VIII

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-Tienes que presentarme a esa chica-fue lo único que dijo Jose cuando quedé con él en un banco cualquiera de Plaza de España y le conté mis últimas citas con Bleue como quien cuenta su película romántica preferida.
Hacía dos días que había tenido que acudir corriendo a su casa, y que había tratado de secar unas lágrimas que no habían dejado de ser para mí un misterio, y cuando Jose me había llamado para pedirme que quedáramos para ponernos al día sobre La Elegida a mí ese nombre inventado por nosotros al que tanto había temido desde que Elena se fue me sonó perfecto para designarla a ella, y fue ahí cuando comprendí que estaba metido hasta el cuello en sus (o nuestras) propias arenas movedizas, en esas que te hacen cosquillas en el estómago y que son las culpables de que cuando ella se va tú lo único que hagas sea esperar a que vuelva.
-Sí, definitivamente tengo que presentártela-contesté, tras imaginar por unos segundos la idea de Jose y Bleue conociéndose.
-Podrías llevarla al bar de Toni a ver mis dibujos.
-No, eso no. No estoy interesado en que me la quites.
-¿¡Cómo puedes pensar eso de mí!?
-No sería la primera vez...-contesté, justo antes de que los dos rompiéramos la tensión de la conversación con una sonora carcajada.
Jose y yo llevábamos juntos tantos años que habíamos sufrido miles de enfados, incluso algunos que en su momento pensamos que serían el final de nuestra amistad, como ocurrió por ejemplo cuando usó su encanto de dibujante bohemio para arrebatarme a una chica a los dieciséis años, pero ahora todos esos baches en el camino no nos parecían más que eso, simples complicaciones que no llegaron a impedirnos nunca seguir avanzando, y que ya lo único que podían causarnos era risa.
-Bueno, ¿entonces a dónde quieres llevarla?-preguntó Jose, cuando se hubo extinguido nuestra carcajada.
-No tengo ni idea.
-¿Le gustan los museos?
-Tampoco lo sé.
-Si es tan rara como nosotros seguro que los adora.
-Pues te concedo el honor de elegir a qué museo iremos.
-Eso es porque no sabes de ninguno lo suficientemente guay como para impresionarla.
-Me conoces demasiado bien.
-¿Vamos a Matadero?
-¿Qué hay?
-No sé cómo aún no has aprendido que ahí siempre hay algo interesante que ver-me reprendió Jose, que ya me había arrastrado miles de veces a Matadero a ver todo tipo de exposiciones de pintura, fotografía, cine... que siempre habían logrado sorprenderme, y que sin duda causarían el mismo efecto en Bleue, cuyo pasatiempo favorito parecía ser mirarlo todo con ojos soñadores y curiosos.
-Ya, tienes razón.
-Entonces llámala y propónselo, ¿no?-me apremió Jose.
-Ya voy, pesado. ¿Qué día le digo?
-¿Mañana?
-Perfecto-respondí, dándome cuenta de lo ansiosos y, de alguna forma, emocionados que ambos estábamos con aquello, aunque no llegáramos a exteriorizarlo, y siendo consciente también del paso que suponía aquello, al menos en lo que a mí respectaba.

Después de unos minutos hablando con Bleue y sonriendo a causa de la ilusión que su voz me había confesado a causa de mi llamada volví al lado de Jose, del que me había alejado unos pasos, con una respuesta afirmativa y la sonrisa de un completo idiota.
-Deduzco que mañana quedamos, ¿no?-dijo Jose riendo cuando me vio volver a su lado, seguramente interpretando mi absurda cara de felicidad.
-Sí.
-Tengo ganas de conocerla y de darle mi visto bueno.
-Ah, ¿que necesito tu visto bueno para estar con ella?
-¿Acaso lo dudabas?
Y ambos estallamos en carcajadas, como tantas otras veces, con simples conversaciones que a otros apenas arrancaría una tímida sonrisa, pero que para nosotros significaban mucho más, eran parte de nuestra historia, de una amistad que para nosotros se antojaba eterna.

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