La casa.

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Un lugar donde la vulnerabilidad


y la fragilidad de los seres humanos


están siempre a la orden del día


Tenía treinta años cuando tomé la decisión de entrar en la casa. Fue a raíz de mi ruptura


con Jaime, a quien no perdonaba haberme dejado una cuenta corriente vacía y deudas de por


vida y haberme abandonado con una tripita que nunca llegó a crecer. Estaba destrozada


porque se habían esfumado de repente mis creencias sobre el amor verdadero.


Había estado madurando esta posibilidad durante medio año, cada día, cada noche. Ya


lo había pensado antes, pero nunca pude concretarlo. Supongo que hacía falta algo más para


poder darme el valor de hacer tal cosa. Las mujeres, sea cual sea nuestro nivel socioeconómico


-lo sé por haberlo hablado con amigas mías-, en algún momento de nuestra vida


hemos pensado en ello. Pero raramente se lleva a cabo porque forma parte, tan sólo, de


nuestro repertorio de fantasías eróticas, y no pasa de ahí. Ciertamente yo había tenido


fantasías acerca de ello. Pero miraba con miedo a esas mujeres. Siempre las veía en un mundo


gris y violento, como víctimas de un chulo que las vigilaba veinticuatro horas.


Justo después del drama, había querido morir. Pero, ¡una ya no se podía suicidar en paz!


Por A o por B, siempre algo o alguien interfería, sin saberlo ni quererlo la mayoría de las veces,


en ese acto tan íntimo que es el darse derecho a morir.


En una ocasión en la que intenté tirarme por la ventana, Bigudi, al que había recuperado,


apareció maullando para pedirme comida, con toda la fuerza de su pequeña garganta y


arañándome los bajos de mis pantalones.


En otra oportunidad, intenté tomarme dos cajas enteras de un potente somnífero, y a la


hora de tragar los comprimidos habían cortado el agua. Busqué desesperadamente agua


mineral, o un poco de alcohol, pero ese día no había ni una gota de líquido en casa. Decidí,


entonces, posponerlo para el día siguiente. Pero al final, el viejo dicho «No dejes para mañana


lo que puedas hacer hoy» resultó cierto.


Luego, las ganas de morir se diluyeron con el tiempo, dejando sitio a la apatía, la tristeza,


y una depresión de caballo.


Pasaron seis meses, durante los cuales me encerré literalmente eri mi casa, con las


persianas cerradas, yendo de la cama al baño y del baño a la cama, sin sentir nada de hambre,


sólo sed, porque me emborrachaba pensando que beber no era malo, pues te daba otra


realidad y no hacías daño a nadie.


Siempre había sido una mujer fuerte y triunfadora, pero a raíz de mi ruptura renuncié a mi


puesto en la empresa de Harry. Y, por falta de dinero, tuve que mudarme a un submundo que


poco tenía que ver conmigo. Dejé mi ático de la Villa Olímpica y, antes de instalarme en mi


apartamento de cincuenta metros cuadrados, me fui una semana a una pensión del Paralelo


con lo puesto. Bigudí por un lado, una maleta llena de recuerdos por otro, y un parte médico de


una clínica abortiva de Barcelona en el bolsillo. Las mujeres viven traumas sólo por amor, o por


la pérdida de un hijo. Pero saben superar los demás dramas. Y por amor, ahora me encontrabaperdida, sola en el mundo, con vecinos de habitación muy dudosos, prostitutas vulgares bajo la


pensión, y rodeada de bares llenos de «sin techo». Observaba a esos indigentes cada día


desde la ventana, pero sobre todo a las prostitutas, y me alegraba cuando al día siguiente vela


la cara conocida de una chica. Me familiaricé con ellas, sin nunca hablarles -me moría de


vergüenza-, pero allí estaban y me hacían compañía. De alguna forma, las entendía.


Siempre habla pensado que, para llegar a final de mes, era mejor vender tu cuerpo que


hacer extras los fines de semana en un bar como una esclava, doce horas al día, por una


miseria de sueldo. Cuando cursaba mis estudios de Empresariales en la universidad, muchos


compañeros se mataban trabajando de camareros para poder vivir dignamente y seguir


estudiando. Yo, en cambio, había recibido una Beca de Honor además de la ayuda económica


que me pasaban mis padres cada mes.


Cuando me cansé de vivir como una rata de cloaca en la pensión, empecé a salir a la


calle, eso sí, pocas veces, y me adentraba en el mundo real bajando las escaleras. Nunca cogía


el ascensor porque me provocaba claustrofobia en aquella época, con sus paredes revestidas


de moqueta rosa. Temía quedarme encerrada sin poder respirar, y verme absorbida por esas


paredes color chicle, haciendo círculos con mis brazos para deshacerme de esa masa viscosa


que me mantenía secuestrada.


Al final logré el propósito que me había fijado justo después de mi ruptura. Maté a una


persona. Maté a la persona formal, estudiosa, ambiciosa, que estaba dentro de mí. La maté


porque sabía instintivamente que, al hacer eso, iba a liberar a otra, mucho más humana, más


sensible aún, y con más curiosidad por la vida.


Diario de una ninfomana- Valerie TassoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora