Capítulo 15

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♦ BAJÉ LAS escaleras apoyando la mano en el barandal; me dolía la cabeza y no sentía los escalones bajo los pies. Todo se veía borroso, como cuando hay niebla; las formas danzaban frente a mis ojos. Yo bajaba y bajaba, pero la escalera no terminaba nunca. No sé acababa. Ví una silueta a contraluz abajo, quise ir hacia ella; empezaron a temblarme las piernas, todo me daba vueltas, estaba en un titubeó enloquecido. Me pareció oír “¡Roxana!" La voz venía de lejos, de muy lejos. Y me desmayé.
Cuando abrí los ojos estaba en la cama de Paulina. Ella me acariciaba el cabello y me hablaba suavemente. Murmuré:
–Paulina... –e inmediatamente–: ¿Está muerto?
Afirmó con la cabeza. Rompí en llanto. Me dió un vaso de agua y me pidió que se lo contara todo. Pero no pude: tenía la garganta demasiado cerrada, las palabras no salían. Insistió. Dijo que no debía guardarme esta historia. Entonces hice un esfuerzo y todo empezó a salir atropelladamente: Elnopapá, el Café de los Viajeros, las jeringas, el estanque, el lápiz de labios, la pizza, David. Lloraba tanto como hablaba. Ella me contó lo que seguía. Que había regresado antes que papá. Que había ido a buscar un libro a casa de él y había escuchado los recados en la contestadora: los de mi mamá, el del policía, el mío. Entonces fue inmediatamente a la dirección que yo había dejado. Llegó en el momento en que bajaba la escalera, y me desmayé en sus brazos. La inquilina de ese piso la ayudo. Me acostaron sobre un sofá. Volví en mí, pero estaba delirando y gritaba: “¡No!, no quiero inyecciones, no quiero que me inyecten!”
Entonces llamó a una amiga doctora que de todos modos me puso una inyección para tranquilizarme. Pero tuvieron que detenerme los brazos y las piernas, porque cuando ví la jeringa me puse como loca. Luego, subió al estudio. Desde ahí llamó a Urgencias. Vinieron por él y se lo llevaron.
Lloré durante un buen rato en los brazos de Paulina. Ella me arrullaba en silencio. Luego se me acabaron las lágrimas; las últimas se secaron sobre mis mejillas.
–¿Cuando regresa papá? –dije, sorviendo por la nariz.
–Esta noche, o mañana por la mañana. ¿Quieres darte un baño?
Contesté que si. Se levantó y fue a abrir la llave. Tomé el teléfono y marqué el número de mi mamá.
–¿Eres tú, mamá...?
–¡Roxana! ¡Por favor, dime dónde...!
–Iré a verte mañana con papá.
–Roxana...
–Te mando un beso mamá.
Y colgué, no tenía ganas de hablar más tiempo con ella. No esa noche.
Cuando alcé la cabeza, Paulina estaba ahí, sonriéndome.
–¡Vamos!, el baño está listo.
Me dejo sola. Me desvestí y me miré en el espejo grande. Es cierto que empiezo a parecer una mujer. Y por primera vez, me pareció bonito, sólo que cuando era pequeña me sentía triste menos seguido. Me deslicé dentro de la espuma y del agua caliente, y la sensación fue realmente agradable.
Me quedé por lo menos media hora en la bañera. De vez en cuando, Paulina tocaba a la puerta y me preguntaba si no necesitaba nada. Me lavé el pelo y terminé con una ducha fría. Sobre la repisa del lavabo había una botellita de perfume. Olía a vainilla; me puse un poco en el cuello.
–¿Qué te parecería un buen restaurante? –me propuso Paulina.
Tenía un hambre canina, así que no me hice del rogar.
Pronto estábamos en El Loto de Oro, un restaurante chino al que acostumbramos ir con papá. Por cierto que el señor Chang nos reconoció. Me gustan los restaurantes chinos porque se divierte uno mucho con los palitos para comer. Sobre todo porque el señor Chang no pone tenedores, ni siquiera a quienes los piden. El tipo que estaba sentado junto a nosotras estaba hecho un lío, y cuando el germinado de bambú que intentaba atrapar desde hacia cinco minutos acabó sobre su pantalón, Paulina y yo no pudimos evitar un ataque de risa, sobre todo porque ella me había servido un vaso de vino, y ya me lo había tomado.
Luego, hicimos un concurso para ver cuál de las dos dejaba caer menos granos de arroz sobre el mantel. Yo gané, y Paulina también tuvo que comerse su helado con palillos. Hacia el final, ya no había tristeza.
Volvimos a su casa abrazadas, contándonos chistes de cuando éramos chicas, todas las tonterías que había la hecho sin que se dieran cuenta nuestros papás, ¡y esta vez ella me ganó!
¿Sabes, David?, en todas esas horas no pensé en ti ni una sola vez.
Ella estaba preparando el té cuando llamaron a la puerta, así que me pidió:
–¿Puedes abrir, Roxana?
Abrí la puerta.
Era papá. ♦
 

Un pacto con el diabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora