Luzbel (1)

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Tiempo atrás, los fríos coronaban el crepúsculo. Gomorra se iba muriendo en su noche de hielo. Eran calles de tinieblas donde se astillaba, a duras penas, una Dama de cementerio. Era Gomorra, la Roja, ciudad de soledades y murallas amargas, para algunos. De heroísmo y condenada valentía, para otros.

Y en sus oscuridades heladas, vagaban las almas perdidas, los seres olvidados, los descastados y los malditos.

Nada, pensaba un Oso Mendicante de gran tamaño. Ni un pasero siquiera... ¿Quién saldría a la calle con esta helada? He visto mendigos, gitanos y gatos congelados. No hay nada para comer, ni con qué hacer un fuego. Pero hay que buscar, deforme. El destino final del hombre es la muerte pero tú no tienes apuro. Busquemos alguien que merezca ser robado o...

Un momento... He oído un llanto de niño. Espero que no sea un bastardo abandonado porque...

En ese instante los vio. Y en la negrura de hielo de la noche eran aún más oscuros y más helados que las mismas tinieblas. Rechinaban de cuero y metal. Dos jinetes encapotados surcaban una calle apartada del poco bullicio nocturno y uno de ellos transportaba un fardo que tenía formas sospechosas. El Mendicante los vio desde uno de los callejones que asomaban silenciosos hasta aquella improvisada ruta de escape.

Maldición. Parecen hidalgos de alcurnia y sin ninguna duda llevarán las bolsas llenas... pero también van armados y tienen aire de peligro. Será mejor no...

Entonces lo oyó. Era otra vez el llanto de una criatura entre el tintineo del metal y el crujir del cuero. Una manito se apoyó en el pecho del que la cargaba, visible apenas por la tenue luz de una pálida Dama, renuente a no ser notada.

Ellos llevan al niño, se dijo el Oso Mendicante. Esto es cada vez más extraño. Cuidado, deforme... Lo mejor sería que te apartes de esto. Huele a horror. Sí. Es lo mejor que puedes hacer...

Pero... ¿Cuándo he hecho yo lo mejor? Nunca, reflexionó, mientras apresuraba el paso, esquivaba callejuelas y se encontraba fuera de la Ciudad Roja, trotando con sus pesadas y andrajosas, aunque calientes, ropas grises; siguiendo las huellas dejadas por los cascos de aquellos jinetes llenos de misterio y premoniciones oscuras.

Él tenía un trote largo y sus perseguidos, una vez fuera de Gomorra, sólo iban galopando a medias. Estos se detuvieron en un bosquecillo de espinas de hielo. Seguían sin hablar y el niño había callado.

Encienden un fuego... Misterio sobre misterio, elucubraba el mendicante, mientras que los jinetes se sentaban alrededor de aquella fogata.

—¿Quién lo hará? ¿Quien se encarga de la niña? —preguntó uno.

—Yo —contestó el otro—. Mi alma está condenada al Inframundo. Esto nada cambiará.

Un caño mediano de hierro, sostenido por el sujeto que no llevaba a la niña, tenía en su punta la figura de un dragón, que sobre aquel fuego se había puesto rojo incandescente. El implemento fue ofrecido al ejecutor.

—Toma. Ten cuidado. La orden es marcarla y matarla.

El oso captó tarde lo que iba a suceder: ¡Por los Dioses! ¡Van a...!

El grito de la niña hizo temblar las espinas de hielo. Fue un sonido de una desesperación desgarradora.

Aquel enorme Oso Mendicante, uno de los tantos fantasmas corruptos de los callejones rojos, se encontró alzándose en una explosión de furia.

—Termínala ya —apuró uno de los jinetes misteriosos, mientras apagaba el ardor del hierro marcador en la fría arena—. No soporto sus gritos.

La Ciudad Roja (Canción de Muerte y Vida #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora