Pompeya (1)

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La mujer se relajó. Solo por un momento. El crepúsculo absorbió la luz del sol con su esencia invisible y negra. Ella se acomodó a orillas de un mar ruidoso, con sus olas bravas llenando de sonidos el ambiente. Sobre una manta doblada y con su espada hincada ante sí, viendo cómo el sol bajaba y acomodaba su carro ardiente sobre el filo del horizonte, estaba ella tranquila y solícita consigo misma.

Nació la noche entonces y los silencios premonitorios, tras las olas salvajes, amenazaron con volverse en oscuros rumores de la inmensidad. Inescrutables. Temibles. Duendes y fantasmas caminarían, acelerarían y se surtirían sobre aquellas nubes, pensaba ella, para atormentar a los hijos de los hombres.

Hacía ya tres días que se había detenido en aquel rincón de las orillas que marcaban el camino hacia Gomorra, adonde viajaba. Había oído rumores de guerra civil entre la Guardia Citadina de la Ciudad Roja y los Osos Mendicantes, lo que significaba que su amada Reina Valeria requería de toda la ayuda posible. Eran rumores de sangre y revuelta los que la traían hasta allí, en las fronteras orientales del Reino Mediterráneo, dispuesta a todo y por nada, más que el cariño y el respeto refrendado hacia una soberana a la que había aprendido a querer desde muy pequeña.

Ella iba para la Roja, buscando un fin que justificara su deambular. Recién convertida en Bruja de Magia Media, todavía quedaban varios ciclos de la Dama para que pudiera aspirar a ser iniciada en las artes más complejas de la hechicería, para poder ser una más de las tantas candidatas que buscarían convertirse, cuando el tiempo y los Dioses lo permitieran, en parte de la élite mágica.

Ella estaba con dudas. Al final de cuentas, pensaba que tal vez lo hacía por su amistad de infancia con la Reina Valeria o quizás porque estaba enferma de soledad. Porque ella estaba cansada, y mucho, de la bestial y solitaria competencia que tenía que librar en los Templos de Magia del Oriente.

Ella miraba el rojo que teñía su espada. Más allá, el sol se revolcaba en su propio fuego, agonizando en su orgía carmesí y oscura. Ella sola, detrás de su espada, reflexionaba en cosas viejas, en su derrotero y en su incierto devenir. En viejos amores y en días ya envejecidos.

Y entonces oyó unos cascos inconfundibles de caballo.

Ella, antes que una bruja, era una guerrera y para sí, el rumor de un jinete puede ser el anticipo de un amigo como el de un enemigo. Desclavó la espada y esperó que el causante de aquellos ruidos apareciera.

Nada ocurrió. Ningún jinete surgió de las sombras nacientes, algo rojas y algo negras. Había humedad.

Qué extraño, pensó.

Luego escuchó el relincho y el chapalear de unos cascos en el agua. También sonó un grito de miedo.

¿Qué ocurre allí? Se puso en marcha, siguiendo el arenoso camino que circundaba aquella playa, a trote pausado pero constante.

Corrió de pronto. Tenía piernas largas y fuertes como todas las nacidas en el Reino Mediterráneo y no tardó en acercarse al lugar de donde, según la orientación del sonido, vino el grito.

Y entonces un obeso, pequeño y calvo hombre le cortó el paso. Al principio creyó que era una especie de roca de mediana altura, por el color de su piel, su vestimenta marrón, su deformación y poco agraciado porte. Lo creyó así hasta que se cruzó ante ella y le habló con voz chillona.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Adónde vas?

—Soy Pompeya de los Riscos Sodomitas —contestó la mujer, toda atención con su túnica amarilla solapándose por su cuerpo y con su espada sostenida por una de sus manos—. Y voy a ver qué ha sido ese grito.

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⏰ Última actualización: Apr 12, 2016 ⏰

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La Ciudad Roja (Canción de Muerte y Vida #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora