El poderío de un miserable

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Un día después de lo que ocurrió en Ciobry, los arcentios se encontraban alerta, pues, habían perdido a dos miembros de la Élite: a Darig y a mí. Sin embargo, Brovyn y Ann huyeron de allí junto a una docena de soldados. Llegaron a Arcentias hechos polvo. Tras contarle al Rey lo que sucedió, este ordenó inmediatamente el refuerzo de tropas en las murallas de la ciudad, ya que estaban indefensos. Aunque los arcentios contasen con un gran número de soldados, en aquellos instantes el Imperio podría atacarles directamente, dejándolos hechos añicos. Inmediatamente, Wosold pidió ayuda urgentemente a los reinos con los que mantenía alianzas para defender Arcentias. Teniendo en cuenta que si Arcentias caía ellos lo harían con ella, no tenían más remedio que enviar un gran número de tropas provenientes de diferentes reinos.

Pero... ¿Qué fue exactamente lo que sucedió en Ciobry? Ann y Brovyn me recuerdan agarrando en alto el colgante, y entonces, el colgante brilló, cegando a todo el mundo, y dejando tras aquel destello una gran explosión que arrasó por completo con el lugar, y con la gran mayoría de soldados presentes. Cuando se recuperaron, no tuvieron más remedio que huir. Llegaban soldados del imperio, y sólo habían cadáveres en aquel lugar, incluso el mío... Las tierras de aquel lugar quedaron muertas y malditas, y nadie más se adentró allí, en Ciobry...

Horas después, los ciudadanos de Arcentias se encontraban escondidos en refugios bajo las calles de la ciudad, y algunos decidieron luchar junto a los soldados, siendo bienvenidos con armaduras y armas proporcionadas por la guardia. Los soldados se encontraban en las murallas y bajo ellas, preparados para cualquier represalia. Tenían observadores en las tierras que rodeaban a la ciudad. Habían cañones en las paredes de la muralla, catapultas en lo alto de ellas y arqueros.
Brovyn se encontraba liderando entre las filas de tropas de tierra, y Ann lideraba a los de las murallas. En resumen: estaban puestos en posición para el gran día.

Se encontraba amaneciendo. El sol estaba saliendo con todo su esplendor en el horizonte, y algo llamó la atención a los arcentios: sobre los prados se podía distinguir una gran masa de personas translúcida, la cual distorsionaba todo lo que se veía a traves de ella. Entonces, un destello rojo se iluminó sobre ella, y una gran nube negra los desveló. Era la ofensiva definitiva del Imperio, más de mil hombres se encontraban en los prados frente a Arcentias, y muchos más en los alrededores, todos, liderados por Vodri.

Tal y como aparecieron, los arcentios se lanzaron al combate sin miedo, defendiendo lo que más querían: a su gente y su hogar. Los imperiales cargaron contra las filas arcentias, y allí tuvo lugar la gran batalla.

Ellos tenían tiradores, catapultas, arqueros con flechas de aquel extraño fuego lila que hacía arder a las personas como si nada, junto a una gran máquina de metal que servía para reventar las paredes de las murallas.

Los arcentios dispararon la primera tanda de cañonazos, impactando sobre las tropas imperiales, haciéndolos trizas. Junto a los arqueros y catapultas, aquello era una maldita masacre. Lo único que se podía escuchar eran los gritos de los soldados, el sonido del metal de las espadas chocando y los cañonazos y silbido de las flechas.

El cielo estaba cubierto por una gran lluvia de flechas, como si fuese una gran bandana de pájaros volando sobre un lugar.

Estaba siendo una gran guerra de desgaste, y aquello podría durar bastante, pero... Antes de disparar la segunda tanda de cañonazos, uno de los soldados de la muralla se acercó a Ann y le preguntó:

Soldado: ¿Qué hace aquel desgraciado?

Le dio el catalejo a Ann, señalando dónde se encontraba el sujeto, y vió a través de éste un hombre sobre un blanco caballo, con una armadura destrozada y cubierta de mugre y sangre, con una capa azúl marino rasgada y el símbolo de la Élite manchado de sangre. Aquel tipo saltó del caballo y se lanzó sin miedo a los cientos de Imperiales que habían tras el frente. Nadie podía tocarle: era ágil e implacable en el campo de batalla. Desarmaba a unos, y mataba a otros con sus propias armas. Pero... Dio una vuelta sobre uno de los soldados, y entonces, de su mano apareció una daga blanca tras una estela azúl, y miró durante unos instantes a Ann. Su rostro estaba tapado por una capucha y máscara, pero vió sus ojos azules, los cuáles estaban iluminados entre llamas, y lo reconoció al instante. Con el pulso temblante, le devolvió el catalejo al soldado. Le ordenó, perpleja, que disparasen los cañones.

Yyvanor: La mentira del InframundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora