Ofelia (1)

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Ella recordaba las orillas espumosas que se elevaban en la estación caliente. Era un surco de agua sin mucha temperatura, poco agraciado, con dejes para nada vistosos. Era el río de su infancia y su romance con él tenía más sentido desde el arraigo que desde lo estético. Los restos de juergas nocturnales eran arrastrados por aquel río, junto con algunos camalotes desubicados. A veces amarillo, a veces lento, aquel río corría en sus recuerdos.

En el oeste de la Ciudad Roja, la presencia de algunos pueblos le buscaban su sentido de pertenencia a una zona deliberadamente olvidada. Y ella recordaba su pueblo. Aquel lugar tan parecido al caudal húmedo que lo conectaba con otras rutas de comercio y socialización. Las estatuas de algunos héroes locales se alzaban desgastadas y cansadas en los contrastes de aquel pueblo de casas de madera, heno y hasta paja mágicamente adosada. Eran calles polvorientas en varias partes, empedradas en otras. El tránsito a destiempo de la gente era como el río: irregular y cansado; contrariamente al torbellino de las memorias que ella tenía. Porque fluían y el río y el pueblo se hermanaban en su corazón.

La gente, apostada con vivacidad en su mente, era como el río y el pueblo. Y ella lo recordaba todo como si fuera ayer.

—¡Eres fea! —insultaba un gamberro.

—¡Más que fea, es un bicho! —agregaba otro.

—Además es un bicho... ¡Amarillo! —gritaba un tercero.

—¡Tiene patas de gallina! —cerraba el corro uno último y la muchacha aceleraba el paso sin mirar atrás.

Ella recordaba la Abadía. Era como un enfoque obscuro. Era como un mal sueño, hirviente de calor, gris de desesperanza y con gatos que dominaban en los techos y perros que husmeaban en los patios. Aquella Abadía estaba construida con piedras de azufre y su dureza de estructura era legendaria. Junto con el templo de los Dioses de la Paz y la Guarnición Roja, eran las únicas construcciones que no tenían a la madera como principal sostén, salvo algunas casonas de potentados importantes de la zona, que eran en sí, toda una excepción.

Y claro... ella no podía olvidar a la Bruja Superiora, a quien llamaban "La Portentosa", por su físico y enérgica forma de comportarse. Su nombre era Lasuria De Las Colinas y vestía con sencillez, oliendo siempre a las magnolias que cultivaba con mucho esmero en su jardín privado.

—Ofelia, ya has terminado los estudios que te podíamos ofrecer —le decía la Bruja Superiora en una ocasión—. Aquí, en la Abadía de las Niñas, no tienes nada más que hacer. ¿Lo comprendes?

No. No comprendía nada. Ella olía las magnolias en aquella vieja mujer amargada, fría en los calores agobiantes de esa temporada y entonces ella cruzaba sus flacas piernas de gallina, como le decían en las calles.

—Mi deber como Bruja Superiora continúa contigo —prosiguió Lasuria—. Debo conseguirte un hogar decente que se ocupe de ti y de tu educación futura. Y creo que los Dioses se han apiadado de tu destino. Una de las pocas familias respetables de este pueblo, ha aceptado tenerte en su servicio doméstico.

—¿Cuál familia? —preguntó Ofelia.

—La del Campo de las Sierras, jovenzuela —contestó la Bruja Superiora.

—¿Los del Campo? —se asustó la muchacha—. ¿Los que tienen a esa anciana loca que toca el laúd?

—¿Qué lenguaje es ese? ¿Cómo te lo permites? ¡Deberías arrodillarte y besarles las manos a cada uno de los integrantes de esa familia por su generosidad! ¡Tamaña ingratitud! —le regañó Lasuria de las Colinas.

Saliendo de los aposentos de la Bruja Superiora, ella se topó en el patio con una muchacha de sus mismas condiciones en cuanto a su rango en aquel lugar y vestida de forma parecida, con el tradicional blanco grisáceo por doquier en su túnica de faena.

La Ciudad Roja (Canción de Muerte y Vida #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora