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Roger y Elspeth jadeaban sobre los pedales de sus bicicletas mientras subían la larga cuesta que llevaba a Patterick Fell.
Un día más estaba terminado. Tras ellos quedaban Hayes, con sus viejas fábricas de tejidos y la estupenda escuela nueva,y el autobús que se dirigía hacia la aldea de Whitworth siguiendo los senderos de tierra. Habían llegado al último trecho de su viaje a casa,una empinada cuesta en medio del erial.
Roger se detuvo a mitad de camino para recuperar el aliento. Aspiró con grandes bocanadas el viento de la montaña. Era como el agua de manantial, limpia y fresca. Se volvió y miró hacia atrás. Desde este lugar se ofrecía a sus ojos una vista que nunca dejaba de levantarle el ánimo, por muy cansado que estuviera.
El páramo se extendía a lo lejos; una sucesión de bajas colinas interrumpidas por valles, donde los espinos blancos crecían junto a las abruptas quebradas. Más allá empezaban los cultivos. Al otro lado de la vega flotaba la nube de hollín de Hayes. Luego, las peladas lomas seguían su curso hasta el horizonte, sobre el que se cernían las oscuras nubes de las ciudades del noroeste.
Elspeth se esforzaba en alcanzar a Roger. La chica se curvaba sobre el manubrio de su bicicleta. Pero pronto empezó a tiritar y su cuerpo se encogió dentro del abrigo.
-Este viento es un traidor -dijo-. Espera hasta que ya no puedes más, cuando vuelves del colegio y tienes la subida delante. Entonces, viene y te agarra.
Roger la escuchaba distraído. A él le gustaba el viento. Y, además, éste había sido un gran día. Estaba impaciente por contar a su padre lo que el señor Bancroft había dicho sobre su carrera a campo traviesa.
Se puso de nuevo en marcha, sin esperar que Elspeth lo alcanzara. Sintió cómo los fuertes músculos de sus piernas empujaban con fuerza los pedales, pidiendo a su corazón y a sus pulmones un esfuerzo suplementario. Sabía cuáles eran los sitios donde debían detenerse durante un segundo, metas volantes hacia las que su cuerpo tendía por muy cansado que estuviera: un arbusto de *aulaga que se asomaba a la carretera, un montón de grava, un un saliente de roca amarillo oscuro debido a los *líquenes que cubrían.
Hizo una pausa en el tercero de sus *mojones y miró de nuevo hacía atrás. Elspeth lo seguía a cierta distancia. Más abajo, muy lejos, vio una mota plateada que avanzaba trabajosamente por la carretera que acababan de recorrer. La estrecha cinta de asfalto se curvaba como las espiras abiertas de un muelle tensado en exceso. Roger sabía qué era la mota plateada. Permaneció de pié, mirándola con el ceño fruncido.
Elspeth volvió a darle alcance.
-Podías haberme esperado.
-Ya lo he hecho.
En el silencio reinante podían oír el ruido del camión que se acercaba. Elspeth también lo seguía con la mirada.
-¿Otra más?
Como la chica había acertado, él no se molestó en contestar a su pregunta. Si se hubiera equivocado, el muchacho le hubiera llevado la contraria.
Esperaron un ratito, pero su casa estaba ya más cerca que el camión, así que apretaron el paso. Ante ellos se alineaban una serie de modernos *bungalows, que ni una planta adornaba desde que fueron construidos diez años antes, porque los hombres que en ellos vivían tenían poco tiempo y poco interés por la jardinería y porque, además, la pobreza del suelo y la dureza del clima no dejaban medrar las flores. Roger y Elspeth vivían aquí, junto a las familias de otros científicos.
Pero la carretera seguía subiendo, pasados los bungalows, hasta la imponente verja rematada por un alambre de espino que se extendía a lo largo de la ladera de la colina, justo por debajo del horizonte. Lo único que se podía ver desde allí era la maciza caseta de vigilancia y la barrera de seguridad, al otro lado de la cual se extendía una franja desértica de tierra de nadie. Lo que había más allá estaba fuera del alcance de la vista. Pero Roger lo conocía bien. El lago. En la orilla, el gran complejo de edificios que parecían construidos por una civilización extraterrestre. La cúpula plateada del reactor nuclear. Las altas chimeneas y las torres de refrigeración. Las largas hileras de edificios funcionales que albergaban los laboratorios URDN (Unidad de Reserva de Desechos Nucleares). La observadora mente de Roger se sobresaltaba con el término. ¡Reserva! Una palabra de relaciones públicas. Como si uno pudiera quemarla igual que un pañuelo de papel. Ése era el principal problema del material radiactivo. Una vez que se había terminado su utilidad, no se podía hacer nada, absolutamente nada, para liberarse de él. No se podía poner en ninguna parte, ni bajo tierra, ni en el mar, ni siquiera enviarlo al espacio, sin el peligro de que su mortífero poder se volviera contra los hombres. Lo único que cabía hacer era encontrar el modo de almacenarlo hasta que el paso de los siglos acabara por hacerlo inofensivo. Ésa era la razón que los había llevado allí. Desde que, hacía ya diez años, el fuego arrasó Windscale -ese accidente del que nadie quería hablar-, el padre de Roger trabajaba allí como jefe de la URDN, entregado en cuerpo y alma a la resolución del problema. Y también su madre trabajaba en la central.
El camión se acercaba, subiendo lentamente la cuesta. Los chicos se hicieron a un lado para dejarlo pasar. Cuando llegó a su altura, pudieron ver la carga, ya tan familiar para ellos: tres grandes depósitos con plateadas aletas de refrigeración, protegidos por cubiertas de un amarillo chillón y, en el costado, el trébol amarillo y negro, tan pequeño como las copas dibujadas en las etiquetas de "frágil".
Pocas personas podrían decir lo que se emblema significaba.
Pero Roger y Elspeth lo sabían: es el símbolo que internacionalmente significa "material radiactivo".
El camión pasó de largo, y la caliente respiración de su tubo de escape envolvió las piernas de los chicos. Lo vieron alejarse, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
-Dragones -dijo Elspeth-. Horribles dragones grises, con fuego de cola y veneno en el estómago.
-Catorce -dijo Roger-. Con éste ya son catorce los camiones que hemos visto ir a Patterick Fell en esta semana. Y eso mientras estábamos aquí. ¿Cuántos más habrán pasado cuando estábamos en el colegio o durmiendo? ¿De dónde vienen?
-No me importa de dónde vengan -dijo agriamente Elspeth-. Lo que me preocupa es adónde van. ¿Por qué aquí? ¿Por qué siempre aquí?
Roger la miró con incredulidad. Le parecía imposible que la chica no lo supiera. Increíble, pues lleva diez años viviendo allí, su padre era el responsable del centro de investigación, y su madre una de los más brillantes bioquímicos de los laboratorios.
-Tienes que saberlo, por fuerza -dijo Roger-. No puedes ser tan ignorante. Para eso precisamente han hecho URDN, ¿no? Desde el accidente de Windscale, la mayor preocupación de todos es encontrar un sitio seguro donde almacenar los residuos radiactivos de todas las centrales nucleares del país. Y luego buscar, como está haciendo papá, un modo de reducir la radiactividad lo más rápidamente posible y almacenar el resto de forma que no pueda causar daño.
-Lo que no comprendo es de dónde sale semejante cantidad de residuos. Nunca había visto nada parecido. Tendrían que vaciar todas las centrales atómicas del país para llenar tanto camión. Seguro que parte viene de otros países.
En su imaginación aparecieron los puertos de su tierra. Veía los tanques de plateados alerones, llenos de líquidos radiactivo, balanceándose sobre los muelles mientras eran descargados; camiones con su correspondiente indicativo, discretamente vigilados por la policía nuclear, atravesando calles donde muchas señoras hacían la compra, pasando en las curvas a niños que volvían del colegio, acelerando en las carreteras donde algún que otro conductor los adelantaba sin tener la más mínima conciencia del peligro que un accidente desataría.
-Lo odio -dijo Elspeth con convicción-. Odio vivir al lado de eso, sabiendo que puede envenenarnos a todos. A veces me da miedo abrir la ventana de mi habitación por si algo de eso flota en el aire.
-¡Flota en el aire! ¡Vamos ya! En primer lugar, si flotara en el aire hace tiempo que estaríamos muertos. Y en segundo lugar, por mucho que cierres la ventana no podrías evitar que entrara en tu habitación. La verdad es que, para ser hija de una autoridad mundial en física nuclear y de una doctora en bioquímica, eres la número uno de las tontas anticientíficas que conozco.
-No me importa. Me gusta ser anticientífica. Yo no quiero ser como mamá y papá. Me dan miedo. No me gusta estar en la misma habitación que ellos después de que se han pasado todo el día tocando esa cosa.
-¡Tocando esa cosa! Ya estás otra vez. ¿Es que no sabes nada de los laboratorios radiactivos? Un quirófano es una pocilga comparado con las precauciones que toman aquí. Tendrían que volverse locos para acercarse a la cosa a menos de un kilómetro de distancia.
-¿Y tú crees que, porque sean científicos, no van a cometer nunca un error? Siempre has sido igual. Crees que papá es una especie de dios. Bueno, pues no lo es. Los científicos son seres humanos como todos los demás, no son una raza de superhombres. Pero tú no puedes darte cuenta, ¿a que no? Tú eres igual que papá y mamá. Piensas que la ciencia es la único importante. Y crees que, porque yo no comparta esa opinión, no puedo pensar nada digno de ser escuchado.
-¿Como qué?
Ella lo miró con rabia, los ojos húmedos de lágrimas. Cuando Roger vio que su hermana no iba a contestar, se adelantó con la bicicleta hasta la verja del bungalow.
El camión se había detenido en la caseta de la entrada.
Varios guardas controlaban los papeles que el conductor les tendía desde la cabina del vehículo. Roger dejó volar su imaginación. ¿Y si el camión no fuera lo que parecía ser? ¿Y si los guardas se equivocaran? ¿Qué podría ocurrir? Por un momento imaginó al camión arremetiendo contra la barrera de entrada y abalanzándose a toda velocidad por la carretera, hacia el horizonte. ¿Qué podría llevar en su interior? ¿Saboteadores? ¿Terroristas? Su corazón latía con fuerza. Pero la blanca barrera se levantó despacio, y el "dragón" de Elspeth se dirigió tranquilamente hacia su establo.
Encontró a su hermana en la cocina; leía una nota de su madre mientras se quitaba el abrigo.
"Hay empanada y arroz con leche en el horno."
-¡Qué bien! No hay que pelar papas, así que puedo ver "Los Teleñecos".
-"Teleñecos". Pero ¿todavía sigues viendo esa mierda?
-No es una mierda. Eso es lo que más odio de ti. Crees que, porque una cosa haya sido pensada para los niños, no puede tener interés para nadie más. Pero es exactamente al contrario. La mitad de las cosas buenas que hay en el mundo son las que se hacen para los niños, y la mayoría de las cosas desagradables y podridas están pensadas para los mayores.
-Lo único que haces es huir. Algún día estarás tan lejos de la realidad que dejarás incluso de respirar.
-Desde luego que me escapo. ¿Qué tiene de malo huir de las cosas que a uno no le gustan? ¿De qué otra forma puedes enseñar a la gente que en este mundo hay algo que no funciona?
-Es igual, pero ¿tienes deberes que hacer?
-Sí. Pero prefiero ver "Los Teleñecos". Ya que lo dices, preferiría ver cualquier programa antes que estudiar el ciclo vital de la ameba. Incluso "Dallas" sería más interesante. Él dejó de intentar razones con ella. Pensó que a pesar de tener ya trece años, seguía pensando exactamente igual que cuando tenía tres.
Roger cogió la cartera y se dirigió hacia su habitación. Se sentó ante la mesa de trabajo, frente a la ventana, pero durante un largo rato no miró siquiera sus libros de texto.
La ventana daba a la parte posterior de la casa. No se veían la central ni la valla que la rodeaba. Una amplia franja de terreno sin cultivar descendía hasta la llanura, interrumpida sólo por el cielo siempre cambiante. Aquí el paisaje seguía siendo el mismo desde hacía millares de años. Cuando la niebla convertía los campos lejanos en misteriosos bosques encantados, le parecía estar en la Edad de Bronce, y contemplar el humo de las fogatas ascendiendo al cielo. ¿Seguiría igual dentro de tres mil años? La casa en la que él se hallaba desaparecería bajo la maleza, pero ¿qué pensarían los arqueólogos del futuro al descubrir el montón de ruinas que en otro tiempo fuera Patterick Fell?
Se sobresaltó. "Ruinas" era una palabra peligrosa. Ocurriera lo que ocurriera, Patterick Fell debía permanecer intacto. Las piscinas de refrigeración, los grandes depósitos donde se almacenaban los residuos, todos los dispositivos ideados por su padre, debían resistir el paso del tiempo durante miles de años.
Luego se río de sí mismo. Elspeth lo había contagiado. Por supuesto que no ocurriría nada parecido. No había más que pensar en la explosión tecnológica del siglo XX.
¿Quién podría predecir lo que los científicos serían capaces de hacer a fin de siglo, y no digamos ya dentro de mil años? Los problemas que ahora preocupaban a gentes como su padre parecerían juegos de niños a las generaciones futuras.
Siempre y cuando hubiera efectivamente generaciones futuras. Nunca lo hubiera reconocido ante Elspeth, pero también él era consciente de los peligros. Siempre y cuando no hubiera ningún accidente. Ni un solo error. Ningún ataque por guerra o sabotaje. Siempre y cuando...
No. De nuevo se estaba dejando por los sentimentalismos. El mundo era enorme. La humanidad ya había sobrevivido antes a numerosas catástrofes. Siempre aparecía alguien en alguna parte que recogía los restos y empezaba de nuevo.
Eran más de las cinco. La fila de coches que anunciaba el fin del turno de día bajaba a toda prisa por la carretera; los científicos y operarios que trabajaban en Patterick Fell regresaban a sus pulcras casitas.
Había terminado la emisión de "Los Teleñecos". Oyó el ruido que hacía Elspeth al poner la mesa. Debería bajar y prestarle ayuda. Pero se hizo el loco hasta que oyó llegar a su padre y salió a recibirlo. Pensó lo agradable que sería tener una madre que los recibiera con la casa caliente y el té recién hecho sobre la mesa. Pero nunca había sido así. Sencillamente, no eran de esa clase de familia. Al fin y al cabo, su madre era una científica casi tan brillante como su padre, aunque sus trabajos sobre los efectos genéticos de la radiación recibieran menos publicidad que los de su esposo. Era la eliminación de los residuos nucleares lo que despertaba el interés público, y por eso su padre recibía continuamente invitaciones para escribir artículos en prestigiosas publicaciones o para participar en charlas televisivas.
Ayudó a su madre a quitarse el abrigo, y la vio cruzar el comedor, saludando a Elspeth con su habitual alegría.
-Muy bien, hijita -dijo, después de lanzar una ojeada a la mesa preparada por Elspeth.
Luego desapareció en la cocina, para reaparecer inmediatamente con la empanada y una fuente de tomates asados. Roger la contempló con aprensión. Su madre quería dar una impresión de gran seguridad como ama de casa, pero él no estaba muy convencido de ello. Le parecía más difícil que tuviera un accidente en su laboratorio, vestida con su bata blanca y rodeada de sus ratas y ratones.
Esperaba que Elspeth se hubiera tranquilizado. Su madre no soportaba su miedo a las radiaciones atómicas. No es que despreciara el riesgo, pero era de naturaleza optimista. Gracias a su trabajo se había convencido de que, aunque ocurriera lo peor -una guerra atómica, por ejemplo-, la humanidad podría sobrevivir conservando su aspecto humano. Roger esbozó una media sonrisa. Sentía que eso nunca sería suficiente para tranquilizar a Elspeth.
Se sentaron los cuatro alrededor de la mesa. Su padre casi no había hablado desde que llegó. Últimamente parecía más preocupado que de costumbre. Roger lo miró, preguntándose si los camiones serían la causa de todo. Se le ocurrió pensar que su padre era la encarnación de la imagen popular de un científico ilustre. Era bajo, de cara redonda, calvo, de sonrisa agradable y modos parentales. Podría haber sido uno de esos médicos de cabecera que se acercan amistosamente al enfermo. O un administrador de confianza. Alguien que se ocupara de los asuntos de la vida, el matrimonio y la muerte. De los problemas de los individuos. Le costaba mucho imaginárselo tal como lo veían las personas que no eran de la familia: el doctor Paul Lowman, físico nuclear, la máxima autoridad mundial en el tratamiento y almacenaje de productos de la fisión radiactiva, un hombre en cuyas manos estaba la seguridad de su país; quizá, incluso, debido a su influencia, la del mundo entero. Siempre percibía como un relámpago iluminador el hecho de que él, Roger, era el hijo del doctor Lowman. Era algo semejante a la experiencia de un príncipe que tomara conciencia de su condición real.
Los ojos de su padre se encontraron con los suyos. Su sonrisa era abierta, sin sombra de preocupación.
-¿Qué tal, Roger? ¿Cómo has pasado el día?
-Muy bien -dijo Roger de inmediato-. Hoy han empezado las pruebas de carrera a campo traviesa. Y me han escogido para el equipo de los mayores. El señor Bancroft me ha dicho que, si me entreno, es posible que en marzo pueda participar en los campeonatos del condado.
Se produjo uno de esos momentos en que la gente honrada dice en silencio aquello que preferiría ocultar. Roger sorprendió la mirada que se cruzaron sus padres. Esperó, con la boca llena, algún reproche. Pero su padre se volvió de nuevo hacía él, con la sonrisa de siempre.
-Eso es estupendo. Estarás encantado. Roger miró a los dos. Pero también su madre sonreía. Había dejado pasar el momento. Ahora ya no podía preguntarles qué quería decir esa mirada. Y, aunque lo hiciera, no serviría de nada.
No era fácil ser hijo de dos personas que habían firmado el Acta de Secreto Oficial. Había muchas cosas que quería preguntarles. Fascinantes problemas científicos. A ellos les encantaba hablar de su trabajo. Pero, de pronto, hacía una pregunta de más. Ellos nunca le cerraron bruscamente la puerta ni le regañaron por ello. Pero habían desarrollado una técnica para evadir amablemente esa clase de preguntas, llevando la conversación hacia otros terrenos. Y la evasiva era definitiva. No había posibilidad alguna de volver a llevar la conservación al punto en que la dejaron derivar, de regresar al camino que había sido cerrado. Y está era una de esas veces.
Pero ¿por qué a campo traviesa? ¿Qué secreto podía encerrar algo así? Se trataba de su vida, no de la de ellos. La mejor oportunidad que nunca se le hubiera presentado. ¿Qué relación podía existir entre los campeonatos del condado en marzo y el trabajo de sus padres en Patterick Fell?
No había contado con Elspeth. Su vocecita fina y aguda cruzó la mesa. Miraba directamente a su madre.
-¿Por qué tú y papá se miraron así cuando Roger dijo lo de los campeonatos de marzo?
Está vez sorprendió a su madre con la guardia baja.
-¿Así cómo?
-No lo sé. Eso es lo que me pregunto. Como si supieran algo que no nos pueden decir.
Ahora sus ojos fijos, de un azul casi gris, miraban a su padre. Pero él tenía más capacidad de respuesta.
-Todavía falta mucho para marzo, ¿no? Pueden pasar muchas cosas en este tiempo. Roger podría sufrir una lesión, o descubrir que le encantan las chicas y dejar de entrenarse. No queremos que empiece a contar el rebaño cuando todavía no tiene más que un cántaro de leche. ¿Verdad, Roger?
Roger lo miró. Sintió un ligero malestar. Pensó: "No te creo. Tú sabes algo. Algo que se refiere a mí. Lo que siempre he deseado. Y ni siquiera me dices qué es".
-¡El arroz con leche! -exclamó la madre-. Me lo he dejado en el horno. ¡Se habrá quedado como una suela!
-No tienes que cambiar el tema. No somos idiotas -le dijo Elspeth mientras su madre se levantaba-. Aunque hayamos aprendido a no perder el tiempo haciendo preguntas que no quieren contestar.

Alarma en Patterick Fell - Fay Sampson *SIN EDITAR*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora