Mi primo y su esposa vivían en Sydney con su enorme dóberman en una casa pequeña. Una noche salieron a distraerse a una discoteca. Cuando volvieron era bastante tarde y mi primo estaba pasado de copas. Abrieron la puerta y fueron recibidos por la vista de su perro atragantándose con algo en la sala de estar.
Mi primo simplemente perdió el conocimiento, pero su esposa llamó a la veterinaria, que era una vieja amiga de la familia, y quedaron de verse en su consultorio. La esposa llevó al perro, y luego decidió volver a casa y atender a su marido.
Llegó a casa y tras algunas bofetadas finalmente hizo despertar a mi primo, pero aún estaba ebrio. Le tomó casi diez minutos cargarlo al segundo piso, y entonces el teléfono sonó. Se sintió tentada a ignorarlo, pero supuso que debían de ser noticias importantes sobre la condición de su mascota. Apenas levantó el teléfono, escuchó la voz de la veterinaria gritando, «¡Gracias a Dios que te contacto a tiempo! ¡Salgan de la casa de inmediato! ¡No hay tiempo para dar explicaciones!», para luego colgar.
Como era una amiga de confianza, la esposa obedeció y empezó a cargar a su esposo hacia la puerta principal y afuera de la casa. Para cuando habían salido, la policía ya estaba en la escena. Dos oficiales se precipitaron adentro de la casa pasando a un lado de la pareja, pero la esposa de mi primo aún no tenía la más remota idea de lo que estaba pasando.
La veterinaria se acercó a ellos, y preguntó:
-¿Ya lo tienen? ¿Lo capturaron?
-¡¿Capturaron a quién?! -contestó la esposa, empezando a exasperarse.
-Pues descubrí con qué se estaba atragantando tu perro: un dedo humano.
Justo en ese momento la policía salió escoltando a un hombre mugriento con barba incipiente que sangraba profusamente de una mano.
-Oiga sargento -gritó uno de los oficiales-, lo encontramos en el dormitorio.