Esa noche dormí mal. Entre sueños, la melodía lejana que habíaoído en las escaleras se repetía una y otra vez. Yo sabía quesignificaba algo, pero cada vez que estaba a punto de averiguarlo, medespertaba. Al cabo de un rato, conseguía dormir de nuevo, y vuelta aempezar. También aparecía Álvaro, aunque todo era confuso y notenía mucho sentido.Aun dormida, sabía que para obtener respuestas debía entrar enesa parte del cerebro a la que nunca sé cómo acceder. Siempre hetenido la idea de que mi mente es una especie de habitación donde lospensamientos y recuerdos están clasificados ordenadamente. Al fondode esa estancia, hay una zona franqueada por una especie de nieblaen la que por mucho que intento entrar no sé cómo hacerlo. Ahí seagrupan las sensaciones y los recuerdos relacionados con laseparación de mis padres: situaciones que me resultan tan difíciles deasimilar que permanecen en estado latente hasta el día en que decidaafrontarlas. Intuyo que hay información importante que deberíaconocer, solo que me da miedo.Por fin llegó la mañana. Me quedé un rato en la camaremoloneando, pero el hiriente ruido de un taladro hizo insoportableaguantar ni un minuto más allí, así que bajé a desayunar y a disfrutarde una relajante ducha en la cabina de hidromasaje de mi madre.Ya me estaba secando cuando oí el timbre. Me apresuré avestirme para abrir a lo que imaginé sería el pedido de comprasemanal. Era la tercera vez que llamaban cuando por fin alcancé lapuerta, aunque aún me demoré un instante para enrollar la toallaalrededor de mi pelo. Nada más abrir, me arrepentí de no haberechado un vistazo antes a través de la mirilla, pues, para mi sorpresa,no era el repartidor del supermercado.Al principio no me di cuenta de que era él, porque la nocheanterior apenas me había fijado en su cara. Sin embargo, el enormetatuaje de su brazo derecho me hizo caer en la cuenta de que setrataba de la misma persona del ascensor: dos serpientes enroscadasque se extendían en direcciones opuestas desde el hombro hasta lamuñeca. Al mirar con más detenimiento, reparé en que los cuerpos delos reptiles eran en realidad dos pentagramas sobre los quedescansaban notas y otros símbolos musicales. Aquel dibujo teníaalgo hipnótico. Incluso parecía que las serpientes se retorcíanalrededor del brazo y abrían sus mandíbulas para dejar ver mejor aquellos blancos y afilados dientes, que se clavaban en su oscura piel.—Hola. Soy..., bueno, supongo que soy tu nuevo vecino —suvoz era amable, incluso dulce, melódica y educada. Chocaba con suaspecto, salvaje y transgresor.Me costó levantar la vista de su brazo para mirar sus ojos, grisescomo el acero, con pequeñas motas azuladas, como si fueran lasincrustaciones de una joya, y que me atraparon en su profundidad.—Hola —respondí.El magnetismo de su mirada me impedía desviar la mía, perollegué a ver, o quizá a intuir, que sonreía ligeramente; sin embargo, ladureza de su expresión no cambió.—Se me ha roto la broca y tal vez tú puedas prestarme una.Solo será un momento. Necesito terminar algo...Entonces él parpadeó y cambió de postura para cargar el pesodel cuerpo sobre el otro pie, y el hechizo pareció esfumarse. Hasta eseinstante no había podido tomar perspectiva y contemplar el conjuntode su cara. Sus rasgos eran afilados y angulosos, como si estuvieranperfilados con líneas rectas y aristas. Habrían parecido armónicos yhermosos de no ser por una larga e irregular cicatriz que atravesabaen diagonal sus gruesos labios desde el orificio nasal izquierdo hastael hoyuelo central de la barbilla. A pesar de ello, su media sonrisa, conlas comisuras hacia abajo, era dulce e infantil y, aunque en conjuntopudiera parecer mucho mayor, aposté a que solo tendría dos o tresaños más que yo.—Sí, claro —contesté al fin.Desobedeciendo las instrucciones que mi madre llevabarepitiéndome siglos para que no admitiera la entrada a extraños, ledejé pasar.—¡Anda! —miró a su alrededor—. Esta casa es igual que la mía,solo que al revés.—Espera un segundo. No tengo ni idea de dónde puede estareso que pides...Fui hasta el despacho de Eduardo, mi padrastro, y busqué en elarmario. Allí había multitud de herramientas que era incapaz dedistinguir, así que le llamé.—¿Puedes venir un momento? No sé exactamente quénecesitas...Él se acercó. Era alto y, aunque delgado, su complexión erafuerte. Andaba despacio, con las manos en los bolsillos, y movíarítmicamente todo el cuerpo, como si sus pies fueran amortiguadores que le hicieran rebotar apenas con cada paso. Sus facciones eranexóticas. Podría haber sido árabe o hispano. Su piel era demasiadamorena como para tratarse de un simple bronceado. Me intrigaba dedónde sería, porque, además, no tenía acento extranjero.Se puso en cuclillas y examinó detenidamente las herramientas.Yo intentaba encontrar un tema de conversación cuando volvió asonar el timbre. «Será el pedido», pensé, pero volví a equivocarme. Setrataba de un hombre que, para mi sorpresa, se identificó comopolicía.—Perdona, guapa. Debo de haberme equivocado. No vive aquíJosé Luis Sandoval, ¿verdad? Creo que se acaba de mudar. Debe deser en el tercero izquierda... —su voz era aguda y desafinada.Tal vez fuera mi afición a los thrillers y a la novela negra, el casoes que no me pareció un policía «de verdad». No sabría explicar qué,pero algo en él me inspiró desconfianza. En primer lugar, iba solo y,según sabía por el padre de Laura, que también es policía, siempretrabajan en parejas, por lo que pueda pasar. Por otro lado, aunquesonreía y se mostraba amable, su mirada era dura e incisiva.—No. Aquí no es —dije con mi mejor sonrisa—. De todosmodos, yo acabo de volver de viaje. Cuando me fui, la casa seguíavacía. No sé si ahora vivirá alguien...—No te preocupes, guapa. Siento haberte molestado. Voy aintentarlo en la puerta de enfrente. Gracias.—Adiós —me despedí y cerré la puerta.Había mentido. Y sin ningún motivo. Pero algo me decía que eramejor así. Me acerqué sigilosamente al despacho de Eduardo, dondemi nuevo vecino había hecho ya su elección y estaba cerrando la caja.—Me voy a llevar esto y ahora te lo devuelvo —dijo alzando unestuche naranja.—¿Tú te llamas José Luis Sandoval? —le pregunté en voz bajamientras entornaba la puerta tras de mí. Él me miró sin entender nada,pero no respondió.—El que acaba de llamar era un policía que se ha equivocado depuerta y buscaba a alguien con ese nombre...—Está buscando al viejo, no a mí —me interrumpió cortante—.¿Qué quería? ¿Qué le has dicho?—Que hasta donde yo sabía, no vivía nadie allí...Me miró fijamente, supongo que intentando adivinar por quéhabía mentido.—Bien. Gracias por el juego de brocas.Estaba claro que no pensaba decir nada más; por su parte, eltema estaba zanjado. Sin embargo, antes de abrir la puerta quellevaba al descansillo, se asomó a la mirilla para comprobar que nohabía nadie.—Si no eres ese José Luis, ¿quién eres? ¿Cómo te llamas?Se detuvo un instante antes de responder, como si dudara enhacerlo o no.—Me llamo Oliver.—Pues... hola. Yo soy Alexia.No llegó a oírme. Ya había cerrado la puerta tras de sí.
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Pero A Tu Lado - Amy Lab
RomanceÁlex es una estudiante de segundo de Bachillerato. Es divertida, inteligente y tiene muchos amigos. Pero su vida amorosa no está al mismo nivel. En realidad, ha sido bastante decepcionante hasta el momento, así que este año Alexia ha decidido centra...