16 de diciembre

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Hoy está un poco mejor, de nuevo... Parece que va por altibajos. Espartero Martínez se encoge de hombros mientras se calza sus botas ajadas, y se frota las manos, pensando en la historia que va a contar esta tarde. No tiene grandes planes. Simplemente... Dejarlo fluir, como siempre.

"¿16? Un número bonito; el número con el que sueñan los adolescentes, los mágicos dieciséis. Y ¿sabéis qué? No andan tan mal encaminados. Porque el 16 representa la alegría porque me han elegido, alguna vez, para algo. Porque no es justo estar tristes teniendo tantas pequeñas cosas que van bien y pueden darnos felicidad."

Gonzalo miró el papel, pero este no cambió. Y, por mucho que lo leyera y lo observase, no iba a hacerlo. Las siete letras iban a continuar juntas, con el mismo sentido que tenían ahora, sin revertirse o desvanecerse.

"DESPIDO". Una carta de despido. El trabajo en el que había pasado cuarenta horas semanales durante casi treinta años... Ya no existía. Tan simple como una firma en una hoja, y todo ese tiempo hablando con Juan mientras tomaban un café, apilando ladrillos, observando las vueltas que daba la hormigonera..., todo ese tiempo se había acabado.

Hundió la cara entre las manos, frotándosela, con los ojos picantes. Era su vida, lo que le gustaba hacer y había querido, desde niño, llegar a dominar. Y ahora, se iba de un plumazo. La realidad del paro pesaba sobre él como una pesada losa.

Se tragó las lágrimas. ¿Cómo iba a explicárselo a su mujer? Luisa se había alegrado tanto por él cuando le habían dado el puesto, tan joven..., y sabía bien lo mucho que significaba para el hombre. La pérdida iba a ser muy dura para los dos.

Estaba esperando en la cola para que le concedieran la prestación por desempleo, y ya llegaba su turno. Firmar aquellos documentos no hizo sino aumentar el nudo en el estómago que tenía desde que, dos días atrás, su jefe lo despidiera: mucha gente allí suspiraba, pero casi ninguno compartía su situación exactamente. Porque sí, todos se habían quedado en el paro, pero él no solo pasaba por eso, sino por la privación de lo que le gustaba hacer.

Tras entregar los documentos, Gonzalo se giró, hundido, para irse. Tenía ganas de acurrucarse bajo un gran edredón calentito en un rincón y no salir jamás. Se tropezó con su propio cordón, que llevaba desatado, y cayó al suelo. Sus gafas resonaron antes que su cuerpo, y se rompieron en mil pedazos.

Esta vez sí, lloró. Lloró de rabia, y no solo porque las gafas se habían roto, sino por lo que significaba, el simbolismo irónico de aquello. Como su trabajo, las gafas finas, con montura dorada, llevaban con él toda su vida, y ahora también se hacían añicos. Las lágrimas eran de impotencia y tristeza al saberse incapaz de cambiar la situación por sí mismo.

Se puso de rodillas con dificultad, puesto que ya contaba unos cincuenta años y su espalda no era la misma, y recogió todos los trocitos que pudo antes de irse corriendo, con la garganta cerrada y la pena entretejida ya en el pericardio.

Cuando llegó a casa y relató lo sucedido, con voz queda y sin mirar a los ojos a su mujer por miedo a lo que pudiera ver, Gonzalo lloró por segunda vez en aquel día catastrófico. Luisa lloró con él; lloró por la incertidumbre del cómo iban a mantener a su hijo; lloró por el golpe que aquello suponía para su marido; lloró por todo en general y nada en particular. Únicamente él trabajaba en la familia, y habían podido ir tirando durante un tiempo; ahora ¿cómo iban a apañárselas?

Era terrible el golpe que les había dado el destino, sí: y en las tres semanas siguientes, eso fue en lo único que Gonzalo pudo pensar, en su mala suerte. Parecía un alma en pena, y cualquiera que lo viese, conociéndolo, diría que era un espectro del hombre al que tenían por el señor Dancausa. No despegaba la mirada del suelo, y su voz, antaño un verdadero trueno, era ahora un simple murmullo entrecortado.

Y fue precisamente esta tristeza la que le dio una nueva oportunidad.

Mientras volvía a casa tras otra jornada buscando trabajo en cualquier parte y de cualquier tipo, Gonzalo se metió por la calle habitual; pero, viendo que estaba cortada, tomó la perpendicular para luego torcer de nuevo y seguir su ruta. Y, por obra de la diosa Fortuna, fue en esta calle por la que jamás antes había pasado en la que encontró pegado un cartel de "Se busca ayuda de cocina".

No, Gonzalo jamás había transitado aquella calle; pero se acordaba de ella cada vez que veía a su mujer, quien había querido ser chef desde joven y ahora podía empezar a cumplir su sueño, llegar a casa, cansada, feliz y con recursos para alimentar a su familia. Y también se acordaba cuando, cada vez que notaba que le faltaban las fuerzas e iba a desfallecer, se recordaba a sí mismo los pequeños milagros que le traía el día a día.

El ver a una gata con su minino recién nacido; un siete en matemáticas de su hijo; las anécdotas del trabajo de su esposa; los pajaritos que habían hecho un nido en su balcón; la música que había empezado a escuchar para no pensar en sus problemas y había descubierto que le encantaba...

Quizá las circunstancias no fueran las mejores, y hubiera motivos de sobra para estar triste; pero también era cierto que había cosas por las que merecía la pena seguir luchando. Y siempre las habría.


"Si las cosas tienen solución, por qué te preocupas; y si no tienen solución, para qué te preocupas." (Proverbio)

Adviento. Un calendario muy especialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora