Nigromante (1)

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Dormía poco y por eso se sentía más agobiado que de costumbre.

—Estoy agotado... Consejero Ovidio, por favor, encárguese de despedir a todos —dijo aquel hombre.

—Como ordene, mi señor —contestó Ovidio.

Luego de recibir unas rápidas directivas, uno de los ayudantes se paró en medio de la sala y exclamó:

—¡El respetadísimo Lord Sócrates de los Arroyos, Senescal de Elazar, la Ciudad de la Gloria, da por terminadas las audiencias del día de hoy! Los que no han sido recibidos, que se anoten con los escribas del templo para que sean reasignados mañana.

De inmediato, un movimiento casi sincronizado y a la vez caótico, terminó por dejar semivacía (de feligreses, sacerdotes, ciudadanos, esclavos y sirvientes) la estancia donde Lord Sócrates quedó compungido y arrugado sobre su silla de rector y gobernador de Elazar, solo acompañado por algunos guardias que custodiaban el entorno y su asesor principal.

—¿No gustaría dar un paseo por las afueras, mi Lord? —Instó el consiliario—. No en vano llaman a este Castillo como el "Palacio de las Flores", por la exuberante presencia y belleza de sus jardines. Considero que los mismos son lugares adecuados para que usted busque sosiego.

—Te agradezco la preocupación, consejero mío —dijo Sócrates—. En verdad que me gustaría, pero me asaltan dudas y penas que no puedo controlar. He vivido mucho y se acerca mí tiempo final.

El Senescal estaba cansado. La vejez le insuflaba de una urgencia por no morir en vano, que le trastornaba el sueño. Los rigores de la edad lo afectaban con intensidad. Los sentía en su dolorido interior, en sus ojos llorosos y en su aliento pútrido. Su ruina física le resultaba aún más abominable porque siempre había sido un hombre enamorado de la belleza y la perfección. Estricto en la nobleza y los delicados detalles de la buena vida.

Se miraba a sí mismo y se sentía una bolsa de piel vieja y cuarteada dentro de la cual cloqueaban un montón de huesos. Eso era todo y más. Él, que cargó la bandera del Reino Mediterráneo contra todos sus enemigos, sentía que la batalla contra su edad estaba perdida.

Yo... Yo que me acerco a la muerte, tan rápido...

—Deje de pensar en ello. Cuando llegue el momento, pues llegará. Eso es todo.

—No es así de simple, mi buen Ovidio. Cuando enfrentamos a la muerte, nos hacemos muchas preguntas... Y la más importante para alguien como yo es: ¿he sido un buen gobernante? Mi poder me fue dado por los descendientes de los mismísimos fundadores de éste reino. ¿He sido digno de su confianza?

—Lo has sido —dijo Ovidio.

—Me gustaría estar seguro de ello... pero... ¿cómo saberlo? —seguía intrigado el Senescal.

—Tal vez haya una manera...

—¿Cuál? ¡Dímelo!

—Enviar a un hombre que explore la ciudad y sus alrededores, que hable con la gente, que los escuche... que mire... y que luego vuelva a ti y te presente su informe, y estoy seguro de que cuando ese informe te sea presentado, podrás morir en paz.

—Tal vez... Sería bueno... Sería agradable... Pero... ¿Dónde podría hallar a ese hombre, Ovidio? Tendría que ser un hombre justo... Una persona que no se amilane por nada ni por nadie ante la sentencia de la verdad. Alguien casi inhumano en su perfección... ¿Dónde hallarlo?

—Mmm. Tienes razón... Será difícil... pero lo intentaré. Quiero que mueras tranquilo.

—Samás te bendiga, viejo amigo.

La Ciudad Roja (Canción de Muerte y Vida #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora