Jenofonte (1)

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El destino marca sus pasos con delicada ironía. El transitar de las personas asfixia sus sentidos. Tanta gente que no conoce. Se deja arrastrar y sin embargo debe llegar a la Taberna del Buey. Malquerno es su amigo. O al menos parece serlo. ¿O será una fachada adrede para gusto de los clientes como él? No le importa. A Malquerno le aguanta lo que sea, siempre y cuando le sirva la mejor "hidromiel" de la zona. Paseros con vestimentas llenas de grasa le impiden avanzar más rápido. Hay gitanos en cada esquina y a los mismos es fácil identificar por sus pañoletas. La Guardia Citadina intenta marcar el ritmo del lugar, con uno o dos de ellos rondando en cada bloque. En la noche, la Ciudad Roja luce su festividad falsa, compleja, peligrosa, poco relajante. En la Taberna del Buey quiere encontrar un lugar para su sosiego. Un punto de referencia para su ser.

Al entrar, el humo que expiden los nacos se vanagloria de su danza secreta y absorbente. La Taberna está llena. El tope lo hacen no solo los parroquianos de siempre, sino que figuras borrosas que enarbolan banderas de soledad y desamparo, que él no piensa refrendar.

En la habitual tarima de tantos sueños rotos, un grupo de juglares apenas carraspea sonidos que casi ni se entienden en la noche de las ánimas desoladas. Él será parte de aquello o no. Por lo visto no le interesa. Pide por la nueva creación de los esteños: una bebida refrescante que hace olvidar las penas con una celeridad que asombra a propios y extraños. Le llaman "cebadilla" y refresca hasta los huesos. Su novedoso sabor, mezclado con alcohol, le revitalizó los ánimos. Repitió el trago. Paseó por el lugar. Fondeó en la zona más oscura de aquel garito de buena vida. El tabernero Malquerno, al reconocerlo, se le acercó.

—¿Con ganas de fructificar en la noche? —preguntó el cantinero.

—Que te iluminen, Malquerno. No supongas. Estoy medio borracho. Nada más. Y todavía no he terminado —contestó el recién ingresado.

—¿Qué pasó de tu capa y tus armas?

—Las dejé en la casona.

—¿No es peligroso?

— Para defenderme me basta con mi daga.

—Comprendo. Además, tienes la magia para resguardarte.

—Mmm... No sé si podré usar la magia para eso.

—Cómo quisiera tener tu trabajo, Jenofonte. Pienso que me gustaría hacerlo, de verdad —comentó Malquerno mientras limpiaba, con un trapo arrugado, la mesa de su cliente.

—Eres iluso. A mí me encantaría tener el tuyo. Qué injusta es la vida, ¿no? —agregó Jenofonte, sorbiendo gran parte del contenido de un vaso de aspecto peculiar, con formas poco convencionales.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó Malquerno.

—¿Puedes? —repreguntó Jenofonte.

—Tengo a mis esbirros controlando al Buey. Depende de tu humor.

—Y bueno. ¿Tengo opción?

—No deberías lamentarte por lo que haces. A mí me parece que eres un privilegiado —dijo Malquerno, en tanto se acomodaba a sus anchas en frente a Jenofonte.

—Tanto así como lamentarme, no; pero pienso que sería agradable poder cargarme un trago gratis de tanto en tanto —aseveró Jenofonte, adquiriendo una postura distendida.

—Es un punto de vista débil. Además, tampoco te agradaba mucho estar en la Guardia Citadina. Ahí tenías una paga fija y un puesto asegurado.

—Creo que jamás te he comentado el por qué salí de la Citadina. ¿No es así?

—Nunca te lo pregunté.

Los contornos melódicos zumbaban por los aires. El ambiente de la Taberna del Buey parecía suavizado por los acordes tristes que ofrecían los juglares de aquella noche. Los parroquianos, como hipnotizados, danzaban sus contubernios con el aroma de los licores y los nacos que espabilaban una esencia densa de soledad compartida.

La Ciudad Roja (Canción de Muerte y Vida #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora