Capítulo 9

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♦ ¿POR QUÉ tuvo que llegar la noche?
Regresamos al estudio como a las seis de la tarde. En el camino de regreso, David no dijo una palabra. Parecía ausente otra vez. Se tumbó en el sofá y trató de leer. Pero estaba nervioso; entonces dejó el libro y se puso a dar vueltas como fiera enjaulada por todo el departamento.
Quise comunicarme con mi mamá, para que no estuviera preocupada, pero contestó Elnopapá. Así que no dije nada. En casa de papá y en la de Paulina no había nadie otra vez. Debían haberse ido de vacaciones juntos. Me empezó a dar hambre. David se mecía en su mecedora.
–¿Qué comemos? –pregunté.
No me contestó. Fui a hurgar en la alacena y en el refrigerador: todo estaba vacío. Volví a hacer mi pregunta, pero me pareció que una vez más no la oyó. Entonces me puse a mordisquear un pan tostado, y saqué mi cuaderno de secretos de mi mochila para escribir todo lo que me había sucedido desde el día anterior. Estaba sumida en mis pensamientos, por eso me sobresalté cuando dijo:
–¿Tienes hambre?
–Hace una hora que te estoy preguntando qué vamos a comer...  
–No hay nada. Ven, vamos a comer un sándwich en algún lado.
No tenía ganas de ir. No me gustaba el aspecto que tenía desde que empezó a anochecer, y sentía miedo de encontrarme con alguien que me conociera, allá afuera. Pero tenía hambre, y las rebanadas de pan tostado sólo habían servido para abrir boca.
Poco después estábamos sentados en la terraza de un café, frente a una malteada de chocolate, otra de fresa y dos sándwiches gratinados. Ya era de noche. David saludó de lejos a dos o tres personas. Bostezaba todo el tiempo. Así es como me di cuenta que le faltaban las muelas del fondo.
–¿Esas muelas se te cayeron por la caries?–pregunté.
–Mmm, mmm–fue su respuesta.
–¿Y por qué no vas a que te las arreglen?–añadí, porque ya estaba harta de que estuviera sentado sin decir nada.
–No tengo ganas de hablar, Roxana.
Lo odié. ¿Por qué se portaba mal conmigo? Yo no le había hecho nada.
Se puso de pie para ir al baño. Yo estaba harta. Pero vi a unos enamorados darse un beso frente a mí, pensé en lo que David me había dicho en el estanque, que le parecía bonita. Entonces tuve ganas de ponerme más bonita para él, para que se pusiera contento de nuevo.
Tomé mi mochila y también yo fui al tocador. Había una luz de neón que no dejaba de parpadear y de hacer un ruido como de fritura. Además, olía mal.
Frente al espejo, me puse los aretes que me dió papá. Y como encontré el lápiz labial de Carola cuando escarbaba en mi mochila, me pinté la boca toda colorada. Pensé que David le gustaría. Me veía hermosa como una reina en el espejo.
La puerta del baño se abrió. Salió él, y le sonreí para gustarle. Pero no entendí nada, porque pasó de largo sin decir nada, sin mirarme siquiera. Lo llamé.
–¡David! –No volteó. Entonces vi la jeringa en el piso. No pude despegar mi mirada de ella. Alguien se tropezó conmigo y me impedía el paso. Alcé la cabeza y me vi en el espejo. Me veía fea con los ojos empapados y la boca mal pintada. Sentí vergüenza.
Entonces me pasé la manga de la chamarra por los labios, frotándolos fuerte para quitar el bilé.

Cuando regresamos al estudio, David se echó sobre la cama. Yo me acosté en el sofá con mi osito en brazos. Deseé no haberte conocido, David. Quería que papá viniera por mí. ♦ 

Un pacto con el diabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora