IV

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Después de nuestra primera cita sin beso pasó una semana hasta que volví a ver a Bleue, y además de asistir a clases y continuar con mi rutina habitual durante esos días hice algo que llevaba queriendo hacer desde que me acerqué a Bleue en la barra de aquel bar para corazones errantes o destrozados: hablar de ella a la única persona que parecía comprenderme y conocerme realmente, mi mejor amigo.
Quedé con él en La sureña de Gran Vía, como llevábamos haciendo desde que no éramos más que dos críos de dieciséis años aficionándose a la cerveza, y pedimos un cubo detrás de otro de Desperados para acompañar todo lo que nos teníamos que contar.
-¡Pablo!-exclamó Jose cuando me vio sentado en una mesa, con un cubo lleno de hielo y botellines enfriándose sobre ella.
-¡Jose!-contesté yo, y nos abrazamos palmeándonos la espalda, como habíamos hecho en tantos momentos importantes o tristes de nuestras vidas.
-¿Cómo estás, tío?
-Pues bien, aquí andamos, ¿y tú?
-Más de lo mismo.
Siempre iniciábamos así las conversaciones, como si todo siguiera como siempre y no hubiera nada nuevo que contar, justo antes de bombardearnos con todas las novedades que habían acontecido en nuestra vida.
-Bueno, y qué, ¿alguna chica nueva en tu vida?-preguntó Jose, haciendo uso de su habilidad para leerme la mente, mientras recogía su pelo largo, grueso y algo rizado en una coleta.
-¿Cómo coño lo has sabido?
-Supongo que por algo me has llamado, ¿no?
-A veces te odio por conocerme tan bien.
Él rió con esa voz tan grave que yo llegué a envidiar con todas mis fuerzas cuando teníamos doce años y la mía aún no había cambiado, y yo di un trago a mi botellín de cerveza con tequila antes de comenzar a hablar de Bleue.
-Pues sí, hay una chica, y se llama Bleue.
-¿Bleue?
-Sí, bueno, en realidad no. Es el nombre que se puso a ella misma, o algo así.
-Ah, así que es igual de rara que nosotros-contestó él, y yo asentí sonriendo.
Supongo que ni Jose ni yo éramos lo que se espera de dos típicos chicos de veinte años, pero ¿quién lo es realmente?
Jose era un chico alto y grande, con la barba tan poblada como su melena, que siempre vestía como los artistas bohemios parisinos de siglos anteriores, y que estaba estudiando una carrera de Bellas Artes que, según él mismo decía, "no me dará de comer, pero me hace infinitamente feliz", y yo era un poeta que estudiaba arqueología con la esperanza de acabar trabajando a pie de campo en un yacimiento, y no dando clases como todo el mundo decía que debería hacer si quería vivir de mi carrera.
No, definitivamente no éramos personas centradas con la mirada en el futuro, pero teníamos sueños, que era lo que en aquel momento considerábamos fundamental para seguir respirando y caminando siempre hacia delante.

-Bueno, ¿vas a hablarme ya de ella o qué?-preguntó Jose, aunque a penas le había hecho esperar los segundos que lleva dar un trago a un botellín.
-Voy, voy. ¿Qué quieres saber?
-Lo que tú quieras contarme.
Suspiré antes de empezar a hablar, para ordenar todos los pensamientos e ideas que quería contar y comencé a hablar de Bleue, seguramente con la mirada de un niño pequeño y la sonrisa de un idiota:
-Pues es pálida, con el pelo castaño y cortado por encima de los hombros. Y se ríe mucho y sin taparse la cara, y tiene la voz bonita e intenta ser misteriosa e ir de niña mayor, pero a veces estando con ella te das cuenta de que en el fondo no quiere crecer.
-Guau-fue lo único que contestó Jose cuando hube acabado mi descripción.
-¿Qué?
-Es la primera vez en mucho tiempo que me describes a una chica sin hacer referencias a sus tetas o a su culo. Eso es que o no te han gustado esas partes de su cuerpo o...
-O que es La Elegida, como dices siempre-completé su frase, porque llevaba esperándomela desde que se sentó en la silla metálica que había colocada frente a mí, al otro lado de la mesa.
La Elegida (siempre escrito en mayúsculas, por supuesto) era, según Jose, esa chica que encontraría en algún momento de mi vida, y que, aunque no tenía por qué ser la persona con la que compartiría el resto de mi vida, sería la que me haría olvidar por fin a Elena, esa chica a la que conocí con quince, traté de querer con dieciséis, de amar con diecisiete y de olvidar a partir de los dieciocho.
-Pero esta vez lo digo de verdad-afirmó Jose, también como siempre, y utilizando la determinación con la que acostumbraba a hablar de este tema.
-Y todas las anteriores.
-Joder, tío, confía un poco en mi instinto.
-Tú no tienes de eso.
-No opina lo mismo la revista Arte y Parte, que ha hablado de mi exposición "intuitiva y con un carácter desgarrador".
Jose tenía una exposición de sus dibujos en el bar que un amigo que teníamos en común, y desde luego ese era un gran paso para él, un avance en su carrera como artista, que sin embargo nunca habíamos imaginado que le llevaría a aparecer en una revista de arte.
Yo no sabía nada hasta ese momento, no me lo había contado todavía, así que cuando escuché aquellas palabras salir de su boca abrí los ojos como platos, y en menos de cinco segundos ya me encontraba abrazándole y, nuevamente, como si se tratara de un ritual necesario al que dábamos más importancia de la que creíamos, palmeando su espalda con efusividad.
-Tío, te mato, ¿cómo no me habías dicho nada?
-Porque me parecía más importante que hubieras encontrado a La Elegida.
-Pues a mí me parece más importante que te estés haciendo famoso, así que cuéntame ya todo.
-Bueno, famoso famoso...
-Venga, va, cuéntame.
-Voy, pesado-contestó él, aunque en el fondo yo sabía que estaba encantado por verme mostrar tanto interés.
-Pues verás, el caso es que la revista quería publicar un artículo con dibujantes, pintores y escultores noveles, y me eligieron a mí, entre otros compañeros de la facultad, aunque no sé por qué, pero tampoco le he dado demasiadas vueltas. Lo importante es que salgo ahí, posando con cara de supuesto hombre interesante con dos de mis dibujos de fondo, sobre la pared del bar de Toni.
-Vámonos-dije repentinamente.
-¿Qué? ¿Adónde?
-¿A dónde va a ser? Pues a comprar la revista.
-Solo si pagas tú.
-Como siempre, imbécil.
Y ambos nos marchamos de aquel lugar que tantas veces nos había visto juntos, riendo, dispuestos a repetir una vez más una de esas cosas que, con el paso de los años, se había convertido en una de las tradiciones de nuestra amistad: siempre que uno de los dos triunfaba, la victoria era algo que compartíamos juntos. Así lo habíamos hecho cuando, con doce años, Jose vino a ver la final del torneo juvenil de fútbol en la que mi equipo jugaba, y en la que ganamos a pesar de que yo me rompiera el cúbito en una aparatosa caída, o cuando publicaron mi primer poema en una antología que realizó una editorial nueva que nunca llegó demasiado lejos, o en otras muchas ocasiones en las que el éxito nos había sabido mejor aún por el hecho de ser compartido.

Caminamos recorriendo varios quioscos de la ciudad hasta dar con el ejemplar de la revista que búscábamos, y nos sentamos en un banco de la Plaza del dos de mayo para regodearnos en el pequeño triunfo de Jose que a nosotros se nos antojaba en aquel momento como una victoria decisiva, disfrutando del único amigo de toda la vida que ambos conservábamos, de la satisfacción de saber que nunca estaríamos del todo solos, y de la alegría que se experimenta al ver que algunas cosas no cambian, ni siquiera con el paso de una década, de miles de peleas y reconciliaciones, o de periodos de distanciamiento que siempre acababan con unas risas y unas cuantas cervezas de más que acababan por llevarse cualquier sequía, ya fuera ésta de amor, de inspiración o de ganas de seguir viviendo.

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