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Nunca suelo fijarme en las chicas rotas que se refugian en la barra de cualquier bar como si se tratara de un salvavidas, porque he aprendido que cortan, que manchan las paredes de tu vida con la sangre de amores a los que se niegan a dar por muertos, que dañan y que se encargan de dejar tras ellas una estela de cicatrices. Sin embargo tengo que admitir que la única norma en mi vida que me gusta cumplir es la de romper todas las normas, y esa fue la razón por la que aquella noche decidí dejar que aquella melena castaña acompañada de una mirada perdida y de unas manos de pianista sin notas musicales me calaran hondo, mucho más allá de esa piel que pedía a gritos volver a ser acariciada.

-Hola-dije, con una sonrisa tímida que pretendía ser natural cuando hube conseguido acercarme a ella, haciendo que pareciera un accidente.
-Ah, hola...-respondió, tratando de disimular con indiferencia de mala actriz la sorpresa que había causado en ella mi saludo.
Nuestros hombros se rozaron tímidamente, al igual que nuestras copas, que yacían juntas sobre la barra de madera, como si hubiesen sido abandonadas en mitad de un brindis triste y poco efusivo.
-¿Sabes? No se me da bien empezar conversaciones-admití como respuesta a su saludo, aún a riesgo de sonar ridículo y estúpido, porque me aterrorizaba más aún la idea de que se formara entre nosotros un silencio que nos empujara a separarnos.
-¿Entonces por qué te has acercado a hablar conmigo?-preguntó ella, con una mirada curiosa e inocente que no mostraba ni un solo atisbo de insinuación.
Lo cierto es que aquel detalle me encantó, como solo lo hacen las chicas que prefieren abrirte una rendija de la ventana de su vida, antes que meterte la llaves de ésta en el bolsillo trasero de tus vaqueros mientras te devoran los labios durante el primer y ardiente beso.
-Por tus ojos.
-¿Por mis ojos?-preguntó ella, sospecho que deseando comprobar que aquella no iba a ser una de esas conversaciones que tratan de disfrazarse de diálogo de novela romántica con final feliz.
-Sí, parece que están pidiendo ayuda a gritos-me aventuré a contestar, siguiendo por primera vez en mi vida el manido consejo de "para gustarle solo tienes que ser tú mismo".
-¿Eres poeta?-preguntó ella como única respuesta, evitando mi comentario como si se tratara de una bala disparada directamente hacia un orgullo que luchaba con uñas y dientes por mantenerse intacto.
-Lo intento.
-¿Puedo ver algún poema?
-Acércame el servilletero-contesté, señalando con la mirada al objeto metálico que había al final de la barra, junto a su brazo derecho, con un leve movimiento de cabeza.
Ella obedecío, entre curiosa y confusa, mientras yo extraía un bolígrafo del bolsillo de mi pantalón vaquero, disfrutando de aquel halo de misterio que sabía que me rodeaba en aquel momento.
A continuación cogí una de esas servilletas pequeñas y rectangulares que parecen haber sido creadas para hacer arte sobre ellas, ante su atenta mirada, y comencé a escribir sobre ella.
-Toma-dije cuando hube acabado de cubrir la servilleta con versos, teniéndosela con una pequeña sonrisa de acompañamiento.
-¿Para mí?-preguntó ella, aunque la respuesta fuera obvia, como si quisiera oír la respuesta saliendo de mis labios.
-Sí, para ti, pero quiero algo a cambio-improvisé.
-¿El qué?
-Que me digas como has sabido que soy o que intento ser poeta.
-Porque solo vosotros sois capaces de ver la tristeza en un par de ojos que se limitan a mirar a un vaso apoyado sobre una barra de bar.
-Eso no es porque sea poeta.
-¿Entonces...?-preguntó, mirándome como una niña pequeña a la que le leen en voz alta su cuento de hadas preferido.
-Es porque conozco bien esas miradas que no ven solo un vaso sobre la barra de un bar, como tú dices, sino que tienen la manía de verlo siempre medio vacío. Al fin y al cabo, es la mirada con la que me cruzo cada vez que me miro en un espejo-respondí yo, dando rienda suelta a mi inspiración, y a partes iguales temiendo aburrirla con mi palabrería melodramática.
Ella sonrió de forma limpia y sincera, como si en el mundo no existieran las injusticias, los días grises o las atrocidades, y yo comprendí que aquella noche le dedicaría sin poder evitarlo el insomnio habitual y los poemas de madrugada.
Después de unos momentos de intercambiar sonrisas y silencios en los que ninguno de los dos necesitamos absolutamente nada más, la dulce voz de la chica sin nombre sonó en un tono demasiado bajo, como si temiera resquebrajar aquel momento de magia:
-Aún no me has dejado leer el poema...
En aquel momento recordé la hasta entonces olvidada servilleta que aún sostenía entre dos de mis dedos, y deseé con todas mis fuerzas que la leyera en alto cuando se la entregara, que mis palabras lograran sacar a bailar a sus finos labios.

"Deberías dejar
de buscar la alegría
que ha escondido tu niña interior.

No, no está
en los vasos sin fondo,
en las sábanas frías
que se empeñan en recordarte su ausencia
ni en ese calendario
en el que marcaste en rojo
los días en los que te sentiste eterna.

En realidad está colgada
en ese precipicio tuyo
en el que pondría un fin suicida
a mis siete vidas de gato enamorado
que algunos se empeñan
en seguir llamando sonrisa."

En aquel momento corroboré que, tal y como había esperado, su voz le daba música a mis versos, y color, y vida.
Su mirada paseaba sobre mis letras con la cadencia del mar que precede a la tormenta.
Sus labios acariciaban delicadamente todas y cada una de mis palabras.
Su cuerpo parecía hecho para la poesía, como el de una guitarra nace para la música.

-Leer alguno de tus libros debe ser pura magia...-comentó ella, con aire soñador, mientras yo seguía pensando que "magia" debía ser, precisamente, su segundo nombre (o el primero que yo aún no conocía).
-En ese caso debo ser un mago pésimo, porque aún no he publicado ningún libro.
-No creo que sea por falta de talento.
-Es por falta de autoestima, más bien.
-Bienvenido a mi mundo, entonces-respondió ella, antes de un largo y enérgico trago.
Yo sonreí mientras la bebía beber, echándose años y daños encima con cada trago, dejando de aparentar por unos segundos que a penas superaba los diecinueve años de edad.
-¿Sabes qué?
-Dime.
-Aún no me has dicho tu nombre...
-Soy Bleue-contestó ella, con una sonisa, como si llevara desde el inicio de la conversación deseando que le hiciera esa pregunta.
-¿De verdad te llamas así?
-No, pero eso no importa-respondió ella, con una sonrisa que parecía esconder un deje de satisfacción y todos los misterios del mundo.
-Entonces yo me llamo Ernest Hemingway-repliqué, molesto y divertido a partes iguales.
-Vaya, presumiré al llegar a casa de haberte conocido.
-¿Así que no duermes sola?-pregunté, visiblemente desilusionado.
-No vivo sola, si es a lo que te refieres. Tengo una compañera de piso.
Al oír aquello un suspiró se me escapó de entre los labios, aunque por suerte Bleue optó por mirar hacia otro lado, fingiendo sin conseguir engañar a ninguno de los dos que no lo había notado.
-Qué bien-contesté, de nuevo para evitar quedarme callado.
-¿Y tú qué, Hemingway?
-En realidad no creo que te responda cuando me llames así, por la falta de costumbre.
-Pero me gusta llamarte Heminway, así que prefiero que no me digas tu nombre.
-Como quieras-contesté, con una sonrisa que escapó de entre mis labios de forma involuntaria.-Y, respondiendo a tu pregunta llevo año y medio viviendo solo, desde que empecé la facultad.
-Así que, si mis cálculos no fallan tienes diecinueve o veinte años, ¿no?
-Veinte, ¿y tú?
-Yo dieciocho.
-¿Y desde hace cuánto te llamas Bleue?
-Desde los quince.
-¿Y puedo saber por qué?
-Bueno, quién sabe, quizás te lo acabe contando si me invitas a otra copa-dijo Bleue con una sonrisa enigmática y, esta vez sí, con un deje de insinuación en la mirada.
Yo asentí en silencio, también con una pequeña sonrisa, levantando la mano para pedirle al barman los dos vasos de ron-cola que acabarían siendo los culpables de que Bleue y yo nos encontráramos compartiendo, entre miradas cómplices y risas alcoholizadas, el secreto que se escondía tras aquel poético y misterioso nombre francés.
-Lo siento mucho si lo que te esperas es una historia melodramática, porque voy a decepcionarte. No tengo ninguna de esas-comenzó a hablar ella, tras aceptar el vaso con un "gracias" y una sonrisa.
-No te preocupes, me gustan las historias corrientes-contesté, dando el primer trago, antes de comenzar a escuchar la tan esperada historia.

BleueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora