4 de abril de 1997
Querida Mami:
Te escribo esta carta para decirte que ayer por la noche he visto las estrellas. De cerca.
Si. De cerca. Hasta casi toco una con la mano, pero era fugaz y se fue volando. En fin, Mami, lo
que te quiero decir es que ayer he tenido uno de los mejores revolcones de mi vida. Pensé que
te haría ilusión saberlo. Me metí en la cama con un hombre que sólo había visto dos veces, y
que conocí por casualidad en un banco. Pero ha sido mágico. La primera vez, no pasó nada.
Creo que fue porque ninguno de los dos queríamos. Y ayer me acosté con él. Salimos a tomar
algo y luego de marcha. Y entonces, me llevó a su casa. Tiene un piso precioso, un ático, con
una terraza enorme que lo rodea por completo, como a mí me gusta. Sólo faltaba un gato bien
gordo paseándose de una a otra habitación, como Bigudí. Yo le había advertido que no estaba
preparada para eso, precisamente esa noche, porque me acababa de llegar la regla. Ha sido
todo menos higiénico... ¡Qué vergüenza! Pero él me dijo que, a veces, la excitación es superior
a las circunstancias, y que hay que dejarse llevar. Entonces accedí. ¿Erais así de guarros en tu
época de jovencita? Me ha roto los esquemas. Y no paro de pensar en él desde entonces. Con
lo frivola que soy, ¿no me estaré enamorando de un tío porque folla de maravilla? La verdad es
que no me gusta la idea, Mami. ¿Qué tengo que hacer? Si me vuelve a llamar, ¿crees que
tengo que volver a verle? Dime algo, por favor. Necesito tus consejos.
Te mando un beso gordísimo. Cuídate mucho.
Tu hijita
PD.: Me voy la semana que viene a Perú. Te mandaré un fax desde allí con mis datos
por si quieres escribirme. Y una postal del Machu Picchu, que sé que te hace mucha ilusión.
6 de abril de 1997
Son las cuatro de la tarde y Cristian no me ha llamado ni me ha mandado mensajes.
¡Joder! No paro de pensar en él durante todo el día. ¿Me estaré enamorando? ¿Por qué pasa
de mí de esta forma? ¿Acaso no le ha gustado pasar la noche conmigo? Pero entonces, ¿por
qué me ha dicho que ha sido sublime? ¿Solamente palabras...?
Mi cerebro va a mil por hora, y no paro de divagar sobre lo que estará haciendo él en un
día tan soleado. ¿Estará en la playa con los mismos amigos que encontramos en la discoteca,
riéndose de mi manera de abrir los dedos de los pies cuando me he corrido? Solamente de
pensar en esta posibilidad, me deja la autoestima por los suelos. Me podía haber llamado para
repetirme que le ha gustado mucho pasar la noche conmigo. A las mujeres nos encanta que
nos vayan diciendo una y otra vez estas cosas. Y yo, soy una de ellas. Cristian no es para nada
psicólogo y me está decepcionando. Tampoco le estoy pidiendo que sea el padre de mis hijos,
pero al menos, que tenga el detalle de manifestarse. Es igual. Si no llama, es porque no valla la
pena.
Por si acaso, busco en un mueble del salón un libro muy útil en casos de emergencia
como éstos. Se titula Cómo romper con su adicción a una persona, de Howard M. Alpern. En el
índice, leo: «Algunas personas mueren a causa de relaciones perjudiciales. ¿Quiere ser uno de
ellos?».
¿Qué estoy haciendo? Solamente le he visto dos veces. A lo mejor lo único que
pretendía era hacer el amor con alguien, sin complicaciones, y he aparecido yo. ¿Por qué me
estoy comiendo la cabeza de esta manera con este hombre?
Me cuesta decirlo, pero quiero claramente volver a acostarme con él. Voy a leer este
libro, y repetir los aforismos de las últimas páginas. No me estoy enamorando, no estoy
enamorada para nada, ni un poquito.
A la una de la mañana, estoy despatarrada encima de mi sofá, con el libro encima de la
nariz; me he quedado dormida en una mala postura y me duele todo el cuerpo. Arrastrando mis
pies dentro de las zapatillas, me voy hacia el baño, todavía aturdida, para limpiarme los dientes.
Tengo las páginas del libro literalmente marcadas en la mejilla derecha. De muy mal humor, me
voy a la cama con la intención de borrar mañana, definitivamente, el teléfono de Cristian de mi
agenda. Ha sido sencillamente eso: una estrella fugaz.
10 de abril de 1997
-¡Tienes que salir ya! ¡Pero ya! -me grita Andrés, con las gafas en la mano.
Cada vez que adopta su miserable aire serio, mi jefe cierra los ojos como para no dar la
cara a la persona que tiene enfrente. Chilla, pero no quiere hacerse responsable de las caras de
estupefacción que le van poniendo.
Hoy está sentado en la mesa de su despacho, dibujando un montón de figuras en las
esquinas de los papeles que tiene enfrente, espirales, cubos en tres dimensiones, y margaritas.
Al final, las hojas quedan convertidas en una masa negra sin sentido, porque pasa una y otra
vez el bolígrafo sobre las líneas trazadas. ¡Interesante para Un examen psiquiátrico!, pienso.
-Pero si ni siquiera me han respondido acerca de la reunión que solicité -le rebato.
-Me da igual. No me importa que no tengas hecha la maleta, ni si tienes el planning
completado. Y menos aún que tengas la regla. Ya hemos aplazado este viaje varias veces. Al
aceptar este puesto, sabías que hay que estar preparada para improvisar. ¿Por qué coño he
contratado a una mujer? ¿Por qué? -le pregunta a Marta, que acaba de aparecer en el
despacho para hacerle firmar unos papeles.
Marta está temblando y no se atreve ni a acercarse hasta la mesa. Andrés está muy
enfadado, no hay duda, porque su rostro se está coloreando de un rojo púrpura a la altura de
las aletas de la nariz y parece un dragón a punto de echar fuego y carbonizarnos a las dos. Yo,
evidentemente, quiero esfumarme cuanto antes y voy dando pequeños pasos hacia atrás hasta
la puerta, pero Andrés tiene el propósito de pegarme la bronca de mi vida.
-No he acabado contigo. Cuando llegues allí, persigue a Prinsa. Son lentos y si no les
llamas todos los días, te van a olvidar. No importa si pareces pesada, ¿me entiendes, hijita?
-Sí, Andrés -refunfuño, siguiendo su mano temblorosa agitar el bolígrafo Bic encima
de la hoja de papel.
Se mueve con tanta fuerza que ya van apareciendo agujeros en la página.
-Y ahora, ¡corre! Haz la maleta, y vete al aeropuerto. Tu vuelo sale a las cinco de la
tarde. Marta tiene los billetes. Mándame un lax cuando llegues. ¡Buena suerte, hijita!
Tomo un taxi por los pelos al salir de la oficina, y me deja en la puerta de mi casa. Hay
gente amontonada delante de la puerta del edificio y para poder hacerme paso, tengo que pedir
permiso varias veces a la docena de personas que aguardan delante de las escaleras.
-¿Qué está pasando aquí? -pregunto a una rubia teñida, con un pendiente en la nariz
y un pintalabios color fucsia, quien parece formar parte del grupo.
-Estamos esperando a Felipe, del local A. Pero todavía no ha llegado, así que tenemos
que esperarle aquí en la calle.
Felipe es uno de mis vecinos. No puedo decir con exactitud a qué se dedica, pero el local
es donde tiene montada su empresa. Le he visto en varias ocasiones, pero sólo nos hemos
saludado. Después de subir de cuatro en cuatro las escaleras, abro rápidamente la puerta de mi
casa y me pongo a hacer la maleta. ¡Cómo odio eso! A pesar de saber desde hace un mes que
voy a viajar, no sé todavía lo que me voy a llevar. Revuelvo todos mis trajes y en la cómoda voy
contando los pares de tangas y sostenes que necesito llevarme. A la vez, marco el teléfono de
Taxi Mercedes para que me vengan a recoger delante de mi casa, la cual se transforma
inmediatamente en una tienda de ropa de marca, mal organizada. Odio preparar un viaje en el
último minuto. Y para colmo, para poder cerrar mi maleta, tengo que sentarme varias veces
encima. ¿Y la combinación secreta? ¿Cuál es la combinación de la cerradura? ¡No me acuerdo!
Al borde del desfallecimiento, y con el taxista llamando al interfono, saco toda la ropa de la
maleta. No tengo otro remedio que coger otra, porque no me acuerdo de la maldita
combinación. Me odio por ello. Soy un desastre para estas cosas, y siempre tiene que pasarme
cuando más prisa tengo.
Reventada por los nervios, me pongo delante del espejo del baño y con mi cara de
pequeño Buda poco inspirado voy haciendo unos ejercicios de respiración abdominal que, se
supone, tendrían que relajarme en el acto. Siempre suele funcionar. Mientras busco unos
preservativos para meterlos en la maleta, me encuentro un fax de mi amiga Sonia que no he
tenido tiempo de leer hasta ahora. Lo haré en el avión. Bajo por el ascensor; subir las escaleras
es bueno para trabajar los glúteos, pero bajarlas no tiene ningún sentido. Me tropiezo de nuevo
con el grupo de antes que sigue reunido delante de la puerta. Mientras el taxista está poniendo
mis cosas en el maletero, no puedo evitar preguntarle a la misma rubia:
-¿Tenéis una entrevista de trabajo? ¿Os ha citado a todos a la vez? -Quiero saber
más acerca de Felipe.
-No, no. Venimos a repetir. Pero sólo él tiene las llaves -me replica, como si fuera
obvia la razón de su espera.
De repente los asuntos de Felipe me interesan mucho y le sigo preguntando, al subir al
taxi:
-¿Y a qué os dedicáis?
El rostro de la rubia se ilumina de satisfacción. Un chico del grupo, altísimo, se acerca a
nosotras para participar en la conversación, mientras yo entro en el taxi, cierro la puerta y abro
la ventana.
-Somos actores profesionales -explica la rubia, levantando orgullosa su pequeño
mentón.
Y añade, como para satisfacer mi curiosidad que ya no puedo esconder, o quizá para
provocarla más:
-Felipe vende trozos de vida.
El taxista me echa un vistazo de impaciencia por el retrovisor, luciéndome entender que
está mal aparcado, y salimos disparados.
Justo antes de embarcar, y a punto de apagar definitivamente mi móvil, recibo un
mensaje. Es Cristian. «¿Quieres cenar conmigo esta noche?» ¡Por Dios! Me voy de territorio
español con dos incognitas: ¿qué era eso de los trozos de vida de Felipe?, y ¿qué hago ahora
con Cristian? Con lo curiosa e impaciente que soy, no sé si podré esperar las respuestas a
tantas preguntas hasta mi vuelta.
Ya llevamos unas cuantas horas volando y, con la mano en una bolsa de plástico, repaso
todas las compras que he hecho en el duty-free mientras aguanto el ronquido de un paquidermo
medio calvo \ sudoroso que está sentado a mi lado. Con cara de asco me vuelvo hacia él para
observarle, y constato con horror que su cabeza se está yendo hacia mi hombro. ¡Que ni se le
ocurra apoyarse sobre mí! Intento distraerme, pues con cada nuevo vuelo me entra más miedo
a volar. Me he acordado del fax de Sonia y me pongo a leerlo.
Querida Val,
Es vulgar, horroroso, pero al menos te pondrá de buen humor hoy.
.. Sonia.
No cambiará nunca. Sonia es mi amiga desde hace unos tres años, y me ha demostrado
que siempre tiene el mensaje justo en el momento preciso. Trabaja como jefa de producto enunos laboratorios farmacéuticos y se pasa la vida obsesionada por conseguir un ascenso.
Cuando la vi por primera vez, me recordó inmediatamente a la heroína de unos dibujos
animados japoneses, Candy, que echaban en la televisión francesa cuando era pequeña.
Candy siempre llevaba minifaldas y botas hasta las rodillas. Sonia es igualita. Tiene la piel de
color porcelana, unos grandísimos ojos bordeados de pestañas negras infinitas y una nariz muy
respingona, con miles de pecas. Tiene el rostro completamente liso, sin arruga alguna. Siempre
lleva faldas de niña buena con zapatos planos, que le dan un aire de palillo a su cuerpo sin
forma. Pero por dentro, Sonia ha demostrado ser fuego puro. Y lleva una eternidad buscando
desesperadamente al amor de su vida. Como no lo encuentra sufre muchas depresiones que le
suelen durar largas temporadas. Y cuando se cansa de verse en ese estado, se dedica a hacer
reír a la gente. Luego, vuelve a recaer.
Empiezo a contar las páginas recibidas, hay casi cinco. No me puedo creer que tenga el
tiempo para redactar este tipo de mensaje en la oficina. Se trata de un fax con chistes acerca de
los hombres, una especie de decálogo de los principales errores masculinos en la cama. Como
hay demasiada paja, utilizo la técnica de lectura rápida que me han enseñado en la universidad
para captar lo más divertido.
Al cabo de un rato, prefiero dejarlo. Sonia ya no sabe qué inventar para ser graciosa.
Pero al menos me ha ayudado a olvidar la presencia del gordo de al lado, que se ha despertado
de repente y está mirando, por encima de mi hombro, lo que estoy leyendo. Nuestras miradas
se cruzan y se dibuja sobre sus labios morados una pequeña sonrisa cómplice, a la cual no
respondo porque no me da la gana.
Me pongo a seguir con mucha atención las indicaciones de una pantalla en la que
aparece el mapa del mundo y la situación de nuestro avión. Ya estamos en el continente
americano, y con esta imagen, consigo dejar atrás la angustia de los últimos días, entre los
nervios de Andrés y mi obsesión por Cristian. Otra aventura me está esperando.
El aeropuerto de Lima se parece a un mercado de frutas y verduras. Es un caos que me
deja aturdida apenas pongo el pie en territorio peruano, hasta que consigo pasar el control de
pasaportes, cambiar soles peruanos y arrastrar mi maleta hasta la salida. Cuando las puertas
del aeropuerto se abren sobre el exterior, me invade un calor húmedo, desagradable, que me
anuncia ya noches de sudor y enfermedades gástricas. Me cuesta respirar, y un olor horrible a
fruta podrida contamina el ambiente. Busco desesperadamente un taxi que tenga aire
acondicionado, y me decanto por el coche de un hombre pequeñito, vestido con una camisa de
lino crudo y unos pantalones verde militar. Se está quitando las gotas de sudor de la frente con
un pañuelo y no para de mirarlo después como si hubiese descubierto un tesoro. Al verme, me
hace una señal con la mano para indicarme que está libre. No dudo ni un minuto y me acerco.
-Voy al hotel Pardo, en Miraflores. ¿Tiene aire acondicionado en su coche?
-Claro, señorita. Suba, la llevo rápido -me contesta, mientras me quita literalmente la
maleta de las manos.
El aire acondicionado del taxi consiste en unas pequeñas hélices colocadas en la cabeza
del asiento del conductor, en dirección a los pasajeros, y que no paran de girar con dificultad,
produciendo el ronroneo de un avispón en pleno vuelo. Me abstengo de cualquier comentario.
Mejor eso que nada.
La ciudad de Lima es una gigantesca chabola donde muchas casas, a punto de
derrumbarse, tienen bolsas de plástico a modo de techo. No me había imaginado esto. Busco
con avidez una casa bonita, algún edificio residencial, niños con uniformes azul marino y
calcetines largos saliendo de la escuela, pero no los veo. En su lugar, aparecen pequeñas caras
sucias, con mocos secos. El taxista me señala con su dedo el mar y las playas de la ciudad. En
un semáforo, se da la vuelta y me comenta:
-No vaya nunca a bañarse allí, señorita. Todas las playas de Lima están contaminadas.
Tendrá que salir de la ciudad para poder bañarse sin riesgo.
Miro aterrorizada a unos basureros inmensos que cubren las playas, y constato con
horror que hay gente allí, con los bajos de los pantalones levantados hasta la rodilla,
rebuscando entre la porquería que otros han depositado. Me entran náuseas, y tengo que
volver la cabeza repentinamente para no ponerme a vomitar en el taxi. Instintivamente, busco
en el bolso mi carné internacional de vacunación y me pongo a repasar todos los nombres
escritos a mano con la fecha de las inyecciones. El viaje en taxi se me hace eterno, y no me
atrevo a mirar de nuevo por la ventana, por miedo a ver el horror justo delante de mis narices.
Por fin, llegamos a un hotel cuya fachada anuncia habitaciones de lujo, y después de
despedirme del taxista, aparece a toda prisa un botones, vestido con un traje rojo y negro, y
zapatos relucientes.
-Bienvenida al hotel Pardo, señorita -me dice muy amablemente.
En la recepción del hotel ya están avisados de mi llegada, y me entregan la llave de una
suite que da directamente a la parte interior del edificio, tal como había solicitado. Por fin pienso
encontrar tranquilidad. La habitación es de color beis, con un sofá de cuero marrón en el rincón.
La cama, inmensa, está recién hecha, y me acuesto un momento para renovar la energía que
he ido perdiendo durante el viaje en avión y el interminable trayecto en taxi. Pero me viene de
repente a la mente la primera misión que tengo que cumplir, y que es urgente: llamar a Prinsa.
No encuentro a mi interlocutor, así que dejo un mensaje. Decido bajar nuevamente a
recepción y la chica que me atendió al llegar, una morenaza que no para de sonreír y dice
llamarse Eva, me ofrece la posibilidad de contratar a un guía para visitar la ciudad.
-Tenemos a muchos y todos muy bien de precio.
Me saca una lista antes de que pueda reaccionar y me la pone debajo de los ojos. Yo no
tengo ninguna intención de contratar a un guía turístico pero un nombre me llama la atención,
por tener el mismo apellido que aquel escritor español:
Rafael Mendoza
Gula turístico
Fotógrafo de Prensa y Cámara
Tel.: 58 58 63 Bipper: 359357934
-¿Conoce usted a Rafael Mendoza? -le pregunto a Eva.
-Rafael es un óptimo profesional y además un excelente fotógrafo. ¿Quizá le gustaría
tener fotos del Perú?
Su rostro se ha iluminado al pronunciar su nombre, y de nuevo sin preguntarme nada ya
está marcando su número de teléfono.
Oigo que deja un mensaje en el contestador.
-Rafa, soy Eva, del hotel Pardo, es urgente. Hay trabajo para ti.
Con la promesa de Eva de que conoceré a Rafa al día siguiente, cojo el ascensor con
unas ganas de sexo que no sé explicar. Quizá por la tensión de tantas horas de vuelo. Al llegar
al piso de mi habitación, mientras busco las llaves en el bolso, escucho una voz.
-Buenas tardes, señorita. ¡Qué casualidad que estemos en el mismo hotel!
Todavía no le he visto la cara, pero mi mirada se para a la altura de sus labios y no hace
falta ver nada más. Ya he reconocido la sonrisa cómplice en esa boca pequeña, cínica, que
babeaba unas horas antes sobre mis piernas, mientras estaba en el avión. El paquidermo
medio calvo ya ha introducido las llaves en la cerradura de la puerta de su habitación. Me paro
un momento para mirarle y él aprovecha para decirme:
-¿Quiere pasar un momento y tomar algo conmigo?
Me sorprendo al responderle que sí, que muy amable de su parte, que qué curioso que
estemos alojados en el mismo hotel, hasta que la puerta se cierra a mi espalda. Me invita a
tomar asiento en el sofá, que es igualito al que tengo en mi habitación. Tan sólo se distinguen
por el color de las paredes, que son de un amarillo chillón con cortinas a juego.
-¿Qué desea tomar? ¿Champán, vino tinto...?
-Whisky -contesto sin pensarlo.
-¿Solo o con hielo?
-Con hielo, por favor.
El paquidermo pide hielo al servicio de habitaciones, y, mientras se sirve una copa de
champán, comienza un interrogatorio sobre las razones de mi presencia en el Perú.
-Trabajo para una empresa de publicidad -le explico, intentando adoptar un aire
amable.
En el fondo, parece ser buena persona; ha sido su gordura lo que me ha hecho
rechazarlo en cuanto le he visto. Me siento culpable durante unos segundos.
-¿Y usted?
-Trabajo para una compañía telefónica. Soy informático, y vengo a poner a punto unos
programas en nuestra filial peruana. ¿Sabía usted que nuestra compañía ha invertido dos mil
millones de pesetas en el Perú? -me pregunta, como un profesor que quiere averiguar si su
alumno está bien preparado para un examen.
-Si, es cierto. Desde la desaparición de Sendero Luminoso, cada vez más empresas
extranjeras están inviniendo aquí. Eso es muy bueno para el país. Creo que la inversión de su
compañía representa ella sola el cincuenta por ciento del total de inversiones extranjeras, si las
estadísticas son ciertas.
Su mirada me ha aprobado con sobresaliente. Llaman a la habitación. El paquidermo
coge la cubitera de las manos del camarero, y cierra la puerta con un golpecito de la pierna
izquierda. Parece ágil, a pesar de su sobrepeso.
Me tiende un vaso con whisky sin dejar de mirarme a los ojos.
-¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí? -Quiere saberlo todo.
-Creo que estaré unos quince días. Dependerá de lo que tarde en visitar a todos
nuestros clientes. A veces, algunos anulan las citas y las posponen, lo que hace que todo mi
planning se tambalee.
Pido otro whisky. El paquidermo, que se llama Roberto -así lo indica su tarjeta de visita,
que me ha regalado como si fuera el más precioso de los tesoros-, me sirve otra copa, que
voy bebiendo rápido pero a pequeños sorbos.
La segunda copa empieza a hacer su efecto y voy notando un hormigueo que me sube
desde las piernas y se va concentrando a la altura del pubis. Un calor invade mi espina dorsal y
escala mi espalda hasta la nuca. Mientras me sigue hablando, me quito el lop y el sostén, y
Roberto detiene de repente su monólogo, visiblemente sorprendido. Sin avisar, se tira
bruscamente sobre mis pezones y me los aprieta como si estuviera intentando deshinchar un
globo. Me siento convertida de repente en un hueso de goma para cachorros. Luego,
babeando, me coge el pezón izquierdo entre el pulgar y el dedo como quien intenta encontrar la
estación de radio de los cuarenta principales. Odio eso, pero le dejo hacer. Seré sincera: todo
me lo he buscado cuando acepté entrar en su habitación.
Su torpeza manual en la región de mi pubis acaba en una conclusión de sus dedos
gordos en los elásticos de mis braguitas. Le .ivudo y las saco yo misma, y, tomando eso como
una invitación indirecta hacia la entrada de mi sexo, su mano baja en mi entrepierna e intenta
introducir sus cinco dedos en mi vulva como si estuviera escondiendo en una chimenea el botín
robado a un banco. Es muy torpe, la verdad, y su rostro está cubierto de un sudor glacial, l'ienso
que no me da perspectivas de un polvo inolvidable. Se pone por fin a quitarse la ropa. Pero,
digno de un principiante en la materia, se quita todo salvo los calcetines. Esta sola visión me da
nanas de reír a carcajadas, pero me contengo. Busco con cara de desánimo su pene, pero las
toneladas de carne que forman su I u triga recubren justamente esa parte de su anatomía.
Tendría que levantarse la grasa para poder tener una relación sexual; si no, el asunto se
anuncia desastroso. Sin más preliminares, introduce sin ternura su pequeño objeto que el slip
demasiado estrecho, de un i olor blanco dudoso, ha estrangulado y empieza a moverse como
un pistón. A pesar de su torpeza, yo tengo que darle una oportunidad. Tiene la cara escondida
en la almohada y las manos debajo de mis nalgas. Mi cuerpo se estremece pero estoy a la vez
preocupada por acabar asfixiada de tanto peso.
Decido tomar la iniciativa. Me retiro de debajo de él con un movimiento de hombros hacia
atrás y él me lanza una mirada que pocas veces me he encontrado: la de un asesino a sueldo.
Ni me pregunta si me pasa algo.
-¿Qué haces? Me iba a correr -me reprocha.
-Ponte boca arriba -le ordeno.
Mi tono no parece gustarle, pero obedece, se da la vuelta y se pone de piernas abiertas y
un poquito levantadas, como un animal moviendo la cola a la espera de una caricia.
«Veo que te gusta que te manden, gordito mío, pienso, con una sonrisa en los labios.
Ibas de macho, pero lo que verdaderamente te pone son las mujeres dominantes. Sólo tenías
que pedírmelo.»
Me pongo de pie encima de la cama, me doy la vuelta de tal forma que se encuentra mi
trasero en plena cara, y me siento encima de su pequeño punto de exclamación. Se pone a
gritar para motivarme, como un entrenador de fútbol en un estadio.
-¡Slíí! ¡Sigue! ¡Qué bueno! -ladra mi gordito.
-Te vas a enterar de lo que vale una francesa -le digo, volviendo la cabeza para que
vea mi expresión.
-¡Sííí! ¡Sí, sí! -la mueca que se dibuja en su rostro me hace pensar que ya se ha
corrido.
Al poco rato, me corro yo también.
Salto inmediatamente de la cama, me voy al baño para ver en qué estado se ha quedado
mi pelo y el maquillaje que llevaba, y vuelvo a la habitación enseguida para vestirme. Mi gordito
yace sin fuerzas encima del cubrecama. No era para tanto, pienso. Una vez vestida, busco mi
paquete de tabaco en el bolso y me enciendo un cigarro, mirándole y preguntándome cómo
este hombre me puede haber dado placer.
-¡Qué maravilla! -resopla Roberto.
Tiene los pelitos de cada lado de su cabeza, y los únicos que le quedan de hecho,
completamente mojados.
-Espero que volvamos a repetirlo.
Le sonrio a modo de respuesta y me voy de su habitación. Desde luego, el cuerpo habla
por sí solo. Y es mi manera de expresarme con la gente. Además, hoy, he hecho una buena
acción. Este .señor acaba de perder seguramente quinientos gramos, y yo estoy siempre más
cerca de la línea de los vencedores del maratón.