La tía Beatriz tiene tetera, de esas que pones en el fuego y pitancuando el agua está caliente. La tiene desde siempre; al menos, hastadonde alcanzan mis recuerdos.Se había levantado a preparar un té después de escucharme. Lohabía hecho en silencio, enfrascada en sus pensamientos, y creo quealgo preocupada. No era para menos. Escuchar voces era un asuntomuy serio. Pero si a alguien podía contarle lo que me había pasado,esa era Beatriz. Y no por que hubiera estudiado Psicología, ya que alterminar se había sacado unas oposiciones en el juzgado y nuncahabía ejercido, sino porque era especialista en asuntos paranormales:sabía leer la mano, interpretar el tarot y esas cosas. No es que yocreyera mucho en todo eso, pero sin duda ella era la única personaque podía darme una explicación acerca de lo que me había ocurrido.—¿Y estás segura de que no te quedaste dormida? Tal vezfuera solo un instante y no te diste cuenta —se sentó en el sillónenfrentado al mío y comenzó a dar vueltas al líquido rojizo de su taza.—No —respondí tras dar un sorbo a mi té y constatar quenecesitaba algo más de azúcar—. Estaba completamente despierta.—Y no había ningún niño allí, ¿verdad? Ni nadie que hablara.—No, tía. La voz venía de dentro. Y sé que tiene algo que vercon esa canción. De eso estoy segura. ¿Crees que me estoyvolviendo loca?—¿Recuerdas cómo es esa melodía? ¿Podrías reproducirla? —ni siquiera me miraba. Estaba concentrada, imagino que tratando deatar sus propios cabos. Lo intenté, pero no podía. La escuchaba en mimente y, sin embargo, era incapaz de tararearla: todo lo que salía demi garganta eran sonidos desordenados—. ¿Y seguro que no conocesde nada a ese chico?—No —respondí—. De todos modos, no creo que tenga relacióncon él. Es solo esa canción.Volvió a ponerse en pie y comenzó a pasear por la habitaciónmientras se ajustaba la fina chaqueta de punto alrededor de la cintura.No sé cómo podía tener frío cuando yo estaba sudando por cada unode mis poros. Murmuraba algo que no podía entender y mordisqueabauna de las patillas de sus gafas. Sabía que no debía interrumpirla, asíque me dediqué a observarla mientras sorbo a sorbo tomaba mi té.Parecía más joven de lo que era. Según mi madre, eso se debíaa que no tenía hijos, lo que por lo visto envejece una barbaridad. Pero creo que mi madre sentía algo de envidia porque, a pesar de ser de lamisma edad, Beatriz se conservaba mejor. Era casi tan alta como yo,debía de andar en torno al 1,72 o el 1,73. Sin embargo, era másdelgada, sin tanto pecho ni tanto culo. Es posible que en lo del pelorizado hubiera salido a ella, aunque el suyo era rojizo por el tinte y elmío era natural. Por suerte, con el paso de los años, mi cabello sehabía oscurecido y únicamente en verano resurgían algunos reflejoscolor zanahoria. Lástima no haber heredado también sus enormesojos azules.—Mira —se sentó de nuevo, esta vez junto a mí—. Existenconexiones invisibles. Hay innumerables casos a nuestro alrededor;solo hay que saber verlos. Hay hermanos que fueron separados alnacer y que, con el tiempo, fueron tomando decisiones en sus vidas, alparecer fruto del azar, que los llevaron a encontrarse, incluso en otrospaíses o lugares remotos. Tal vez aceptaron una oferta de trabajo, ose casaron con una extranjera, no sé, cualquier cosa; el caso es quetodo los llevó junto a su otro hermano desconocido. ¿Casualidad? Nolo creo.Yo la miraba atónita. No entendía qué tenía que ver con lasvoces de mi cabeza, pero eso de las conexiones invisibles me parecíaalucinante.—Por ejemplo —continuó—, está el famoso caso de esa madrea la que le dijeron que su hija había nacido muerta, pero era mentira.Con el paso de los años, se mudó a una ciudad pequeña, a una casajunto a un parque. Todos los días, cuando volvía de trabajar, se bajabadel autobús y se sentaba a descansar en uno de sus bancos; todos losdías, uno tras otro, a la misma hora. Con el tiempo, descubrió que unade las niñas que bajaba cada tarde a ese mismo parque era su hija.Podía haberse pasado la vida sin coincidir con ella. Bastaba con quehubiera tenido otro horario, otra combinación de autobús, que su casahubiera estado dos manzanas más lejos... Pero no, todo le llevó a ella:cambió de ciudad, de trabajo, de casa, de vida, de horario y sintió lanecesidad de descansar en el parque, a esa hora, en ese banco...Ese caso sería famoso en su círculo, porque yo nunca habíaoído hablar sobre aquello. Era fascinante. Me hubiese gustadopreguntar más: cómo descubrió que era su hija, por qué le habíandicho que estaba muerta al nacer, qué pasó con los falsos padres dela niña..., pero sabía que debía permanecer atenta, porque en algúnmomento tendría que abordar lo de mis voces.—Tú dices que no conoces a ese chico, pero hay conexiones que vienen de más lejos, de otras vidas, de otros mundos. Y tal vezsea eso lo que pasa. Quizá existe una conexión entre él y tú, algo queviene de más atrás. ¿Por qué fuiste a parar a esa casa? ¿Por quéaños después ha ido a dar él a la casa de al lado?Me sobrevino un acceso de tos y el sabor del té se me quedóagarrado en la garganta.—¿Me estás diciendo que crees que oigo voces porque en otravida tuve relación con ese tío? —la voz me arañaba por dentro alsalir—. ¡Ja! Tú no lo has visto. ¡Te aseguro que no tengo nada que vercon él! Además, ya te he dicho que él no dijo nada, que lo queescuché procedía del interior de mi cabeza, no de fuera. Fue sucanción lo que activó la voz, no él.No sé por qué, pero incluso me resultaba ofensivo pensar quepodía tener algún vínculo con aquel tipo. No, no era él; era esadichosa melodía. Solo tenía que recordar qué significaba y el asuntoquedaría resuelto.—Hay otra posibilidad —la voz de ultratumba de mi tía hizo queme atragantara de nuevo. «Va a ser esquizofrenia», pensé para misadentros. Esperaba con ansia que Beatriz tragara el té que acababade beber y me dijera de una maldita vez lo que estaba pensando—.Sabes que yo pertenezco a un grupo, ¿verdad, Alexia?Asentí con la cabeza. Tenía un nudo en la garganta que meimpedía hablar.—Este grupo está formado por gente que tiene las mismascreencias que yo, que cree que aún quedan muchas cosas porexplicar. Pero, frente a lo que todo el mundo piensa, hay ciertosfenómenos que no tienen que ver con los espíritus, el karma ni lamagia, sino que hay ciencia detrás. Creemos que parte de eso que tehe dicho sobre las conexiones tiene una base científica. Tiene uncomponente... genético.En algún momento debía de haberme perdido, porque noentendía de qué narices me estaba hablando.—Perdona, tía, pero no te sigo.—Lo que quiero decirte, cariño —dijo rodeando mis manos conlas suyas—, es que en la naturaleza existe un plan: la evolución. Paraevolucionar, las especies tienen que ir mejorando y, para ello, debenunirse los elementos adecuados. Cada uno de nosotros somos comouna pieza de puzle. A diferencia de un rompecabezas corriente,podemos encajar con varias piezas distintas, pero hay una que es laidónea, el complemento perfecto. Esa pieza es única. Solo hay una en el mundo. El problema es que pueden encontrarse a miles dekilómetros, o pueden surgir en dos generaciones o incluso en dosépocas distintas. Pero cuando el milagro ocurre y una persona da consu complemento ideal, algo se activa en su código genético. Puedemanifestarse a través de voces o de cualquier otro modo. ¿Entiendes?Es posible que sea eso lo que te ocurre.Me llevó un rato procesar toda aquella teoría. Beatriz esperabapacientemente mientras yo asimilaba lo que acababa de decirme.—O sea —concluí al fin—, que oigo voces porque mis genescreen que ese tío es mi media naranja y que nuestros hijos serían laleche para la evolución de la especie, ¿no?—Bueno... N-no es exactamente así, pero... más o menos.—Creo que tal vez sea mejor que empiece a tomar litio.Llegué a casa con el tiempo justo para arreglarme. Debía darmeprisa si quería pasar por casa de Gabriela a la hora acordada. Casicon total seguridad, me tocaría esperarla diez minutos, eso comomínimo, pero odiaba llegar tarde.Estaba maquillándome frente al espejo del baño cuando oí a losvecinos a través de la rejilla de ventilación.—¿Qué haces en mi cuarto? ¿Y por qué estás hurgando en miscosas? —reconocí la melodiosa voz de Oliver, aunque su tono erahosco.—Eres tú el que no tenía que estar aquí. Te lo dejé muy claro: noquiero verte; ni siquiera quiero cruzarme contigo. Si yo vengo, tú te vas. Que sea la última vez que incumples el acuerdo, o tendrás queatenerte a las consecuencias —la voz de su interlocutor correspondíaa un hombre mayor.—¿Y cómo se supone que iba a saber que venías? —replicóOliver con voz crispada.—¿No escuchaste el mensaje en el buzón de voz?—¿Qué mensaje? No me ha llegado nada. Compruébalo siquieres.Intenté concentrarme en pintarme adecuadamente, pero laconversación acaparaba toda mi atención.—Es igual. Ahora voy a salir, pero volveré en breve. Me irémañana por la mañana, así que te ruego que no regreses hasta elmediodía —la hostilidad con la que lo dijo me puso los pelos de punta.—Dame quince minutos y me iré —respondió Oliver.—Quince minutos. Ni uno más.Oí la puerta al cerrarse. Supuse que el señor habría salido deldormitorio. Después, solo unos ruidos amortiguados que no fui capazde identificar y el sonido de la radio, que Oliver debía de haberencendido.Me apresuré a colocarme el pelo de la mejor manera posible, yaque finalmente no me había dado tiempo a alisármelo, y a pintarme loslabios. Cogí el bolso y el casco y me dirigí a la calle.Al cerrar la puerta de casa, me encontré de bruces con unhombre de edad avanzada que salía de la puerta de enfrente. Imaginéque sería el que había escuchado hacía un momento. Era bajito yrechoncho, lo que le confería un aspecto amable que en nadaconcordaba con la violencia que se desprendía de su conversacióncon Oliver. Creo que se sorprendió al verme.—Buenas tardes, bonita —saludó con cordialidad.Al sonreír, dos hoyuelos surgieron en sus mejillas, los mismosque había visto en Oliver. Me parecía imposible pensar que fuese supadre después de haber oído cómo le trataba. Tal vez fueracoincidencia, porque no le encontré ningún otro parecido y, además,era demasiado mayor.—Buenas tardes —forcé una sonrisa.Entramos juntos en el ascensor. Su perfume invadió el pequeñohabitáculo.—¡Qué calor! ¡Parece mentira en esta época!—Sí... —contesté.Por fin llegamos a la planta del garaje. Me dejó salir cortésmente mientras sostenía las puertas para que no se cerraran.—Hasta otro día. ¡Ten cuidado con la moto! —dijo señalando elcasco.—Sí... Gracias. ¡Hasta luego!Me llevó un rato abrir el candado de la correa. Eduardo decíaque bastaba con poner un poco de grasa, pero siempre olvidabahacerlo. Mientras me peleaba con la cerradura, vi que el hombre cogíaunos papeles de su coche y se dirigía a pie hacia la puerta del garaje.Cuando por fin conseguí hacer girar la llave, sonó el móvil. Era Laura.—Álex, al final Álvaro no viene. ¿Te importa pasar a buscarme?No tengo cómo ir.—Es que he quedado en llevar a Gabriela.—Ya he hablado con ella. La va a acercar su padre.—¿Estás ya? Salgo ahora mismo.—Sí. Te espero en la calle. Ciao!En el fondo me alegré de que Álvaro no viniera, así podía estarmás tranquila. Tenía ganas de estar con Laura. La echaba de menos.Era una lástima que las dos nos hubiésemos enamorado del mismochico.Al salir del garaje, me sorprendió ver un coche de policía. Me fijépor si era el padre de Laura, pues el otro casco lo tenía Gabriela ypodía matarme si se enteraba de que llevaba a su hija en la moto sinprotección. Por fortuna, no era él. Pero le conocía. Era el mismohombre que días atrás había llamado a mi puerta preguntando por elvecino. Parecía que por fin le había encontrado, dado que los doshablaban amigablemente dentro del coche patrulla.
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Pero A Tu Lado - Amy Lab
RomanceÁlex es una estudiante de segundo de Bachillerato. Es divertida, inteligente y tiene muchos amigos. Pero su vida amorosa no está al mismo nivel. En realidad, ha sido bastante decepcionante hasta el momento, así que este año Alexia ha decidido centra...