1 de septiembre de 1999
El primer contacto que he tenido con la casa ha sido a causa de un último arrebato de
supervivencia o autodestrucción, depende de cómo se mire. No lo sé con exactitud, pero
entiendo que siempre tendemos hacia la vida. Así que prefiero pensar en la primera opción.
Lo que me encontré allí estaba muy lejos de la imagen glamurosa que tenía en mente. Las
chicas resultaron ser pequeñas cenicientas, pero nunca perdían zapatos de cristal, sino una
parte de sí mismas. La inocencia de algunas contrastaba con su manera de hacer el amor con
los clientes y estos anacronismos físicos me dejaban alucinada.
Yo era una de las más «viejas» y sabía lo que estaba haciendo. Muchas venían aquí
para ganar mucho dinero, no por necesidad, sino porque eran alérgicas a la pobreza y
pensaban que la felicidad sólo se puede encontrar en un billete de banco. Yo buscaba cariño
ante todo, y revalorizarme como mujer, pero en el fondo, teníamos el mismo propósito: amar.
Dos y media de la tarde.
Por fin voy andando por la calle, contando las losas del pavimento, incapaz de fijar mi
mente sobre cualquier impresión o sentimiento.
He comprado el periódico por la mañana, y he recortado el anuncio de una casa de lujo
que promete las chicas más elegantes y guapas de la ciudad. Sin pensarlo dos veces, he
llamado para preguntar si necesitaban renovar el personal, ya que estaba interesada en trabajar
con ellos. Me han dado la dirección y una cita para la tarde.
Quiero llegar lo antes posible, para descubrir ese mundo que me he imaginado tantas
veces. Me veo en un sitio lujoso, vestida con un traje de noche transparente, rodeada de
cortinas de seda y habitaciones temáticas con bañeras con jacuzzi
Tres menos diez de la tardeCuando Susana me abre la puerta, le pido disculpas porque creo que me he equivocado
de piso. Ella, sin embargo, me hace pasar asegurándome que es la dirección correcta.
Susana es pelirroja, gordita, pequeña y muy fea. Tiene un cigarro en la mano, y los
dedos completamente manchados de nicotina. Pero lo peor de todo es que sus dientes parecen
rocas negras a punto de derribarse.
«Va a espantar a los clientes», es lo primero que pienso.
-¿Fumas? -me pregunta, tendiéndome el paquete de cigarros.
Ni buenos días ni nada.
-Sí, gracias -le contesto, cogiendo uno nerviosamente. Las manos me tiemblan. Será
la primera y última vez que me ofrecerá un cigarro, ya que me convertiré luego en su
proveedora preferida de alquitrán y nicotina.
A pesar de saber claramente dónde me estoy metiendo, todavía no sé muy bien si he
venido por venganza, por asco hacia los hombres y a lo que tienen colgado entre las piernas, o