2 de diciembre

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Yendo a la sala que se le había asignado, Espartero Martínez sintió un leve cosquilleo en el estómago. Hacía muchas Navidades que se ganaba el invierno así, pero esta vez era diferente. Nunca antes había tenido audiencia joven: sí a niños con sus padres, y a gente que ya comenzaba a entrar en canas, además de a compañeros sexagenarios; pero nunca había logrado interesar al público juvenil, que empezaba a descubrir el mundo, con sus historias.

Pero esta Navidad era diferente. La chica había estado ahí. Y con una persona empezaba el cambio. No deseaba regocijarse la vista, ni mucho menos. Solo deseaba hacer servir su experiencia a las futuras generaciones.

Acomodándose en su sillón, observó que había una persona más: otro joven, para su gran alegría. Un chico delgado, cuya carencia de color en la piel contrastaba con el tono intenso de sus ojos azules y su pelo del color del carbón que ardía en la chimenea. Su silla de ruedas estaba situada al lado de Espartero Martínez. Y esto le produjo una gran felicidad.

"Hoy es 2 de diciembre, y el camino del Adviento tan solo acaba de empezar. ¿Os acordáis de que ayer dábamos gracias por los pequeños milagros que recibimos? La misión hoy es más difícil. Hoy tenéis que dar esos milagros. Mostrad interés por el otro y sus preocupaciones, por sus necesidades. Vuestro prójimo es la persona a la que debéis amar como a ti mismo: hacedlo. No esperéis a que otros lo hagan por vosotros"

—Lo más fácil del mundo —terminó de escribir el señor Pocero en la pizarra. Subrayó las cinco palabras mientras acababa de pronunciarlas—. ¿Quién sabe qué es?

La respuesta no fue inmediata, en absoluto.

—¿La hermana de Julio? —apostilló uno de los chicos más corpulento de la clase, recostado en el asiento. Hubo un coro de risas generalizado.

—Tu madre le quita ese honor —respondió un adolescente, tímido, en la primera fila, junto a la mesa del profesor. Pese al desafío que contenían sus palabras, le temblaba la voz al decirlas.

—A que no hay huevos a repetir eso —gruñó el que había hablado primero. Se hizo de nuevo el silencio, un silencio tenso.

—Basta ya —zanjó el señor Pocero, regañándolos con la mirada. Observó a sus veintiocho alumnos uno por uno—. ¿Nadie? Lo más fácil del mundo es... Cerrar los ojos.

—Qué gran revelación —murmuró con desdén una joven. El profesor decidió que ignorarla era la mejor opción.

—Cerrar los ojos a lo que no nos gusta o no es agradable. Estoy seguro de que todos lo hacéis cada día. Abel, tú vives en la calle Serrano. Seguro que hay algún mendigo, ¿verdad? Y tú, Anabel, pasas por delante del albergue San Juan Bautista para ir a tus lecciones de piano. María y Jaime, seguro que alguna vez, en alguna cita, habéis ido a un restaurante o algo parecido. Si no, mi niña, este no es tu hombre  —bromeó el hombre—. Todos vosotros cerráis los ojos a diario. Cerráis los ojos a la miseria, a la pobreza, al hambre, a la desesperación, a la tristeza, a la desigualdad. Es mucho más cómodo y bonito, por supuesto, hacerlo. A nadie le gusta enfrentarse al hecho de que un tercio de los españoles está en riesgo de exclusión social. O de que mueren más de mil niños al año en África porque no tienen más que barro para beber.

»¿Sabéis cuál es el problema? Los números.

—Las matemáticas llevan siendo el problema mucho tiempo —se mofó otra muchacha.

—Los números son el mayor enemigo de la solidaridad. Porque cuando ponemos cifras, es como si los seres humanos no existieran. Son reemplazados por unos, por cincos, por fracciones, por porcentajes, y perdemos de vista el factor más importante: que son personas. No digo que no sea importante el recuento —se apresuró a aclarar—, pero tendemos a dejar de ver aquello de lo que hablamos. A nadie se le quita el sueño si os digo que hoy han muerto trescientas veinte personas en un atentado terrorista en Malasia, ¿verdad? Pero ¿y si os dijera que vuestras madres estaban en ese atentado? ¿O vuestros primos? ¿O vuestro mejor amigo?

»Es muy fácil desvalorizar lo malo del mundo, chicos. Así que hoy tenéis deberes: debéis hacer una buena acción. Vuestro pequeño granito de arena para mejorar esta situación. Obviamente no cambiaréis el mundo con ello, pero los grandes cambios empiezan por algo pequeño.

Aquella tarde, el señor Pocero decidió regresar a su casa dando un rodeo. En vez de tomar el autobús, prefirió ir andando. Sus alumnos tenían una tarea, pero él no debía quedarse atrás. Siendo el adulto responsable, era el primero que tenía la misión de dar ejemplo.

Era tan diferente ver el mundo con otros ojos... Cada persona era ahora todo un mundo de posibilidades para él. Quizá esa mujer haya trabajado horas extra para comprarle ese jersey de punto a su hijo, tan bonito. Esa chica... No parece haberle ido muy bien hoy. En cuanto al joven que lleva los cascos con la música tan alta, ¿tendrá problemas? Parece querer hundirse entre las notas, dejar que se lo lleve el viento como a la voz rasposa del cantante. ¿Cómo habrá pasado el día ese policía, con las burlas de los delincuentes juveniles que estamos criando en esta ciudad?

Pero no eran esos los casos que buscaba Pocero. Él buscaba algo mucho más simple y más hermoso. Algo como...

—Señor, ¿tiene una monedita? No quisiera molestarle, pero hace un día que no tomo nada caliente, y de verdad que lo necesito. Por favor, no me haga nada malo.

Mirando a la mujer desdentada que se le había acercado, envuelta en un manto púrpura desvaído y ajado, el profesor de Ética y Valores sonrió.

—No tengo una monedita..., Laura —admitió, leyendo el cartel que había al lado de una pequeña tacita de plástico rota que solo contenía un céntimo—, pero... Esta noche tenemos sopa de verduras y merluza al horno. No sé si eso podría apetecerle.

Y no hubo cosa que pudiera recompensarle más y hacerle sentir mejor que aquella sonrisa con huecos tan hermosa y tan llena de la verdadera esencia de la vida.

"Si das la luz para encender la vida de tu hermano, en ti brillará más esplendorosa." (Albert Schweitzer.)



Adviento. Un calendario muy especialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora