Virgilio (1)

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Por las afueras de Gomorra, hacia el este, pululaban las grandes haciendas de ganado, ovejas, cabras y caballos que proveían a la Roja de la comida y del principal medio de transporte. Eran a la vez castillos, granjas y ranchos donde se producían las verduras, las frutas y las bebidas necesarias para la vida. Aquello era, al final de cuentas, un conglomerado de personas bastante peculiar, pensaba un aletargado y solitario jinete que se acercaba a una de esas fincas sobre un agotado corcel.

Espero poder trabajar con estos esteños... en el Norte no tuve mucha iluminación... ya es tiempo, reflexionaba aquel muchacho, al momento en el que escuchaba el rugido del Mar sin Peces a lo lejos.

La estancia era grande y estaba bien cuidada. El castillo de fondo tenía el estilo gomorriano, con el rojo expulsando su color a la vista, con rejas de hierro en las ventanas. Más allá se veían corrales de caballos, un estero que se perdía en el horizonte y una surtida y extensa huerta.

El joven contempló este escenario con deleite. Se sentía deshecho y había recorrido un largo camino sin descanso. Entró en el patio de recibo, al paso cada vez más lento de su caballo.

Un hombre con la piel canela, el rostro límpido, estatura mediana y de una vistosa túnica con adornos de plata le salió al encuentro.

—Buenos días le den sus dioses, forastero. Bájese y sáquese las dudas —dijo.

—Que lo iluminen —respondió el jinete, mientras se apeaba y se sacudía de la sorpresa que le dio aquella acogida franca y sin interrogantes—. Gracias. Creo que estoy un poco agarrotado.

—Debió de haber cabalgado mucho.

Una sombra más oscura de lo habitual cayó sobre los ojos verdes de aquel joven de cabellos marrones y alta estatura.

—Sí —expresó—. He cabalgado mucho.

—No he hecho ninguna pregunta, zagal. Venga usted conmigo para comer algo.

—Gracias, pero no tengo con qué pagar.

El rostro del hombre de piel canela se endureció. El joven comprendió que había cometido un error.

—Por esas palabras yo tendría que matarlo aquí y ahora, forastero —amenazó con una mirada severa.

—Perdóneme —se disculpó el joven—. No quise ofenderlo. Es usted sumamente atento.

—Mmm —dudaba el de la túnica con adornos de plata, mirando en lontananza. Al rato, suavizó sus gestos.

—Está bien, joven imprudente —se calmó—. Vengase. De tanto invitarlo a usted me ha entrado ganas de comer a mí también.

* * *

El cocinero era alto, de cabellos amarillos, ojos azules y tenia un delantal blanco sobre una toga negra con manchas anaranjadas extendiéndose aquí y allá. Estaba contento y sonreía complacido ante el apetito del recién llegado.

—¡Así da gusto cocinar! —Exclamó—. ¡El joven no desperdicia mi excelente comida como otros! ¡Da gusto, si señor!

—Son delicias para mi estomago, señor cocinero —destacó el joven—. A propósito... ¿cuál es su nombre?

—Se llama Nabucodonosor de los Aires y los Cielos Espirituales de la Montaña que se Alza Sobre los Mares y las Tempestades... pero nosotros aquí lo llamamos simplemente Nabuco —contestó el anfitrión hasta ese entonces, que masticaba lentamente una pata de pollo.

—Así mismo, jovenzuelo, dígame simplemente Nabuco —agregó el blanco marmitón.

La mesa era redonda y surtida. Un par de sirvientes limpiaban los corredores y el ayudante del cocinero se encargaba de servir algunas bebidas a los comensales que estaban frente a frente.

La Ciudad Roja (Canción de Muerte y Vida #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora