A Roger nunca le resultaba pesado el largo viaje hasta Hayes. En primer lugar, le gustaba el colegio. Todas las mañanas se dirigía hacia allí deseando llegar. La escuela significaba amigos, todo un mundo de nuevos conocimientos que se abría sin cesar ante sus ojos. Significaba el campo de deportes, la satisfacción de lanzar la pelota al aire como un cohete, de sentir la tierra bajo sus pies. Le gustaba todo lo que había en el Colegio Duke -simpáticos profesores, aulas soleadas, el olor de los libros nuevos en la biblioteca-. A él no le afligían los dolores de cabeza y de estómago que bloqueaban a Elspeth cuando tenía un examen, o cuando se peleaba con su última amiga, o cuando se perdía en uno de sus sueños diurnos y la regañaban por ello.
Tras bajar a tumba abierta la cuesta de Fell y recorrer los caminos de tierra, aparcaron sus bicicletas frente al almacén de Whitworth y allí esperaron la llegada del autobús que los llevaría hasta Hayes. Montar en él significaba escapar al frío viento de invierno, penetrar en el lujo de los acolchados asientos y viajar sin esfuerzo.
Ian, el mejor de los numerosos amigos de Roger, estaba en la parada. Lo único que tenía Roger en contra de Patterick Fell era la falta de chicos de su edad. Los científicos y encargados del mantenimiento que vivían en la central eran mucho más jóvenes que los padres de Roger. Sus hijos todavía iban a la escuela primaria, y eran tantos que ocupaban un microbús entero, pero que iba en dirección opuesta a Hayes. En otros tiempos había más muchachos, pero la mayoría fueron enviados a un internado.
El autobús se detuvo en el aparcamiento del colegio. El primer sol de la jornada, todavía bajo, brillaba sobre los campos cubiertos de escarcha. Roger echó a andar por la calzada, balanceando su cartera, con una sonrisa en los labios.
-¡Hola!, John... Alan... Peter.
-¿Qué hay, Roger?
-¡Cómo corriste ayer!
-¿Qué te dijo el viejo Bancroft?
Éste era su mundo, un lugar hecho a medida para él, donde se sentía feliz, triunfador, popular. Aquí se sentía más a gusto que en la casa de Patterick Fell, donde siempre había un fondo de sombra, un punto de malestar. Encontrarse al llegar con un hogar vacío. La tensión que le producían los cambios de humor de Elspeth. La responsabilidad que pesaba sobre los hombros de su padre, evidente a pesar de la sonrisa radiante y tranquilizadora que ostentaba ante todo el mundo.
Pasó una buena parte de la mañana en el taller de la escuela, escupiendo una estatuilla para el cumpleaños de su madre. Cuando llegó la hora de comer, estaba entrenándose en el campo de deportes. Al sonar la campanilla que anunciaba la reanudación de las clases, se sentía con ganas de disfrutar la lección de historia. Esperaba que el señor Ramsden les contara algún episodio interesante, de forma que no tuviera más que escuchar, que asimilar la información, dejando que fuera otro quien llevara la iniciativa.
Pero este día era diferente. Cuando se abrió la puerta del aula, apareció el señor Ramsden seguido por numerosos visitantes. Los alumnos se pusieron de pie.
-Pueden sentarse, chicos. Como ven, hoy hemos traído un refuerzo. Este señor de barba es el señor Hunt, de la escuela de magisterio que está aquí cerca. Durante este trimestre vendrá todos los martes con diez estudiantes. Quieren tener poner en práctica algunas de sus últimas ideas, trabajando con ustedes en grupos reducidos, y, en compensación, tienen la oportunidad de salir de vez en cuando del colegio y hacer cosas más interesantes de las que se pueden llevar a cabo con una clase numerosa. Sin contar el alivio de no tener que escucharme a mí todo el tiempo. Bueno, eso era todo lo que les quería decir. Parecen bastante pacíficos, ¿no opina lo mismo, señor Hunt? No creo que se vayan a comer a sus estudiantes, así que se los dejo a usted.
-Muchas gracias, señor Ramsden. Si nos crearan problemas, pulsamos la alarma contra incendios, ¿verdad?
-Eso es lo mejor, pero no olvide avisarme con cinco minutos de antelación para preparar un poco de humo.
El señor Ramsden sonrío ampliamente y salió. La clase esperaba con expectación. Pero la primera lección de los recién llegados no parecía tener nada que ver con la historia. El señor Hunt distribuyó a los alumnos en grupos de tres y asignó uno de sus estudiantes a cada grupo.
Roger estaba con Ian y Peter. Su instructor se acercó hacia ellos y se apoyó en precario equilibrio sobre un pupitre.
-Hola -dijo, con una risita que delataba sus nervios-, me llamo Colin Richards. Creo que lo primero que debemos hacer esta tarde es conocernos un poco. Roger lo miró de arriba abajo críticamente. El pelo oscuro y ondulado le llegaba hasta los hombros, y llevaba gafas de concha. Vestía una chaqueta peluda de corte deportivo y corbata; pero parecía a disgusto con esa ropa, como si no fuera la que llevaba habitualmente y se la hubiera puesto sólo para la visita escolar. Bajo la chaqueta asomaban unos vaqueros muy gastados que encajaban más con su persona, pero que chocaban con la chaqueta y la corbata. Roger lanzó una rápida mirada a su alrededor. Se sintió orgulloso. Todos los chicos llevaban chaquetas cruzadas, a rayas negras y verdes, con pantalones grises. Las chicas vestían faldas grises y jerseys del mismo color con ribetes verdes. Todos, fuera cual fuera su nivel social, llevaban impecables sus uniformes. Duke era un buen colegio, y se notaba. El estudiante les pregunto por sus casas y familias. Peter vivía en una granja con su madre, viuda. El padre de Ian tenía un puesto de periódicos en Whitworth. Colin Richards se volvió hacia Roger.
-Y tú, ¿dónde vives?
-En Patterick Fell.
Lo dijo con orgullo, porque sabía el respeto que los profesores sentían por su padre, el jefe de la URDN. Su deferencia se mostraba también en su actitud hacia Roger, al que trataban como al inteligente hijo de un científico de fama mundial. Esto le gustaba. Luego observó el rostro de Colin Richards, esperando ver aparecer en él ese mismo respeto. Vio cómo su nerviosa amabilidad se transformaba en una expresión de comprensión. En un momento, todo su aspecto se transformó.
-Es el centro de investigación nuclear, ¿verdad? Donde se almacenan los residuos radiactivos.
Había olvidado su papel de maestro estudiante que forzaba respuestas a preguntas profesionales. Cuando se inclinó hacia Roger para formular su pregunta, era simplemente él mismo. Muy interesado. Y algo más. Nada respetuoso. ¿Hostil? Roger reaccionó a la defensiva.
-Sí.
-¿Y tu padre trabaja allí?
¿Es que no lo sabía? Tenía delante el apellido de Roger. ¿No le decía nada?
-Mi padre es el doctor Paul Lowman.
Hizo una pausa deliberada para dejar bien claro que, si Colin Richards no conocía ese nombre, debía conocerlo. Luego, por prudencia,añadió:
-Es físico nuclear. Y mi madre es la doctora Marjorie Lowman, investigadora bioquímica.
-¿Así que los dos trabajaban en una bomba de relojería para barrer del planeta a la próxima generación?
-No -dijo Roger con todo agrio y combativo-; trabajan para impedir que la bomba de relojería estalle. Para proteger a la gente como usted.
Estaba furioso. Mil argumentos despectivos se ofrecían a su mente como filas de armas mortíferas. Pero la idea que se hacía aquel tipo del trabajo que se llevaba a cabo en Patterick Fell estaba tan llena de estúpidos perjuicios que ni siquiera merecía la pena discutir con él.
-Un día de estos tenemos que charlar tú y yo. Pero no hoy. ¿Tienes algún hermano?
-Una hermana.
Roger contestaba brusca y enojadamente. ¿Qué derecho tenían aquellos estudiantes de entrar en su clase y ponerse a hacer preguntas personales? Si alguien hiciera lo mismo por la calle, uno podía seguir de largo y decir : "Hoy no, gracias". No era justo por parte de los profesores colocarlo en una situación en que no podía negarse a contestar sin pasar por desobediente o maleducado. Pero no le gustaba sentir que su vida privada era anotada en un librito negro, para discutirla luego con unos desconocidos como si se tratara de un caso clínico. Y ni siquiera era eso lo grave. Si hubiera sido algo completamente anónimo, impersonal, la cosa no le hubiera molestado tanto. Pero a este estudiante, repleto de opiniones mal digeridas acerca de la investigación nuclear, estaba claro que no se le había ocurrido pensar que su padre y su madre dedicaban sus vidas a salvar al país de las consecuencias de la polución radiactiva, no a aumentarla. Luego empezó a hacer preguntas sobre trivialidades, como qué había desayunado y cosas así; pero en el momento de la verdad el maestro no quiso escuchar, porque creía tener ya las respuestas en su estúpida cabeza, y eso Roger no lo olvidaba.
Las preguntas personales habían terminando.
-Y ahora, me gustaría que rellenaran esto. Tienen media hora para hacerlo.
Colin Richards les dio tres hojas de papel con el mismo misterio con que un prestidigitador hubiera sacado tres palomas de su sombrero. Entregó una a cada chico.
Roger miró la suya. Inmediatamente se dio cuenta de que se trataba de un test de inteligencia. Encontrar las piezas que faltan en una serie. "PATA es a TAPA como CASA es a...". Parecía demasiado fácil.
Saboreó la idea de hacerlo mal a propósito para burlarse del sabihondo maestrillo. Pero el orgullo lo detuvo. Colin Richards a lo mejor no se daba cuenta de que los errores eran deliberados. O podría pensar que Roger era el más tonto y peor informado de todos los alumnos. Volvió a mirar el papel. Era verdaderamente fácil. ¿No sería mejor hacerlo perfectamente, para darle una lección?
Se puso a trabajar. Era bastante interesante, una vez que entendía el truco. Ahora reinaba la calma en el aula, todas las cabezas se inclinaban, concentradas, sobre los pupitres,mientras el sol de la tarde brillaba en el cristal de las ventanas. Pasados veinte minutos, Roger tuvo un momento de pánico. Todavía le quedaban muchas preguntas. Quizá se trataba también de un test de velocidad. Lanzó una ojeada a su alrededor. Ian masticaba su lápiz con aire preocupado, con la frente casi tocando la mesa. El test de Peter estaba casi en blanco. Había dejado de escribir y garrapateaba los bordes de su hoja. No era fácil sacarle una palabra a Peter, pero no se podía negar que era fantástico dibujando caricaturas de cerditos.
-¡Vamos, que ya te falta poco! -le empujó Colin Richards, que inmediatamente se mordió el labio, como si no pudiera intervenir para nada.
Roger apretó la pluma entre sus dedos y se sumergió de nuevo, con furiosa concentración, en el test. Sólo había cuatro preguntas que le planteaban problemas. Acabó unos minutos antes de la media hora y tuvo tiempo de repasar sus respuestas y corregir un par de ellas.
-Muy bien. Dejen las plumas, por favor -dijo el señor Hunt desde la mesa.
Los estudiantes de magisterio recogieron los test. Colin Richards repasó el de Roger y luego levantó ligeramente las cejas.
-¡No está nada mal! -dIjo con un tono que no ocultaba su admiración.
Roger se sonrojó de placer y entonces recordó que no existía amistad entre ellos. El test no había sido más que un arma que cayó en sus manos.

Alarma en Patterick Fell - Fay Sampson *SIN EDITAR*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora