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Perdí mi virginidad un 17 de julio de 1984, a las 02.46.50 de la madrugada. A los quince
años, un momento así no se puede olvidar nunca.
Pasó durante unas vacaciones en la casa de la abuela de mi amiga Emma, en un pueblo
de montaña.
Enseguida me encantó aquel lugar, que olía a eternidad, y el grupo de chicos con quien
salíamos. Pero sólo uno me había llamado la atención: Edouard.
La casa de la abuela tenía un jardín precioso y estaba situada justo al lado de un
pequeño río que daba frescura al ambiente veraniego. Enfrente había un campo con hierba de
más de un metro de altura, propia de los lugares donde suele llover mucho. Emma y yo
pasábamos tardes enteras escondidas allí, acostadas, charlando con los chicos, y aplastando la
hierba con el peso de nuestros cuerpos, hinchados por la pubertad. Por la noche, escalábamos
los muros de la casa para volver a juntarnos con los chicos y flirtear.
Nunca le dije nada a Emma de lo sucedido. Una noche, Edouard me llevó a su casa. Me
acuerdo que no sentí nada, sólo una inmensa vergüenza por no haber sangrado, a la vez que
esa extraña sensación de haberme hecho pipí en la cama. Me fui de su casa camuflada por el
ruido de la cadena del baño, de la que había tirado para disimular mis pasos en la escalera.
A Edouard le volví a ver once años más tarde, en París, en una conferencia organizada
en un hotel. Nos encerramos en el baño de caballeros, intentando vivir de nuevo esa pulsión
que habíamos sentido más de una década antes, quizá por miedo a crecer o por nostalgia. Pero
ya no era lo mismo y, una vez más, el ruido de la cadena del baño público anunció mi salida,
esta vez para siempre, de su vida.
Después de mi primera vez, llegó el sentimiento de culpabilidad, que intenté olvidar o al
menos mitigar repitiendo la experiencia hasta cumplir la mayoría de edad. No porque tuviera
muchos deseos prematuros, sino más bien porque quería experimentar, por pura curiosidad.
Al principio, achaqué esos impulsos a que la Madre Naturaleza me había dotado de una
sensibilidad especial, a la cual respondía con el cuerpo. Hasta que me inscribí en la universidad
a finales de la década de los ochenta.
Durante esos años de estudios, estaba más concentrada en mi carrera que en pensar en
los chicos. Quena ser diplomático. Al final, tuve que cambiar mi orientación universitaria, y me
licencié en Empresariales y Lenguas Extranjeras Aplicadas, sin demasiados esfuerzos.
Mi familia me inculcó las buenas maneras, el saber estar y una educación bastante tradicional,
todo impregnado por una falta de comunicación que me hizo interiorizar cada vez más mis
sentimientos. Una chica bien como yo no podía comentar a sus padres que se había iniciado
tan joven en la vida.
En mi último año de carrera, reinicié mi actividad sexual. Me había dado cuenta de que
tenía algo especial que atraía a tipos de mi misma condición. Yo era una hechicera y me puse a
buscar a Merlines encantadores en todos los rincones de la ciudad, gente con chispa, amantes,
cuyas pequeñas venas marcándose bajo la piel tenían siempre algo sexy. Hombres en los que
pudiese sentir el pulso de sus muñecas. Seres capaces de oír el bolígrafo sobre el papel y de
emocionarse ante la amplitud de una mancha de tinta en una hoja blanca. Varones que veían,
como yo, las partículas que componen el aire, y podían percibir sus diferentes colores. Gente a
quien el olor del baño obstruido en una discoteca a las cuatro de la mañana le hacía recordar la
fragilidad del ser humano.
Gente que me hacia sentir viva.
Sé que, en el fondo, esa búsqueda era la manifestación de una terrible enfermedad: el
silencio, la soledad, la falta de comunicación. Por ello, decidí plasmar mis experiencias en un
diario. Era la única forma de entregarme y comunicar. Ya lo había intentado varias veces, de la
manera más natural: utilizando el lenguaje; pero era muy torpe porque mis palabras siempre
salían sin la debida consciencia de lo que iba a decir. ¡Algo imposible y un mal comienzo para
un diplomático!
Mi comunicación verdadera empezó con el cuerpo, el movimiento de las caderas, la
mirada. Cuando obtuve un «sí» por mojar mis labios con la lengua, o por una mirada, y un «no»
por cruzar las manos, entonces comprendí.
A algunos hombres les encanta, mientras hacen el amor, que una hable. Nunca lo he
sabido hacer muy bien y eso me ha valido muchos disgustos. Algunos han desaparecido
después de la primera cita, reconociendo que era, de todas formas, una buena amante; pero les
faltaba la comunicación.
-¿Qué sabes tú de comunicación? -les decía yo, haciéndoles salir y dándoles un portazo en
plena nariz.
Comprendí que la gente tiene necesidad de poner nombres a las cosas, de simplificarlas
con palabras, pensando así, equivocadamente, que las puede comprender. Yo, en cambio, me
puse a comunicar cada vez menos con las palabras, y más con el cuerpo.
Si queréis ponerme un nombre, ¡adelante! ¡No me importa! Pero sabed que lo que soy en
realidad es una ninfa. Una nereida, una dríada. Una ninfa, sencillamente.

Diario de una ninfomana- Valerie TassoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora