lo confirmo: me has despertado.Parecía nervioso. No dejaba de restregarse las manos por losvaqueros.—Mira, necesito un favor —dijo clavando en mí una miradasuplicante. Sus ojos volvían a ser transparentes, incluso dulces—.Tengo que salir rápidamente de casa y quisiera que me guardaras unacosa...Me froté los ojos en un intento de disipar la neblina que losempañaba. A pesar del frío que se colaba por la puerta abierta, Oliverllevaba una camiseta de manga corta que dejaba ver el tatuaje.Aquellas serpientes enroscadas tenían algo hipnótico que atraía mimirada.—¿Qué cosa? —no quería guardar nada «ilegal» en mihabitación. Supongo que él adivinó lo que pensaba, porque se apresuró a decir:—No pienses mal. Son solo... unos papeles de trabajo. Unascosillas que estoy haciendo y que necesito dejarte...Todo aquello me parecía muy extraño, pero ¿qué no lo era en mivecino? Sin embargo, no veía por qué razón no iba a hacerle esefavor, y más cuando parecía tan apurado.—Claro. No hay problema. ¿No tienes tiempo ni siquiera para uncafé?—¿Qué hora es? —la verdad es que para tener siempre tantaprisa no le hubiera venido nada mal un reloj.—Las ocho y media —respondí contrariada después de mirar eldespertador de mi mesilla. Era muy pronto. El día se me iba a hacereterno.—Dame un minuto, que cruzo a mi casa a coger las cosas.—Ok. Dejo abierto, que tengo que ir al baño a... lavarme losojos.Cuando me vi en el espejo, casi me caigo al suelo. Tenía el pelototalmente enmarañado, y encima se me había quedado marcado enla cara un doblez de la almohada. ¡Vaya pintas! No es que Oliver meimportara, pero con esa facha no debería verme nunca nadie. Menosmal que, por lo menos, llevaba uno de los pijamas sueltos, de esosque se abotonan y parecen de chico, porque con otros resultaba másdifícil disimular mi generosa talla de pecho. Me hice una coleta y tratéde adecentarme un poco. No tenía mucha solución, pero bueno, lopeor ya lo había visto.Al salir del baño, trastabillé con las muletas y casi me caigo. Porsuerte, él ya había vuelto y se lanzó a sujetarme. Se había puesto unachaqueta de manga larga con la que tapaba los tatuajes. Me preguntéqué pensaría la Miss de ellos, si le gustarían o si él se los cubría porella.—Ten cuidado. No quiero tener que llamar al SAMUR, otra vez—me dijo divertido mientras me ayudaba a regresar a la cama—. Nodeberías forzar los movimientos todavía. Es importante que las fisurasse suelden y las heridas cicatricen bien. Si no te cuidas ahora, luegono tendrá solución y te pueden quedar secuelas.No me pasó desapercibido que al tiempo que decía eso setocaba las piernas. Estaba muy inquieto. No era el mismo de otrasveces, parecía más débil y vulnerable.—Si quieres desayunar conmigo, tendrás que ir a por otra taza ala cocina —dije con una sonrisa para intentar relajarle. Él sonrió también, aunque eso no hizo desaparecer las arrugas de su frente.Cada mañana, mi madre me dejaba un termo con café y unajarrita de leche acompañados de magdalenas. Me encantabadesayunar en la cama y seguro que, cuando estuviera recuperada, loiba a echar de menos.Regresó con una taza y una cuchara.—¿Hace mucho frío como para tomarlo afuera? —intentéinútilmente calcular la temperatura del aire que se colaba en lahabitación.—Si no te importa, prefiero estar aquí dentro —respondió, altiempo que cerraba la puerta de la terraza y se afanaba en correr deltodo la cortina. Por un momento, pensé que tal vez estaba ocultandosus verdaderas intenciones, pero me esforcé en sacar esepensamiento de mi mente.—¿Te pongo azúcar? —pregunté sentándome con torpeza en elborde de la cama.Me contestó afirmativamente con la cabeza mientras buscabaalgo en una mochila. Estaba tan concentrado en sus cosas queenseguida me relajé. Era evidente que no pensaba hacerme nada. Lepuse una pequeña cucharada en su taza.—¿Otra?Repitió el mismo gesto, sonrió y añadió con la mano que queríaotra más.—¿¿Otra??—Suficiente.Y tanto que debía serlo. Yo tomaba el café sin nada de azúcar yaquello me parecía que debía ser una especie de almíbar. ¿Cómo untipo con esas pintas de duro podía tomar algo tan dulce? Me pegabamucho más que desayunara un whisky solo o algo así.—Mira, es esto lo que necesito que me guardes —dijodepositando un portafolios con tapas de cartulina gruesa bastantedesvencijado. Mi gesto interrogante debió de animarle a abrirlo.—¿Ves? Ninguna hierba ni drogas duras ni nada similar. Sonnada más que papeles.Solo podía ver la hoja superior, que contenía una especie departitura llena de anotaciones. No entendía por qué no los dejaba ensu casa, pero no me atrevía a preguntar.—¿Te importa guardarlo en el último cajón de ese lado? —señalé el lugar exacto al que me refería. Pareció más tranquilodespués de dejarlo donde le había indicado. No sabía qué eran esos papeles, pero indudablemente tenían mucha importancia para él.Debió de adivinar que mi curiosidad se mantenía porque dijo:—Es documentación antigua y un tema que estoy componiendo,¿sabes? Hago jingles, arreglos para canciones... ese tipo de cosas.Ahí tengo algunos de ellos —añadió señalando el cajón dondeacababa de guardar las hojas.—¡Qué chulo! Se te da bien la música, ¿no?—Más o menos —respondió encogiéndose de hombros antes determinarse el café de un trago—. Debo irme. Si no te importa, prefierono pasar por casa y salir por tu puerta.—A mí me da igual —no sabía qué podía haber en su casa parano querer volver—. Pero ahora soy yo la que tiene que pedirte unfavor. ¿Te importaría lavar la taza y la cuchara y dejarlas donde lascogiste?—No hay problema.Si no hubiera salido a toda velocidad con la mochila y la taza, lehabría explicado que no quería que mi madre se enterara de quehabía estado en mi habitación.No había pasado ni una hora desde que Oliver se habíamarchado cuando oí ruido al otro lado de la pared. Después de ver suinsólito comportamiento y su urgencia por salir de casa, me extrañabaque hubiera vuelto tan pronto. No era asunto mío, pero me picabatanto la curiosidad que me puse la bata para salir a la terraza. Intenténo hacer ruido, aunque, con las muletas, resultaba complicado. Me senté pegada a la pared, donde Oliver no podía verme si no saltaba lavalla. El brezo estaba bastante deteriorado y le faltaban algunasramas, así que podía entrever la terraza al otro lado. La visibilidad noera demasiado buena entre los huecos y parecía que todo estuvieracodificado, pero no quería exponerme más y arriesgarme a quepudiera pillarme.No tardé mucho en advertir que no era él quien estaba allí. Delinterior salían dos voces masculinas. Desde donde estaba no podíadistinguir lo que decían, pero ninguna era la de Oliver. Lo que sí pudeidentificar es que una de ellas correspondía a un hombre mayor y eltono era bastante autoritario. Hacían mucho ruido, como si movieranmuebles o arrastraran cosas pesadas.La bata era demasiado fina para el aire fresco que corría esamañana y me estaba quedando helada. Me disponía a entrar de nuevoen la habitación, cuando vi al abuelo de Oliver salir a la terraza. En esemomento caí en la cuenta de que la voz era la suya. Me quedé muyquieta. Las aberturas del brezo no eran lo suficientemente anchascomo para que él reparara en mi presencia, pero si me movía, entre elruido de las muletas y mi sombra desplazándose por la valla, seguroque se percataba de que estaba allí, y mi sexto sentido me decía queera mejor pasar desapercibida.El abuelo continuó la conversación con el hombre quepermanecía dentro, aunque a este no llegaba a entenderle bien.—... no lo sé. Si lo supiera, no te habría llamado —dijo el abuelocon voz hosca mientras abría las cajas depositadas en la terraza.Estaba despeinado y dos enormes manchas de sudor ensombrecíanla camisa a la altura de las axilas.El otro hombre se acercó a la puerta. Aunque no llegaba a verlela cara, sí podía ver el humo que salía del cigarrillo que llevaba entrelos dedos.—Aquí no hay nada —dijo el fumador, que tenía una vozaguda—. A lo mejor la lleva encima. ¿Le has preguntado?—¿Eres idiota? —respondió el abuelo visiblemente cansado—.¿Cómo le voy a preguntar? Él no se acuerda de nada. Y tiene queseguir así. Si no, estamos perdidos.—Siempre hay una salida para todo. Podemos solucionarlo deun solo golpe... —el tono con el que hizo ese comentario me heló lasangre. No sé a qué se refería, pero sin duda no era nada bueno.—¡Ni se te ocurra pensar siquiera en ello! ¿Entendido? Noquiero que vuelvas a liarla. ¿Tan difícil es hacer esto de un modo limpio, sin que nadie salga malparado? Apaga de una vez ese cigarroy sigue buscando. Y pon cuidado en dejar las cosas como estaban. Noquiero tener que andar dándole explicaciones al juez... ¡Mira quevernos así a estas alturas!El fumador lanzó el cigarrillo con dos de sus dedos por encimade la valla en dirección a la calle después de soltar un sonoro gruñidoy desapareció en el interior de la habitación. Tras revisar cada una delas cajas, el abuelo también entró, momento que aproveché pararegresar a mi cuarto a toda la velocidad que me permitía mi maltrechoestado físico. Mi primer impulso fue llamar a Oliver para decirle lo queacababa de presenciar, pero no tenía su móvil. Tal vez él estaba alcorriente y por eso tenía tanta prisa por irse. En cualquier caso,debería pedirle su número cuando volviera.  


Pero A Tu Lado - Amy LabDonde viven las historias. Descúbrelo ahora