Capítulo 5

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♦ Cerré los ojos para que David creyera que estaba dormida. No tenía la menor intención de dormirme. Si no, ¿como podría escaparme? Pero el sueño no llega o se va cuando uno quiere, y el ángel del sueño se aferraba a mí como si no tuviera otra cosa que hacer hasta la mañana siguiente. Yo sentía la cabeza entre nubes. Ya no sabía bien si estaba soñando o no.
Al mismo tiempo que me resistía al sueño, seguía los movimientos de David con el oído. Lo oí servirse agua de la llave. La imagen de mamá llorando se quedó fija en mi mente. Él se desvestía y yo pensaba: "¡Si ella logró avisarle a papá, debe estar muy preocupado!" El apagador hizo clic. Me imaginé a Elnopapá hecho una furia, jurando que me daría la tunda de mi vida. El colchón rechinó; David se había acostado. Me quedé un momento pensando en cuando vivíamos los tres juntos, papá, mamá. Y yo, y que nos queríamos los tres. Era bonito. ¿Por qué será que el amor no es para toda la vida?
Ya no había ruidos. Alcé los párpados, un poco nada más para poder mirar entre las pestañas.
La ventana ya no tenía postigos. Allá afuera, el viento se había llevado las nubes. De vez en cuando todo se volvía rojo por un anuncio de neón que se prendía y se apagaba en la calle. Miré bien a David mientras contaba despacio en mi cabeza. Cuando llegara a quinientos, me levantaría y me iría. Pero mi escape falló. No había llegado a doscientos todavia, cuando David se incorporó de repente. Dirigió la vista hacia mí. No me moví ni un centímetro. No se dio cuenta, y yo continúe observándolo.
Fue a buscar algo en el fregadero. Era una cucharita, la distinguí cuando llegó a sentarse al borde de la cama. Volvió a echar una mirada hacía mí. Con la cuchara, tomó un poco de agua de un vaso que había sobre el buró. La colocó junto a la lámpara y pasó una mano por debajo del colchón. Sacó una bolsita de papel blanca. No era realmente una bolsita sino más bien una hoja doblada en cuatro. La abrió con gran precaución, y la inclinó encima de la cuchara. Luego tomó un encendedor y pasó la llama por debajo de la cucharita, para calentar lo que había en su cuenco. Volvió a poner todo junto a la lámpara.
Todo eso me dio escalofríos, porque ya me imaginaba lo que estaba preparando. Lo había visto en el cine, en una película policiaca, sólo que esta vez era de verdad. Así que cuando abrió el cajón ya sabía lo que sacaría de ahí, y cerré los ojos con fuerza. Tan fuerte que mi frente debe haber tocado mi nariz. Odio las jeringas.
Detesto las inyecciones, desde que tengo memoria. Mi mamá es enfermera, y cuando era chica, me llevaba a sus visitas. He visto como inyectan a decenas de personas com agujas de todos los tamaños. Pero nunca me acostumbré. Nunca. Siempre me daban ganas de vomitar. Me tapaba los ojos con las manos, dejando los dedos separados para poder ver algo de todos modos. Me horrorizaba, pero no podía dejar de mirar. A la gente le parecía cómico: era la "payasita" de la enfermera. Algunos hasta exageraban los gritos de dolor para hacerme estremecer, como si fuera un juego. A mí se me resolvía el estómago todavía más. Hasta el día en que de veras vomité sobre la alfombra cuando vi como inyectaban a una ancianita. Dejé de ir con mamá. Una jeringa me aterra más que una pistola.
Pero David no era una enfermera. Su jeringa era para drogarse. Y nada más de imaginármelo se me revolvió el estómago, como entonces.

David, me pregunté tantas veces por qué hacías eso. Creo que lo entiendo cuando pienso en aquella noche: ni siquiera en tu cama lograbas ya soñar. ♦

Un pacto con el diabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora